viernes, 6 de julio de 2018



La vida no pasa.
La vida te pasa a ti.
Hay un momento en que descubres que no eres un mero espectador, eres un protagonista.

Mi abuela siempre me hablaba como a un adulto, como si yo, una niña de apenas unos pocos años pudiera entender todas las cosas que me contaba, y lo hacía con naturalidad y con decisión.

Esa forma que tenía de tratarme, y que mantuvo a lo largo de toda su vida, hizo que yo me sintiera importante y segura. Hizo que yo fuera la persona que ahora escribe estas palabras mientras pienso en ella.

Era una mujer seria, pero yo notaba su amor por mí, lo percibía, aunque debo reconocer que su apariencia estaba lejos de la de otras abuelas dulces y extraordinariamente cariñosas que miraban a sus nietos con una paciencia infinita.

Ella era diferente.

Y aún así yo adivinaba todo su amor por mí.
Lo comprendía.
Lo deseaba.
Lo agradecía.
Me hacía completamente feliz.

Recuerdo su gesto duro e inflexible, y aún así destilaba un amor tan grande que me colmaba por completo y que reconocí desde el primer instante en que la vi.
Ella no me fallaría.

Me trataba como a un adulto, me inundaba de amor y me hablaba con respeto, con mucho respeto. Siempre. Ejemplo constante de mujer respetuosa, y ahora debo sonreír... porque ese respeto se mantenía incluso cuando yo lograba subirme a su preciada y cómoda mecedora y empezaba a balancearme, a columpiarme (ese era mi objetivo principal, creo recordar), con tal fuerza y potencia que alguna vez llegué a pensar que saldría despedida hacia el espacio sideral (que por otro lado era un hermoso espacio en el que perderse).

Incluso entonces se dirigía a mí serena y respetuosa, y mirándome con la cabeza ladeada me preguntaba: ¿pero tú que quieres, salir volando?

Yo le devolvía una mirada pícara mientras intentaba, lentamente desacelerar aquel artilugio en que convertí su refugio favorito de la casa.

Las llaves del pensamiento, miles de llaves diminutas que en ocasiones descubrimos por casualidad, hilos invisibles que abren puertas escondidas.
Son los recuerdos, parte de nuestra vida, tan reales como el presente y que una vez instalados en nosotros ya no nos abandonarán jamás.

Pero olvidamos esa certeza y buscamos la compañía que nos acerca al amor, entonces creemos que hay objetos que encarnan ese amor, y como niños caprichosos los buscamos y los atesoramos con pasión.

La mecedora no resistió el paso del tiempo, ni mis embestidas... tampoco.
Pero la máquina de coser sí.
Sólida e imponente sí se salvó y asumió dignamente el paso del tiempo,
como sin duda lo habría hecho su dueña.
Y tras un periplo deambulando de acá para allá, herencia entrañable por las manos que la hicieron trabajar durante tantas horas y tantos años, acabó en mi casa, destino efímero pero feliz.

Desde el rincón me mira y siento una felicidad similar a la que sentía en aquel columpio improvisado que me llevaba junto a las estrellas.

Maribel de la Fuente.

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