lunes, 5 de marzo de 2018


LA NIÑA QUE AMABA LOS LIBROS.

Había una vez una niña que amaba los libros más que ninguna otra cosa en el mundo.

Ella era muy pequeña y aquellos objetos deseados estaban muy alto, en una estantería, así que, cuando no la veían los mayores ,se encaramaba a una silla para verlos, olerlos y tocarlos. Por aquella época, aún no sabía leer, así que miraba las portadas o las ilustraciones de la enorme Biblia. ¿Quién sería el muchacho rodeado de leones en una cárcel? ¡Y qué decir de la hermosa mujer que sostenía la cabeza de un hombre barbudo! ¡deseaba tanto conocer sus historias!

Con el tiempo empezó a distinguir las letras y un día, mágicamente, formaron palabras que podía entender. Pero aquellos libros de mayores tenían demasiadas palabras ¿por qué no habría libros para ella?

Hasta que un día, como por arte de magia, aparecieron dos libros que eran distintos a los demás. Nunca supo quién los compró, pero sabía que eran para ella. Tenían unas contraportadas con atractivas ilustraciones y en los cantos aparecían retratos de los protagonistas. En su interior, la historia también aparecía narrada a través de viñetas. Fueron sus primeros “Clásicos juveniles”: Oliver Twist y Quo Vadis.

Desde ese día siempre pedía libros como regalo de cumpleaños o de reyes. Así llegaron Mujercitas, durante mucho tiempo su preferido, las historias de Sissi, Pollyanna...Su colección aumentaba lentamente, pero ella era feliz releyendo los que tenía. Sólo había una cosa que empañaba su felicidad. A su madre no le gustaba que leyese tanto, siempre le decía que tenía que salir a jugar más a la calle y que acabaría convertida en un ratón de biblioteca. Un día, la niña preguntó a su madre:

-¿Por qué me reprochas que lea si todo el mundo piensa que leer es bueno?

La madre , la miró a los ojos y con cierta tristeza le dijo:

-Porque no quiero que pienses que la vida es tan fácil y tan de color de rosa como en las historias que lees.

La niña no encontró palabras para responder a su mamá.

Aquella noche se acostó un poco triste y soñó que Jo, su personaje preferido de Mujercitas, venía a buscarla. En su paseo, Jo le enseñaba todos los libros que le faltaban por leer. Al amanecer, cuando se despidió de ella, le susurró al oído las palabras que tenía que decir a su madre.

Cuando , unos días después, su madre le dijo lo de siempre, la niña le respondió:

  • Mamá, yo ya sé que la vida no es como aparece en los libros pero, gracias a los libros, es mejor la vida.

Su madre sonrió, besó su frente y la dejó leyendo.

Ana María Cumbrera Barroso.


OJOS GRISES

... había una vez una mujer joven, que andaba por ese parque florido cómo solo se puede ver en una primavera cualquiera,con esa tranquilidad de quién sabe que no tiene quién la espere. Veía a los niños jugar, felices, con madres y padres apostados en los bancos al acecho de cualquier imprevisto ... observaba con esa mirada triste y envidiosa de haber querido tener hijos, y no haberlo conseguirlo ...

¡Alicia, incorporese!¡ayúdeme por favor!

... seguía dando su paseo, cómo lo hacía todas las tardes a esa hora ... había tenido un día duro en clase. Los niños cada vez se portaban peor. Muchos de ellos buenos chicos, pero con esa indolencia que dá la edad temprana, sin saber que se pueden hacer mucho daño con sus actos y más con sus palabras ...

¡Muy bien, Alicia! ¿le apetece cenar?

... paseaba y paseaba. Se decidió a sentarse en un banco. A su lado estaba sentado un hombre joven. Lo miró de reojo y se dió cuenta de que él hizo lo mismo. Disimuló algo buscando algo en su bolso cuando él le habló ...

En un momento le traemos la cena y le ponemos algo en la tele. ¿que le parece?

Ella no le atendió. Parecía un joven agradable, pero ella ya estaba cansada de esos escarceos que no llevan absolutamente a nada ... o eso creía pensar ...

¿que hay?. ¿buen día de parque, verdad?

Su sonrisa era agradable y atrayente. Ella le contestó con lo primero que se le vino a la cabeza. No tenía ganas de hablar, y menos con un desconocido aburrido y, a lo peor, algo oportunista ...

¿viene a menudo por aquí? Yo casi todos los días. Me acompaña mi hijo pequeño, Diego. Es aquel, el que está en el columpio.

Le miró con gesto cansado. No le apetecía tener otra conversación trivial. Solo quería descansar un rato y seguir con su paseo rutinario.

¡Estos niños! ¡no se puede uno relajar con ellos! ¿usted tiene hijos?

Le miró otra vez. ¡Será posible que no se dé cuenta de que no me apetece hablar nada!.

No, estoy paseando un rato, le respondió. Y ya me quiero ir a casa.

¿dónde vive?

Dudó un instante. No era amiga de confiar en desconocidos, y le señaló un punto en la lejanía, donde se podían ver hileras de edificios alineados donde se almacenan tantas familias, tantas vidas ...

¡Pues me pilla de camino!. ¿Le parece que andemos un rato?. Ya se está haciendo de noche ... ¡Diegooooo!

Diego acudió a la llamada de su padre, y le extrañó que estuviera con una desconocida. Desde que su madre los dejó ..., nunca más había vuelto a ver a su padre con nadie ...

Alicia, ¿le pongo un almohadón en la cabeza?. Creo que así se sentirá más comoda ...

Ella vió al chiquillo acercarseles. Se le veía risueño, y al acercárse a su padre le dió un sonoro beso en la mejilla.

¡Mira Diego! ¡hoy no nos volvemos solos a casa! Nos acompaña esta señorita de nombre ...

¡Alicia!. Me llamo Alicia. Si les parece, nos podemos ir ya ... tengo un poco de prisa, sabe ...
Iniciaron el camino de vuelta hablando, con Diego encima de los hombros de su padre. Él se mostraba muy abierto y simpático. Alicia escuchaba y escuchaba, y notó poco a poco que ese hombre albergaba un buen corazón ...

¡Alicia, son las 10! ¡Es la hora de su medicación!. ¿prefiere agua o leche?

Siguieron caminando por el parque. Al poco, ella, con la primera excusa que se le ocurrió dijo que ya estaba cerca de casa, y que era hora de separarse. Con un gesto cariñoso, dió un beso al pequeño Diego, y se disponía a irse cuando él la cogió de la mano.

¿porque no nos acompaña, Alicia?. Diego y yo solemos tomar algo en una cafetería de esta calle. Al pequeño le encantaría que viniera con nosotros ... ¿verdad Diego?.

El pequeño asintió. Siempre le entristecía el camino de vuelta del parque, y cambiar jugar con sus amigos para volver a su casa, con la única ilusión de ver, cómo cualquier otro día, un rato la televisión con su padre hasta que sus párpados le pesaran demasiado.

Bueno, no venia con esa idea. Vale, les acompaño, pero sólo un rato ...

Ese gesto, y la alegría que despertó en sus acompañantes, fue el comienzo de uno de los escasos en que fue inmensamente feliz ...

¡Alicia, por favor, no llore más! Voy a tener que quitarle las fotos de su familia. No me gusta verla triste ...

Alicia asintió. A sus 80 años echaba de menos poder pasear, y contemplar niños jugando en el parque. Una vez más, se le inundaron de lágrimas sus bellos ojos grises ...




José María Vázquez Recio.

domingo, 4 de marzo de 2018


Había una vez.

Había una vez una niña que tenía miedo.

Miedo de la oscuridad.
De las noches, cuando se iba a dormir y se apagaban las luces.

Todas las luces.

Y la negrura lo envolvía todo, la envolvía a ella, se la engullía y la dejaba inmóvil, convertida en estatua de mármol, pétrea y helada, contando los minutos, las horas.... hasta el amanecer.

Miedo de los sonidos.

Del canto de los pájaros, de su fuerza, de su vuelo al surcar los aires del cielo inmenso en el que se perdían.

Miedo del agua de la lluvia, del viento y del sol.

Miedo.

Miedo a la indiferencia,

a no sentir alegría ni tristeza,

a no sentir emoción,

ni la ternura de un beso, ni la calidez de un abrazo.

A pasar sin pena ni gloria,

a pasar de puntillas por la vida.

Sin amor

Sin sentir la calma que cura la herida, el aliento que te sostiene firme.


Y así vivía, triste, atormentada por el miedo, en soledad.

En silencio.

Hasta que un día descubrió un resquicio en el cristal de la ventana, por el que se colaba un minúsculo rayo de sol.

Con curiosidad se acercó en un movimiento suave, apenas perceptible.

Fue su luz plena y cálida la que le devolvió el reflejo de su rostro en el ventanal.

Un espejo improvisado en el que contempló su mirada desprevenida.

Detrás de ese rayo de luz había una vez un ángel que le tendió la mano y se llevó los miedos

Todos sus miedos.

Para siempre

Maribel de la Fuente.

Letanía:



Había una vez.

Había una vez una bufanda oculta, pero no olvidada, que tenía la extraña virtud de provocar lágrimas irreprimibles.
Había una vez un muchacho que no comprendía por qué era invisible a los ojos de sus compañeras y no podía dejar de lamentarse por ello.
Había una vez un anciano octogenario que solo lograba recordar a dos muchachas felices y hermosas que alguna vez lo impresionaron hasta los huesos.
Había una vez una jovenzuela risueña que disponía como recursos más destacados y poderosos su inocencia y su timidez.
Había una vez un escritor que solo podía hacer el amor con el personaje que había ido trazando lentamente durante toda su vida y esto lo humillaba ante el altar de su propia conciencia.
Había una vez un joven obsesionado por la dulce y feroz sensación recién descubierta de acariciar por primera vez el vello púbico de su chica amada.
Había una vez un plateado pez apretado en un bolsillo por la mano inmaterial de un ángel que no era tan malvado como él mismo hubiera creído ser.
Había una vez una mujer madura que observaba cómo su amor zarpaba en un enorme barco y se alejaba irremediablemente de un muelle oxidado donde ella permanecía amarrada.
Había una vez un viejo que se disolvía en la nostalgia de una tarde de otoño caminando entre hojas secas y quebradizas.
Había una vez una madre que enloquecía de soledad.
Había una vez un pervertido que sentía cómo se excitaba progresivamente en un autobús repleto de muchachas jóvenes y se perdía en un laberinto de fantasías oscuras en que se desorientaba su voluntad.
Había una vez un joven viajero que se lamentaba acodado en la barra de un bar por haber hecho el amor mil veces con la misma mujer desconocida.
Había una vez una mujer que no sabía soportar ser feliz.
Había una vez un hombre vestido de uniforme incapaz de reconocer a la que fue el amor de su vida y una mujer absorta y sorprendida que huía de la realidad que observaba.
Había una vez un décimo de lotería que yacía en un ignoto lugar a la espera de ser descubierto.
Había una vez un anciano que recuperó la memoria y se puso a llorar.
Había una vez un niño que aprendió a convivir con la sombra monstruosa de sus impulsos que asomaba por detrás de sus hombros.
Había una vez un libro que dormía en un sótano.
Había una vez una pareja de novios que separaban sus manos, porque habían llegado a la triste conclusión racional de no seguir juntos. Ambos lloraban.
Había una vez una relación amorosa aburrida que continuaba por inercia, por razones físicas.
Había una vez una mujer que enfermaba repentinamente y que le tenía un miedo terrible y ancestral a la muerte. Había una vez también un hombre que no sabía consolarla y ésto lo destruía.
Había una vez un hombre que miraba sus manos ensangrentadas.
Había una vez una mujer hermosa, aunque no joven, que conservaba en su corazón lo mejor de un hombre que no podía recordar quién había sido y ésto la hacía feliz, porque siempre había querido susurrarle al oído de él todo lo bueno que llevaba dentro.
Había una vez un muchacho que escribía en las paredes “Soy lo que soy”.
Había una vez un atleta que corría en dirección contraria preguntándose: “¿Hacia dónde van todos?”
Había una vez una bella mujer que se maquillaba hábilmente y que se vestía con ropa muy ceñida antes de salir a pasear la noche.
Había una vez un niño con los ojos muy abiertos que agarraba con fuerzas la mano de su padre que lo llevaba al mejor espectáculo del mundo.
Había una vez un pobre imbécil que traicionaba a su mejor amigo y una mujer que le mentía diciéndole: “No te sientas culpable, amor”.
Había una vez un joven que escribía poemas de amor.
Había una vez una chica adolescente que se buscaba donde sabía que no podía encontrarse.
Había una vez un viejo reviejo que descubría en su corazón lo que nunca había sospechado hallar: odio, frustración y cobardía.
Había una vez un profesor que iba a clases nocturnas para aprender a no ser modelo para nadie.
Había una vez una mujer de ojos negros que se consolaba pensando en el paso del tiempo mientras contemplaba el Guadalquivir.
Había una vez una abuela que recordaba y lloraba por haber estado junto a su nieta donde no debió.
Había una vez una mujer que se había zambullido en piscinas de aguas sucias y gelatinosas.
Había una vez un joven que miraba cara a cara a su novia reciente.
Había una vez una jovencita de cabellos dorados que se sorprendía cada vez que pronunciaban su nombre.
Había una vez un agrimensor que pretendía comprender los tortuosos senderos de su cerebro.
Había una vez una mujer de rojo en un prado verde.
Había una vez una mujer negra que vagabundeaba por las calles mojadas y que contemplaba el cielo azul reflejado en los charcos irisados por el aceite que dejaban los coches viejos.
Había una vez un hombre que quiso vivir como los dioses y se arrepintió hasta el suicidio.
Había una vez un hombre y una mujer que olvidaron que habían recibido el mejor don de los cielos: el de existir, el de vivir en un mundo maravilloso y el de ser conscientes de ello.
Había una vez un hombre negro de cuarenta años y ningún amigo.
Había una vez un hada que delicadamente plegaba sus alas junto a un lecho caldeado por el débil sol de invierno que invadía su habitación.
Había una vez una mujer que era un tesoro, pero ella no sospechaba nada.
Había una vez una joven que era el centro del mundo y había una vez un mundo que existía solo para girar en torno a ella.
Había una vez un gitano que necesitaba cabalgar sobre un cohete dorado.
Había una vez un grupo de ocho individuos que se reunía una vez al mes para contarse historias.

José Manuel Martínez Arias.