domingo, 11 de diciembre de 2022

El patinaje:

 

Como cada noche desde hacía más de 35 años, Eva escogió con esmero la ropa que se pondría al día siguiente para ir a trabajar. Siempre le gustó arreglarse para ir clase, aunque solo fuera por escuchar a sus niños decirle: - ¡Que guapa vienes hoy seño! o ¡me encanta tu vestido! Sabía que a ellos, sus niños, los echaría mucho de menos. Su trabajo le había otorgado muchas más satisfacciones que sinsabores. Pero era hora de iniciar una nueva etapa. Mañana era su último día. Sabía que era muy afortunada, jubilarse a los 60 años era todo un lujo. Hablar sobre la jubilación había sido el tema preferido de conversación con sus amigos y compañeros. Tenía muchos planes, disponer de tiempo le parecía mejor aún que disponer de dinero. Tiempo para viajar, y qué gusto sería hacerlo fuera de temporada alta, tiempo para sus aficiones, que eran muchas, y tiempo para tomarse la vida de otra manera, con más calma, pudiendo saborear cada momento, sin la sensación de ir a todas partes corriendo, con plazos para todo.


Aquella noche, durante la cena familiar, dejo a todos pasmados cuando les contó cual era su primer plan: quería retomar el patinaje. Andrés, su marido, le salió con lo típico de que a ver si se iba a lesionar y se le iban a acabar todos los planes. Sus hijos también la miraron como si estuviera loca. Su madre, que pasaba una temporada con ellos, se limitó a sonreír con aire distraído. Pero ella lo tenía claro. Aprender a patinar fue un regalo inesperado de la vida. Recordaba con cariño aquella etapa, hace ya muchos años. Su hija Patricia tendría unos 10 años y se había apuntado a una actividad extraescolar de patinaje. Ella la llevó y se dispuso a esperarla junto a las otras madres. La sorpresa fue que la monitora se presentó diciendo que aquello era una actividad madres-hijas y también ellas estaban invitadas a aprender a patinar. Con miedo al principio, con entusiasmo después, disfrutó la experiencia. Ahora la recordaba como una de las temporadas de su vida en la que había sido más feliz.


El teléfono les sobresaltó a todos. Era el fijo, que solo sonaba cuando llamaba alguna compañía móvil. Eva descolgó y Javier, el médico de la familia de toda la vida, la saludó.


  • Me temo que no soy portavoz de buenas noticias Eva. Es sobre las pruebas que le hicimos a tu madre. El diagnóstico de alzheimer está claro. Es una suerte que vayas a jubilarte.


Eva colgó el teléfono y antes de contárselo a los demás, echó una última mirada a la foto enmarcada del aparador. Allí, una niña de 10 años y una mujer que volvió a sentirse niña sonreían felices con unos patines en las manos.


Ana María Cumbrera Barroso, Diciembre 2022.

Patinaje:

 

¡Papá, papá, dame tu mano!.


Era una soleada mañana de invierno. En el patio, junto a otros niños pequeños, mi hija aprendía a patinar. Ella se me agarraba como si le fuera la vida en ello. Entre inseguridad y miedo, me miraba con ojos que dudaban de si misma. Yo le insistía, debía aprender poco a poco, y entre varias caidas y algún que otro moratón -otra vez se ha caido y te has hecho daño, me habría dicho su madre-, terminaba el penúltimo intento por aprender a patinar.


Una vez que le hube quitado los patines en casa, me miraba con gesto de alivio. No le gustaba patinar, eso era obvio, pero estaba contenta con el rato que pasabamos juntos. Con gesto resignado, y a la vez que se quitaba el pequeño calcetín sudoroso, me sonreía. Yo le decía que, si no le apetecía, no tendría que seguir con los patines. Se los regalamos por reyes, y tardó en decidirse a ponérselos. Sus amigas con su ejemplo la invitaban a seguir intentándolo. Yo, por mi parte, me arrepentí una vez más de haberselos puesto en la carta a los reyes ...


Pasó el tiempo, y no conseguió aprender. Ella, alguna tarde que otra en la que sus actividades extraescolares se lo permitían, se asomaba con una media sonrisa en la boca y los patines en su mano. Yo, aún con poca esperanza, la acompañaba al patio dónde otros niños jugaban. ¿te vienes a jugar con nosotras?. Ella, en un ademán que la honraba, les decía que no, que le había dicho a su padre que se bajara con ella, y que quería aprender a patinar. Su persistencia me sorprendía. Yo ya lo hubiera dejado por imposible, pero ella lo quería conseguir. Por ella y por mi, ya que la carta al rey mago la redacté yo.


Pasó el tiempo, y ya se me hizo mayor. Alguna que otra vez, al sacar alguna ropa del fondo del armario, sonreía viendo sus viejos patines. Yo, al fondo, hacía cómo el que veía la televisión, pero realmente estaba pendiente de ella. Con un ademán rápido, los cogió y comenzó a ponérselos. Me levantó la mano, y me pidió que la acompañara.


Volvimos a bajar al patio, cómo cuando era pequeña. Le estaban algo justos, pero aún podía moverse con cierta destreza. Con una gran sonrisa, me señalaba que por fín consiguió manejarse sóla. Ya no le hacía falta apoyarse en mí. Por un lado, me dió mucha alegría. Por otro, supe desde ese momento que ya no me necesitaría más en ese largo viaje que es la vida. A partir de ahora, lo continúas tú sola. Sé valiente, conseguirás todo lo que te propongas.


José María Vázquez Recio.