domingo, 11 de diciembre de 2022

El patinaje:

 

Como cada noche desde hacía más de 35 años, Eva escogió con esmero la ropa que se pondría al día siguiente para ir a trabajar. Siempre le gustó arreglarse para ir clase, aunque solo fuera por escuchar a sus niños decirle: - ¡Que guapa vienes hoy seño! o ¡me encanta tu vestido! Sabía que a ellos, sus niños, los echaría mucho de menos. Su trabajo le había otorgado muchas más satisfacciones que sinsabores. Pero era hora de iniciar una nueva etapa. Mañana era su último día. Sabía que era muy afortunada, jubilarse a los 60 años era todo un lujo. Hablar sobre la jubilación había sido el tema preferido de conversación con sus amigos y compañeros. Tenía muchos planes, disponer de tiempo le parecía mejor aún que disponer de dinero. Tiempo para viajar, y qué gusto sería hacerlo fuera de temporada alta, tiempo para sus aficiones, que eran muchas, y tiempo para tomarse la vida de otra manera, con más calma, pudiendo saborear cada momento, sin la sensación de ir a todas partes corriendo, con plazos para todo.


Aquella noche, durante la cena familiar, dejo a todos pasmados cuando les contó cual era su primer plan: quería retomar el patinaje. Andrés, su marido, le salió con lo típico de que a ver si se iba a lesionar y se le iban a acabar todos los planes. Sus hijos también la miraron como si estuviera loca. Su madre, que pasaba una temporada con ellos, se limitó a sonreír con aire distraído. Pero ella lo tenía claro. Aprender a patinar fue un regalo inesperado de la vida. Recordaba con cariño aquella etapa, hace ya muchos años. Su hija Patricia tendría unos 10 años y se había apuntado a una actividad extraescolar de patinaje. Ella la llevó y se dispuso a esperarla junto a las otras madres. La sorpresa fue que la monitora se presentó diciendo que aquello era una actividad madres-hijas y también ellas estaban invitadas a aprender a patinar. Con miedo al principio, con entusiasmo después, disfrutó la experiencia. Ahora la recordaba como una de las temporadas de su vida en la que había sido más feliz.


El teléfono les sobresaltó a todos. Era el fijo, que solo sonaba cuando llamaba alguna compañía móvil. Eva descolgó y Javier, el médico de la familia de toda la vida, la saludó.


  • Me temo que no soy portavoz de buenas noticias Eva. Es sobre las pruebas que le hicimos a tu madre. El diagnóstico de alzheimer está claro. Es una suerte que vayas a jubilarte.


Eva colgó el teléfono y antes de contárselo a los demás, echó una última mirada a la foto enmarcada del aparador. Allí, una niña de 10 años y una mujer que volvió a sentirse niña sonreían felices con unos patines en las manos.


Ana María Cumbrera Barroso, Diciembre 2022.

Patinaje:

 

¡Papá, papá, dame tu mano!.


Era una soleada mañana de invierno. En el patio, junto a otros niños pequeños, mi hija aprendía a patinar. Ella se me agarraba como si le fuera la vida en ello. Entre inseguridad y miedo, me miraba con ojos que dudaban de si misma. Yo le insistía, debía aprender poco a poco, y entre varias caidas y algún que otro moratón -otra vez se ha caido y te has hecho daño, me habría dicho su madre-, terminaba el penúltimo intento por aprender a patinar.


Una vez que le hube quitado los patines en casa, me miraba con gesto de alivio. No le gustaba patinar, eso era obvio, pero estaba contenta con el rato que pasabamos juntos. Con gesto resignado, y a la vez que se quitaba el pequeño calcetín sudoroso, me sonreía. Yo le decía que, si no le apetecía, no tendría que seguir con los patines. Se los regalamos por reyes, y tardó en decidirse a ponérselos. Sus amigas con su ejemplo la invitaban a seguir intentándolo. Yo, por mi parte, me arrepentí una vez más de haberselos puesto en la carta a los reyes ...


Pasó el tiempo, y no conseguió aprender. Ella, alguna tarde que otra en la que sus actividades extraescolares se lo permitían, se asomaba con una media sonrisa en la boca y los patines en su mano. Yo, aún con poca esperanza, la acompañaba al patio dónde otros niños jugaban. ¿te vienes a jugar con nosotras?. Ella, en un ademán que la honraba, les decía que no, que le había dicho a su padre que se bajara con ella, y que quería aprender a patinar. Su persistencia me sorprendía. Yo ya lo hubiera dejado por imposible, pero ella lo quería conseguir. Por ella y por mi, ya que la carta al rey mago la redacté yo.


Pasó el tiempo, y ya se me hizo mayor. Alguna que otra vez, al sacar alguna ropa del fondo del armario, sonreía viendo sus viejos patines. Yo, al fondo, hacía cómo el que veía la televisión, pero realmente estaba pendiente de ella. Con un ademán rápido, los cogió y comenzó a ponérselos. Me levantó la mano, y me pidió que la acompañara.


Volvimos a bajar al patio, cómo cuando era pequeña. Le estaban algo justos, pero aún podía moverse con cierta destreza. Con una gran sonrisa, me señalaba que por fín consiguió manejarse sóla. Ya no le hacía falta apoyarse en mí. Por un lado, me dió mucha alegría. Por otro, supe desde ese momento que ya no me necesitaría más en ese largo viaje que es la vida. A partir de ahora, lo continúas tú sola. Sé valiente, conseguirás todo lo que te propongas.


José María Vázquez Recio.



jueves, 2 de junio de 2022

El bebé:


Era viernes y 13. Una fecha que ya nunca olvidaría porque sería desde ese día el cumpleaños de su hijo. El cálculo de su ginecólogo, un amigo de la familia de toda la vida, iba a cumplirse de forma exacta. Cuando le dijo la fecha, no pudo evitar sentir cierta inquietud, y eso que no era nada supersticiosa, pero el malestar que había acompañado su embarazo, prácticamente desde la concepción, la hacía sentirse inquieta, temerosa, recelosa....No había vuelto a sentirse ella misma.


Desde el amanecer, los dolores fueron muy fuertes. Contemplaba el parto como su liberación. El embarazo, ese estado que para muchas mujeres es un momento idílico en sus vidas, para ella había sido un autentico martirio.


Durante los primeros meses la sensación de nauseas no le dio un momento de tregua. La fatiga se alternaba con una atroz sensación de hambre, era como sentir un vacío en su estómago; por más que comía, nunca se sentía satisfecha. Se espantaba de si misma cuando devoraba la carne cruda, pues no podía esperar a guisarla. Se espantaba por sus apetencias, tan distintas a las suyas de siempre; las mollejas, el hígado y todo lo que fueran vísceras, no podían faltar en su menú diario. Avergonzada, comía a escondidas, tanto de día como de noche.


Su máxima aspiración durante aquellos nueve meses había sido dormir de un tirón, sentirse descansada. Pero la criatura que llevaba en su vientre no le dio un momento de paz. Empezó a moverse mucho antes de lo habitual. Era enorme de tamaño. Aquel niño crecía a su costa, la devoraba, su cuerpo enflaquecía a medida que su vientre aumentaba. Se convirtió en un manojo de huesos con una barriga descomunal. A todas horas lo sentía moverse y empujar con todas sus fuerzas, era como si se sintiera atrapado y pugnase por salir. Fueron muchas noches en vela, atormentada por sus patadas. Agotada, acababa cayendo en un estado de semiinconciencia, para despertarse bruscamente atormentada por las pesadillas. Apenas recordaba nada de esos horribles sueños o, más bien, prefería no recordar nada.


Los dolores del parto fueron atroces, pero, afortunadamente, fue todo muy rápido. La matrona depositó al bebé, viscoso y ensangrentado, sobre su vientre. Los ojos del niño la miraban con fijeza y ella descubrió, horrorizada, que sus ojos eran de color rojo. En ese momento, todas las pesadillas que no había podido o no había querido recordar, acudieron a su mente. Se veía a sí misma haciendo el amor con alguien que no era su marido, que la aplastaba con su peso, del que no se podía desasir. Recordó las marcas en su cuerpo al día siguiente. Recordó los ojos rojos de aquel que la poseyó de forma tan brutal y reconoció esos mismos ojos en el bebé que la miraba de forma hipnótica. Fueron solo unos segundos, el niño empezó a llorar y Rosemary, de forma instintiva, se sacó un pecho, al tiempo que una oleada de amor hacia su hijo la embargaba.


Ana María Cumbrera Barroso. Mayo 2022.

Un monstruo viene a verme:

 

La ventana se quedó abierta, y no dejaba de hacer ruido al no terminar de cerrarse. Lidia, aún adormilada, se levantó para cerrarla, y de camino fué al baño. A oscuras, pudo sentarse en el inodoro, y algo viscoso manchó sus piés desnudos. Sin prestarle más atención, se los limpió como pudo, y se metió nuevamente en la cama. Apenas se hubo acostado, cuando un ruido desconocido hizo que centrara su atención. Sus padres estaban al otro lado de la casa, y sus hermanos dormían plácidamente.


El ruido de pisadas hizo que su alerta aumentara. Entrebrió la puerta de su habitación, y la figura de alguién blandiendo una arma se dibujó en la pared de la escalera. Presa del pánico, buscó donde esconderse. ¿En el armario?. No, sería el primer sitio dónde miraría cualquiera. Se decidió por fin a meterse debajo de su cama, pudiendo ver, a ras de suelo, cómo alguien abría lentamente la puerta. Sólo pudo ver unos pies desnudos, de alguíen muy joven. Escuchó cómo se volvió sobre sus pasos, encaminándose hacia las otras habitaciones. Un grito ahogado, una voz, cree que la de su padre, implorando ayuda, y un golpe seco que le puso fin. A los pocos minutos, en la habitación de sus hermanos, gritos de dolor y pidiendo auxilio ahogados por golpes que provocaron un intenso silencio ...


Lidia se llevó las manos a la boca, mordiéndose los dedos para no gritar, con los ojos llenos de lágrimas. Su corazón palpitó desmesuradamente, sin poder controlar su estado de ansiedad. Ella estaba allí, e íba de un extremo a otro de la habitación, buscándola. De pronto la asesina apoyó sus rodillas y agachó su cabeza para ver por debajo de la cama. Lidia apretó los puños, con el instinto de defenderse, cuando alguién asomó la cara con una sonrisa cruel en su rostro pudiendo ver rastros de su propia mirada. Era ella misma, mirándola con la frialdad de un corazón helado.

José María Vázquez Recio, mayo de 2022.

domingo, 27 de marzo de 2022

La carta:

 Era una fría mañana de enero y la continúa entrada de familia y amigos hacía el trance aún más insoportable. Isabel, una antigua compañera de instituto, había fallecido. Estos acontecimientos nunca me fueron gratos, pero entendí, o me jor dicho, mi mujer me hizo entender, que debía asistir.


Decidí salir un rato a la entrada posterior de la casa ya que no quería seguir sonriendo a mucha gente, a la mayoría sin conocerla.


Apenas consumí el cigarro, cuando reparé en una mujer elegantemente vestida, y que se me quedó mirando fijamente. Al darme cuenta de que no podía ser otra la persona a la que mirara, decidí hablarle. Ella, con un breve movimiento de la mano, me saludó.


¿No te acuerdas de mi, verdad Daniel? Me preguntó, y pude ver una mirada familiar en sus ojos. ¿aún te cuesta comprender a los griegos?.


Una vez dicho esto, no tuve por menos que sonreir. Era mi antigua profesora de filosofía, de tiempos de mi bachillerato en los escolapíos. Le quise dar la mano y ella, acercándome su mejilla, me dió un beso.


Disculpe Carmen, pero no la había reconocido. ¡Está usted cómo siempre!.


Una leve sonrisa asomó dentro de la tristeza de su rostro. Se secó las lágrimas, y me preguntó que había sido de mi vida después de terminar mis estudios. Le contesté que no seguí estudiando, que nunca me habían gustado demasiado los libros, y que la vida de comercial no se me había dado mal. Mujer, dos hijos en esas edad en la que uno comienza a arrepentirse de haberlos tenido, y con una vida llena de buenos momentos y de sinsabores, como la de cualquiera.


Carmen me escuchaba con atención, dejándome que terminara de contarle mi vida en pocas palabras, antes de interesarse por algo más importante. Le pregunté que tal su vida de jubilada, y me contestó que ciertamente aburrida, echando de menos lo único que le gustaba y que siempre echará de menos, a sus queridos alumnos ...


Aprovechando que salió el nombre de algún que otro compañero, Carmen me hizo una pregunta que nunca me hubiera esperado:


¿Te acuerdas del Padre Cristóbal?. Por un momento, cerré los ojos, y un mosaico de recuerdos con un eje principal, la imagen del viejo sacerdote, se me presentó, con su sonrisa engañosa ...


Claro que si, le contesté. Es difícil de olvidar Carmen ...


Carmen, apurando su cigarro, me agarró por el brazo y me llevó a un lugar aún más apartado y, hablando muy bajo, me dijo: Sabes que no fuistes el único, y que muchos compañeros tuyos sufrieron lo mismo. No estás solo. Ya sabes los problemas que me supuso enfrentarme a él y a practicamente todo el centro por sus continuos, digamoslo suavemente, muestras de cariño hacía vosotros. Pero creo honestamente que ya es hora de hacerle frente, y me gustaría contar contigo.


Una vez la escuché, me ruboricé. Ese pequeño secreto, muy escondido en el bahúl de mi memoría, se hizo de nuevo presente, y un terrible malestar se adueñó de mí. Creí, o tuve la vana ilusión, que la vida, la familia, los amigos, podrían borrar esa triste huellla, pero pude comprobar que no había sido así.


Debes apoyarme Daniel, dijo Carmen. Me cogió la mano, y apretándola fuertemente, me infundió ánimos. Sabes que no estás solo, que yo estaré, tu vieja maestra, a tu lado. Aún me siento algo responsable por no haber sabido pararlo. Nunca te podrás imaginar cuanto de mio hice vuestro sufrimiento. Ayúdame Daniel, por Isabel, por tus compañeros ... y por ti también.


Entramos de nuevo en la casa y nos acercamos dónde reposaba Isabel. Carmen me hizo un gesto, señalándome una pequeña cómoda, dónde en uno de sus cajones, entre objetos antiguos, había una carta, con esta pequeña reseña: para Daniel, mi amigo, mi compañero ...


Pude darme cuenta rápidamente que se trataba de una nota manuscrita, con su inconfundible letra. Carmen me acompañó a un pequeño sofá y, apoyando su mano sobre mi hombro, me animó a que la leyera. "Esa carta está escrita sólo para ti, me dijo, y la historia que contiene sólo es para todos aquellos que tuvieron una experiencia similiar. Eras su mejor compañero y amigo, pero este secreto nunca, quizás por vergüenza, quiso compartirlo contigo. Pero los demás lo sabíamos, y posiblemente tú también, ya que fuiste una víctima más ...


Una vez la escuché, me dispuse a leerla, a sabiendas de que me íba a encontrar con algo a lo que me resultaría difícil enfremtarme. Miré a Carmen y, con un gesto de ánimo para que siguiera adelante, comencé a leerla.


... intenté recuperarme, pero mi vida no ha sido la misma desde entonces. Han pasado ya 15 años de todo aquello, y lo sigo viviendo como si siguiera estando en el instituto. No puedo más, lo he intentado, pero no puedo. Haz lo que yo nunca me atreví a hacer, siempre fuiste más valiente que yo ... evita que otros puedan sufrir lo que he sufrido yo. No le dejes ir Daniel, no lo dejes ir ...


José María Vázquez Recio, Marzo 2022

martes, 15 de febrero de 2022

Perfectos desconocidos:

Patricia se refugió en el cálido abrigo de la cafetería. La temperatura era mucho más benigna que en el exterior. Siempre había sido uno de sus locales preferidos, un buen lugar para iniciar una nueva relación.


Con los nervios metidos en el estómago, se sentó de manera que podía divisar a las personas que entraban. Llegaba temprano a propósito, después de todo estaba citada con un desconocido. Su situación estratégica le permitía una huida honrosa en caso de que él no le causase buena impresión. Sus amigas llevaban años utilizando las aplicaciones de citas, pero para ella era la primera vez, y todavía resonaban en sus oídos las palabras de su madre al salir de casa:


    • Patri hija, ¡con lo que tú vales! ¿qué necesidad tienes de quedar con alguien de quien no sabes absolutamente nada? ¿y si fuera un pervertido, alguien peligroso? Ten paciencia, que lo que tenga que ser para tí llegará.

    • Mira mamá, si algo aprendí de mi relación con Javier es que nunca se termina de conocer a una persona.


Lo cierto es que a ella se le había acabado la paciencia. Tenía 34 años y, aunque todo el mundo decía que parecía una chiquilla, su reloj biológico no decía lo mismo. Estaba harta de ser la protagonista de una historia con un triste final, al menos para ella. A estas alturas de la vida hace mucho que había planeado estar casada y con hijos. Durante diez años fueron planes compartidos con Javier, el que había sido hasta la fecha su único novio formal. Se conocieron muy jóvenes. Ambos eran muy tradicionales y la boda siempre estuvo implícita. Tenían piso, regalo de los padres de ella, y solo tenían que esperar a situarse. Ella aprobó la carrera y empezó a trabajar. Esperó pacientemente a que él completase los estudios y aprobara las oposiciones. Pero, inexplicablemente para ella, cuando parecía que ya no había obstáculos para hacer los tan deseados planes de boda, él empezó a distanciarse, a mostrarse cada vez más frío, a poner excusar para no salir...Un día le dijo que necesitaba tiempo para aclararse. Dos meses después coincidieron en una reunión de amigos y él iba acompañado, muy bien acompañado, por otro chico muy joven y guapo. Se sintió engañada, traicionada, compadecida por todos. ¿Cómo había podido estar tan ciega? Sintió que había perdido los últimos diez años de su vida. Por eso le había dicho a su madre que ni siquiera un largo noviazgo bastaba para conocer realmente a alguien.


Le costó recuperarse. Pasó por una etapa en la que solo pensó en divertirse. Cuando empezó a plantearse de nuevo una relación seria, se dio cuenta de que los varones de su generación huían ante la mención de su piso ya amueblado y de todo lo que sonase a compromiso; al menos, antes de los cuarenta. La famosa igualdad entre sexos aquí flojeaba, para ellas el famoso reloj corría más rápido.


Por fin se decidió a recurrir a la aplicación que, según la publicidad, iba encaminada a las relaciones formales y, después de un tiempo chateando con un chico, habían quedado en conocerse hoy.


Tan enfrascada estaba en sus pensamiento que le cogió de sorpresa el jovial saludo de un joven que se autopresentó como Miguel, un amigo de la infancia. Le dio mucha alegría verlo. Le invitó a sentarse y charlaron largo y tendido durante media hora. Llevaban años sin saber el uno del otro. Patricia descubrió encantada que, cuando se conecta con una persona, da igual los años que pasen, la conexión sigue estando ahí. Y él parecía tan feliz con el reencuentro como ella. Estaba tan a gusto con él, que le propuso cambiar de lugar, no le apetecía nada que su cita se presentara. Cogidos del brazo y riéndose, Patricia abandonó la cafetería junto a su amigo. Agradables mariposas en el estómago habían sustituido a sus nervios de hace un raro. Así, sin buscarla, una nueva ilusión comenzó a germinar en su corazón.


Acodado en la barra, un joven los observaba mientras salían. Había llegado justo en el momento en el que aquel chico se había sentado en la mesa con ella. No le pareció oportuno acercarse. Metió la mano en su bolsillo y acarició con cuidado la afilada navaja que guardaba. No importaba, dos horas después estaba citado con otra chica. Esperaba tener más suerte.

 

Ana María Cumbrera Barroso.




 

Los comensales:

 

      Me lo advirtieron muchas veces, pero nadie, cómo dice el refranero popular, escarmienta por cabeza ajena. Otra vez tirado en medio de la nada, en una carretera comarcal, y sin pasar nadie que me pudiera ayudar. Y para colmo, el móvil sin cobertura ...

 

      Hacía ya mucho frío, y el anochecer amenazaba con hacerse presente en su plenitud, y sin saber para dónde dirigirme. La temperatura era mucho más benigna que en el exterior. Cerré el coche, y me dispuse a cruzar el bosque, a ver lo que me depararía el destino.

 

      A la media hora de estar caminando, pude ver, a lo lejos, una luz tenúe. Apresuré el paso, no fuera a ser que fuera un vehículo y que se marchara. Conforme me acercaba, me día cuenta de que era una luz fija, por lo que mis temores se desvanecieron. Una pequeña cabaña, con una chimenea humeante que me hacía pensar que algo caliente podría tomar para resarcirme algo del frío, se me apareció frente a mi.

 

      Por una de las ventanas observé una animada reunión, con varios hombres riendo y comiendo. Sonreí, porque parecía que mi suerte cambiaba.

 

      Llamé a la puerta con los nudillos, y nadie acudía. A la segunda vez, alguíen abrió una mirilla, y me preguntó que quería. Le dije que estaba perdido, con mi coche averiado en la carretera, y que sólo quería llamar por teléfono y resguardarme un poco. Asintió con un gesto, y me permitió la entrada.

 

      Era una pequeña habitación, con una chimenea al fondo, una cocina y un camastro que acababa de ser usado. Otra mujer aguardaba mirándome con indiferencia meciéndose una y otra vez en una ruidosa mecedora.

 

      Les día las gracias, y pregunté por un teléfono, a lo que me contestó que no tenían, pero que por la mañana esperaban a un repartidor, y posiblemente podría irme con él. Me ofreció pasar la noche en un pequeño desván en la parte superior de la casa y algo de comer.

 

      Les día las gracías. Quitándome el grueso abrigo que llevaba, y acercándome a la chimenea para recuperarme algo del frío, observé a la mujer de la mecedora. Me miraba fijamente, y, sin dirigirme la palabra, sonreía con un gesto extraño. La primera de mis anfitrionas me ofreció un té caliente con galletas, y me dijo que me sentara. Era bastante más amable que la otra, que ni me hablaba ni me quitaba la vista de encima para nada.

 

      ¿De dónde es vd?, me preguntó. Le contesté que de la ciudad, y que queriendo acortar el camino, me terminé perdiendo.

 

      - Mala época para perderse. Este bosque, en invierno y de noche, no depara nada bueno. Los lobos acechan y no sería el primer incauto que perdiera la vida por estas tierras... -, me contestó.

 

      Mientras que la escuchaba, y con la mujer de la mecedora mirándome con una sonrisa bastante rara, me extrañó no escuchar a los comensales de la otra habitación. La señora amable me comentó que algunas veces se reunían allí, para jugar a las cartas, pero que, afortunadamente, la tenían insonorizada. Nunca les gustó ni a ella ni a su hermana excesivamente el jaleo ...

 

      ¡Ah, son hermanas!, le pregunté, ya que la otra no abría la boca para nada, eso sí, con una sonrisa terriblemente inquietante.

 

      Si, somos hermanas, y llevamos aquí varios años viviendo muy tranquilas. No nos gusta mucho la gente, ni nosotros a ellos. Estamos en paz.

 

      Veía ya que la noche era cerrada y, aceptando su amable ofrecimiento, me dispuse a lenvantarme para ir a descansar. Extrañamente, sentía cómo si mis piernas no me respondieran, y caí de bruces al suelo. Plenamente consciente pude ver que las dos hermanas se apresuranon a ayudarme, y me subieron a una silla de ruedas, dónde, para mi sorpresa, me sujetaron con unos correajes para que no me cayera. Intenté protestar, pero las palabras no pudieron salir de mi boca, y apenas podía mover los labios ...

 

      ¡Por fín nos ha caido otro Clarence! Ya había perdido la esperanza de renovar nuestra mesa. ¡Por fin!, dijo alborozada. Mientras una lo llevaba en la silla de ruedas, la otra abrió la puerta dónde se divertían varios hombres jugando a las cartas, o eso parecía.

 

      Le presento al Sr. Escobar. Llegó hace unos 30 años, casi como usted, ¿guapo verdad?. Está cómo el primer día.

 

      Y este otro es el sr. Hurtado. Éste lleva menos tiempo disfrutando de nuestra hospitalidad, no más allá de 15 años, pero se mantiene perfecto, cómo si no pasaran los años por él ...

 

      Mi sorpresa se tornó en horror. Esos hombres, por una extraña razón, estabán inmóviles, cómo estatuas, con una sonrisa estúpida en los labios, mirándose entre si. No entendía nada, y no sabía que querían de mí.

 

Por ahora no se preocupe -, me dijo la que me abrió la puerta. Le vamos a dejar aquí  para que se vayan conociendo. Van a tener todo el tiempo del mundo para ello, ¿verdad Elizabeth?.

 

      Elizabeth practicamente no la escuchaba, al estar ocupada en preparar unos cuchillos de cocina de gran tamaño, sonriéndome con una mirada, ahora sí, muy dulce.

 

                  José María Vázquz Recio, Febrero 2022