lunes, 31 de diciembre de 2018

Terapia:



Tarde de miedos.

El médico dijo con una voz exageradamente aguda:
  • Ahora, señor Martínez, cuénteme todo otra vez desde el principio. Señor Martínez, ¿ha entendido? Señor Martínez, desde el principio otra vez, ¿me comprende?
Entonces el enfermo levantó la cabeza y dirigió una mirada perdida, con las pupilas enormemente dilatadas, hacia el doctor, hacia nosotros, hacia su alrededor. Estaba asustado, volvía a bajar la cabeza, se sujetaba y se frotaba las manos, balbuceaba, la saliva chorreaba por su barbilla. Comenzó a hablar. Su voz era grave, hablaba despacio:
  • ¿El principio? ¿El principio, dice? Creo que todo comenzó unas semanas atrás, o unos meses tal vez. Yo estaba en la habitación de una pensión. Era por la tarde, sí, después de comer, ahora lo veo, creo... Empecé a oír un ruido lejano, apenas un susurro, como el que hace una pelotita de goma que rueda sobre un cristal con arena. Entonces, creo, no me preocupé y seguí trabajando, estaba escribiendo la historia de una mujer joven que temblaba en un rincón, que lloraba en la oscuridad de un rincón, en un rellano, quizá. Estaba describiendo su respiración entrecortada, forzada, imposible, agónica, irreal, cuando el ruido se hizo más evidente. Tal vez subiera de tono o tal vez la pelotita de goma se estuviera acercando, o creciendo, creo.
    Tuve que parar de escribir, sí. Y comencé a buscar el origen del ruido. Desbaraté toda la habitación sin encontrar su causa. El ruido empezó a hacérseme desagradable. Tenía que encontrar su origen. Tenía que pararlo. Creo que fue entonces cuando empecé a obsesionarme con él. No logré descubrirlo, ni pararlo, ni olvidarlo.
    Esa noche, creo, que acabé por reconocer mi impotencia. Después salí a la calle. Había otros ruidos que me impedían oír el mío. Más tarde, tal vez de tanto deambular, lo olvidé o eso creía yo.
    Pero no era así, unos días después el ruido me seguía acompañando. Ya no como el de una pelotita de goma rodando. Ahora había crecido y parecía como el que hace una rata cuando roe una nuez. ¿Me comprende, doctor? ¿Me comprende? ¿Me comprende usted?
  • Sí, señor Martínez, siga, siga. No se detenga. ¿Qué ocurrió cuando usted creyó oír de nuevo ese ruido?
  • No lo creí oír, doctor. Lo estaba oyendo. Yo me había puesto a escribir la historia de esa maldita mujer joven que lloraba en un rincón del rellano, a oscuras. Tenía el pelo largo, recogido en una cola y con un lazo... creo. No podía verle los ojos, porque tenía la cara entre sus brazos. Tal vez estuviese agachada. Entonces, cuando ella iba a girarse para mirarme, el ruido comenzó a crecer. ¿Me comprende, doctor? A crecer, a crecer porque el ruido no había dejado de sonar desde el principio. Aunque otros ruidos lo ocultasen, él seguía allí; había seguido allí desde el primer momento. Solo que ahora era mucho más fuerte, más evidente. Recuerdo que salí al pasillo de mi habitación para buscar a alguien, para que alguien pudiera decirme qué era o de dónde provenía ese maldito ruido. Pero nadie; el pasillo estaba vacío, nadie podía oír lo que yo no soportaba seguir escuchando. ¿Sabe usted, doctor? ¿Sabe usted lo que es oír de día y de noche ese maldito ruido, como el de una rata escarbando en alguna de las paredes de la habitación de esa maldita fonda? ¿Sabe?
  • No, señor Martínez. Lo sé ahora, ahora que usted me lo cuenta. Ahora...
  • ¡Cállese, doctor! ¿Quiere que le siga contando?
    El señor Martínez estaba aterrorizado, muy inestable, lo mismo hablaba pausadamente que comenzaba a elevar la voz y a mover las enormes pupilas de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. El doctor obedeció y calló. El señor Martínez continuó.
  • Así he estado semanas,... meses. Obsesionado con este maldito ruido de día y de noche, de noche y de día. A veces tenía que ponerme los auriculares y estuchar música a todo volumen. Esto me calmaba, la música de una gran orquesta a toda pastilla.
    La otra tarde me puse de nuevo a escribir. La mujer joven seguía llorando en su rincón con su largo pelo recogido, con su cara escondida entre sus brazos. Tal vez fuese una niña, una colegiala, porque creía ver entre las sombras una falda escocesa, unas piernas delgadas y unos calcetines largos. Estaba llorando, quise acercarme... pero de nuevo el ruido. No era un roedor. Entonces fue cuando lo percibí más claro y más fuerte, incluso sobresaliendo por encima de la música que sonaba estruendosamente en mis oídos. Parecía un sollozo, alguien sollozaba. Tal vez fuese en alguna de las habitaciones laterales. Alguien sollozaba en alguna habitación vecina. Salí al pasillo; todas las puertas estaban cerradas, las aporreé, intenté abrirlas,... nada. El sollozo era clarísimo tras la primera puerta a la izquierda de mi habitación. Empujé la puerta con el hombro y cedió sin dificultades. Nada. Dentro la habitación estaba vacía y ordenada. Nadie parecía haberla ocupado en meses. Después forcé la puerta de la derecha. Nada. Tampoco parecía haber estado ocupada desde meses.
    Estuve días sin salir a la calle. Solo escuchaba música a toda pastilla. Recuerdo que me dolía la cabeza, doctor. Me dolía la nuca, doctor. Insoportable. Como ahora, doctor. Pero no podía dejar de escuchar la música. ¿Quieren ustedes callarse? Este sollozo me está destruyendo, doctor. No puedo más, doctor. Deme algo, doctor. Deme algo o máteme, doctor, por favor.
  • No, señor Martínez. Tranquilícese. Tiene usted que volver a su habitación. Vamos, vuelva, tiene que ser ahora, señor Martínez. Entre de nuevo. ¿Ha entrado ya? Dígame.
  • Sí, doctor. He vuelto a entrar. Todo está alborotado. Es una verdadera pocilga, doctor.
  • Déjese ahora de ello, señor Martínez. Vuelva a su escritorio, siéntese y vuelva a escribir. Describa de nuevo a esa muchacha.
  • Ya le he dicho que no es una muchacha, es una niña, doctor. Está llorando al final del pasillo, en un rincón. Esconde su cara. Creo que tiene miedo. Doctor, está llorando otra vez y esconde su rostro, doctor. Solloza, doctor.
  • Ahora, señor Martínez. Muy despacio, vaya acercándose a ella. Muy despacio, que no se sobresalte y salga corriendo, señor Martínez.
  • Sí, doctor. Estoy depié a su lado. Es muy pequeña. No deja de llorar. Tiembla. Creo que me tiene miedo a mí, doctor. Me teme a mí. No deja que la toque. No deja que le toque el pelo, doctor.
  • Ahora, señor Martínez, ahora tiene que hacer que le mire. Intente, con suavidad que le mire a usted. Vamos tóquele el pelo, la barbilla. Que gire la cabeza y que pueda usted mirarla a los ojos. Inténtelo, señor Martínez.
  • No quiere, doctor. No quiere. Ahora, ahora. Pero... pero... pero... qué me pasa, doctor; soy yo, doctor. Soy yo quien llora, doctor. No es una niña, doctor. Esto no puede ser, doctor.
  • Ahora, señor Martínez, ahora. Cójala del cuello. Apriete. Mátela. Ahora, señor Martínez. Hunda sus pulgares en su cuello. Vamos. Con fuerza. Apriete.

El Señor Martínez se hundió en un sueño profundo. Estaba como inconsciente tumbado en el diván. El doctor dijo:
  • Por fin, creo que este pobre diablo ha acabado con su monstruo. Vamos, enfermeros. Dejémoslo descansar. Salgamos de la habitación.
José Manuel Martínez Arias.

La luz que se apaga:




Siempre deseamos volver adonde fuimos felices.
Como si ese lugar encerrara todas las claves, todas las respuestas a nuestras preguntas.
Y miramos esa región infinita, que guardamos intacta en la memoria, y a la que acudimos prestos y ágiles con el gozo alegre de los niños cada vez que empiezan a jugar, como nuestra fortaleza más preciada.


Pero siempre ya pronto no podrá ser.
Dejará de existir.
En algún momento ese refugio que me cobija desaparecerá.
Y ya no podré volver allí.

De todo este horror que me acecha, ese sería mi mayor castigo.
No hay salvavidas que me aleje de la noche, del olvido.
Nadie podrá entenderlo.
Nadie comprenderá.

El frio helado que te congela por completo cuando no sabes quién eres y dónde estás.

Hasta ahora los episodios han sido momentáneos, fugaces y breves, apenas unos minutos de confusión tras los que la conciencia reaparece y coloca todo en su sitio. Sacudidas repentinas como espasmos que la luz de tu memoria vence firme.


Pero ese intervalo que se te hace interminable en el que estuviste deambulando, perdida en una noche negra de incomprensión es la secuela que te dejará el olvido.

En la oscuridad no puedes ver, pero sí puedes tocar el miedo que te agarra. Es denso y pesa.

La luz se enciende y te trae el alivio y la calma.
Pero yo sé que un día la luz se apagará para siempre, y no podré salir del laberinto oscuro y me quedaré vagando entre tinieblas.

Sin saber quién soy, ni dónde estoy.
Sin poder volver.

Por eso recordad estas palabras que ahora escribo y no lamentéis mi decisión.
Sé lo que hago.
No quiero vivir sin luz.
Maribel de la Fuente Hernández.


viernes, 28 de diciembre de 2018


EL TELÉFONO.

La historia que voy a contaros es absolutamente verídica. Así nos lo dijo la brillante narradora que nos la contó, hace muchos años, una noche de verano.

Era la primera vez que Marisa se quedaba sola en la casa nueva. Sus padres y sus tres hermanos habían salido a comprar los regalos navideños de última hora y ella se había quedado estudiando . Parecía mentira que ya mismo sería Nochevieja y que un nuevo año fuese a comenzar.

1975 había estado lleno de acontecimientos. En España, la muerte de Franco y para su familia, la mudanza a la casa nueva. Se le hacía extraña todavía, todo olía a nuevo. Al estar en las afueras extrañaba tanto silencio, tan distinto al bullicioso barrio donde habían transcurrido sus primeros años. Pero era el sueño de su madre, mudarse a las afueras a una casa de dos plantas, donde cada uno tenía su habitación.

Hacía frío arriba, así que prefirió bajarse al salón. Rodeada de libros y cuadernos, intentaba no pensar en su soledad. Logró abstraerse tanto que, cuando sonó el teléfono se sobresaltó. Se alegró de la interrupción y descolgó confiando en que serían sus padres, anunciando que pronto estarían de vuelta. En vano esperó una respuesta, al otro lado de la línea solo se escuchaba un extraño jadeo, que se iba volviendo cada vez más intenso. Marisa se apresuró a colgar, pensando que alguien le estaba gastando una desagradable broma. Sin embargo, la inquietud se había apoderado de ella y deseó, más que nunca , que su familia regresase pronto. Volvió a centrarse en sus libros y, cuando ya estaba consiguiendo concentrarse, el teléfono volvió a sonar. Estuvo tentada de no descolgar, pero podía ser importante. De nuevo aquel escalofriante jadeo sordo al otro lado del teléfono. Lo sentía tan cerca que era casi como sentir el aliento de aquel desconocido en su nuca. Esta vez el pánico se apoderó de ella. Volvió a colgar y llamó a la policía. Una amable agente la atendió, intentó tranquilizarla y le dio unas instrucciones: la próxima vez debía retener la llamada todo lo posible para que ellos pudieran localizarla.

Rezó para que no se produjera. Pero fue el vano, el teléfono volvió a sonar y no tenía más remedio que cogerlo. Aquel sonido le ponía los pelos de punta. Aquella respiración profunda no parecía que pudiera salir de un ser humano. Luchando con su temor mantuvo la línea abierta todo lo que le fue posible.

Nada más colgar, el teléfono sonó de nuevo. Era la agente con la que había hablado antes. Esta vez su voz no sonaba tranquila.
  • Tengo que preguntarte algo -le dijo- ¿tenéis teléfono supletorio en casa?
  • Si- contestó Marisa- en la planta de arriba.
  • Entonces, sal corriendo, porque te están llamando desde tu mismo numero.

Ante este final, todas las chiquillas que escuchábamos las historia quedamos sobrecogidas. Estábamos sentadas en un velador y habíamos decidido contarnos historias de miedo. Nos habíamos metido tanto en la historia que cuando una voz resonó a nuestra espalda todas gritamos al unísono. Era nuestro primo mayor que se había acercado a ver que nos tenía tan interesadas. Al final, la tensión acumulada acabó en carcajadas.

Ana María Cumbrera Barroso.




El Pozo

Todos los años era mi lugar de vacaciones. Casa de los abuelos, compartiendo piscina de goma y tardes de siestas estivales larguisimas guardando silencios no deseados por imperativo de nuestros mayores, y tardes de feria de verano, con sabor a cena temprana y helados de chocolate ...

Era ya medianoche. La casa de los abuelos ofrecia una convivencia infantil con tus primos que siempre gustaba, pero que ofrecia, a los que utilizábamos el cuarto de baño por la noche, el riesgo de tener que atravesar un eterno pasillo, hasta el corral, dónde estaba el aseo ... y el pozo.

Muchas veces aguantaba toda la noche sin querer ir, pero había que ir ... noche estrellada, silenciosa, solo interrumpida por el cri cri nocturno de los grilos ... y alli estaba el pozo ...

Siempre mirándolo de reojo, en la noche oscura, sin darte cuenta que te atraía hacia él, de una manera descontrolada ... la curiosidad, o quizás morbo infantil, te empujaba a verlo ... ¡cuán profundo era!

Era otra de esas noches. Ví, con sorpresa, cómo desde el borde de ese pozo, surgia ella ... con su pelo largo, tapando sus facciones, y con su dedo índice diciéndome que me acercara ...

Corrí hacia mi cama, con esa convicción y rapidez que te solo dan tus cinco años ... sin querer mirar hacia atrás ... e intentando no sacar tu cabeza de debajo de las sábanas ...

Cuando me desperté todo había pasado. Seguí disfrutando de mi verano, y el día, o los días, pasaban deprisa, sin prácticamente poder reparar en ellos ... y volvía a llegar la noche ...

... y entonces, tendría que ir otra vez al cuarto de baño, y tener que pasar por delante del pozo ... aquel maldito pozo ...

... y allí estaba, otra vez, ella, con su pelo negro, y su bata blanca, con su dedo indice señalándome, y pidiéndome que me acercara a ella, a su lado, a su pozo ...

... y tentado por esta situación inexplicable, con mucho, mucho miedo, me acerqué, y me dejé llevar ...

... ella, sin pronunciar palabra, me agarró suavemente a la mano, y tiró de mi ... no me lo podía creer, los dos, juntos, caimos por el fondo del pozo, gritando, llorando, muertos de miedo ... mi peor pesadilla se estaba haciendo realidad, y no podía hacer nada ...

Al día siguiente, una vez que desperté de tan terrorífica pesadilla, seguí disfrutando de otro gran verano en familia, en el pueblo, en la casa de mis abuelos, pero ya, por la noche, no volví a sentir más miedo al pasar por el pozo ...


José María Vázquez Recio
Diciembre 2018

viernes, 7 de diciembre de 2018

La "seductriz":


De colores.

Por la mañana es Iván. Pantalón chino gris, negro o, excepcionalmente, azul marino. Camisa de algodón fino blanca, gris, negra,... Americana oscura, corte slim o similar, lisa o a rayas...
Por la tarde es Inés. Pantalones de piel ajustados y de colores brillantes. Blusa o top de llamativas flores, de topos variados -que asaltan-. Chaqueta o blazer informal, cuello beige de piel sintética con cálida pelambre. Colores, muchos colores en el rostro en los labios en los ojos en la frente en los pómulos en las mejillas en el cuello...

Iván conoció a Pedro hacía tres meses, pero a Pedro quien verdaderamente lo enamoró fue Inés. Una noche hecha de humos... Pedro le acercó una copa de vino tinto a Inés. Ella lo miró, le guiñó un ojo, esbozó una sonrisa con sus labios carmesíes levemente ladeada hacia su maquillada mejilla derecha, dobló casi imperceptiblemente la cabeza hacia su izquierda y aceptó la copa levantando su blanca muñeca por encima de su mano lánguida y caída, con los dedos rosas muy finos y largos. Pedro no pudo sino sucumbir al poderoso encanto que, en forma de nimbo luminoso, emanaba de Inés, encanto ingenuo, infantil. Cayó postrado a sus pies, dominado por su nueva angélica ama de ojos verdes, voz grave y secretos misteriosos en demanda de ser revelados.

Van tres meses de convivencia e Iván o Inés y Pedro no pueden imaginarse sus vidas separadas. Su conexión es absoluta, como el verde del cielo al atardecer y el gris del mar, -creen-: sienten que realmente siempre estuvieron juntos, aunque no fueran capaces de conocerse o de dirigirse el uno al otro, pero siempre siempre, aunque en su ignorancia, habían estado el uno al lado del otro, como el azul y el amarillo convergiendo en el verde de sus miradas. Tal vez espalda contra espalda habían sido condenados a no verse nunca. Pero un golpe del destino, un azar en aquella noche secreta, un nudo en el hilo de sus vida, un salto cuántico en una dimensión desconocida había logrado girarlos y colocarlos frente a frente, cara a cara, verde contra verde y ya nunca nada podría hacer que se separasen, nunca nada podría interponerse entrambos, disolverlos, separarlos. Salvo, claro está, la familia de Pedro.

Su madre era una piadosa mujer, conservadora y paciente. Su amarilla piel envejecida conservaba en sus pliegues no solo el tiempo transcurrido, sino también la memoria pasada. En sus surcos podían leerse todas sus experiencias vividas sentidas imaginadas. El padre de Pedro era además un conservador militante verde caqui, porque militar era, coronel del ejército de tierra. Hombre adusto, malencarado, serio, de poblado y rizado bigote. Pedro adoraba a sus padres y quería, necesitaba que conocieran a Inés o a Iván.
Para Iván era un problema, para Inés también. Según él, Pedro debía hablar antes con sus padres, tenerlos informados: tal vez ellos no supieran o sospecharan que su hijo Pedro el albo pudiera enamorarse de un muchacho como él. Según ella, era un mal comienzo no informar desde el principio a los padres de Pedro que por las mañanas se llamaba Iván.
Pedro no quería preámbulos y concertó una cena en casa de sus padres para, según les dijo, presentarles a su pareja, a la persona que más feliz lo hacía, a la persona con la que quería compartir cada minuto cada segundo cada instante de su vida.

Iván o Inés estaban echos un lío. Iván creía que debía ir a la cena como Inés, pero Inés opinaba que tal vez fuese más correcto ir como Iván. Finalmente decidieron ir ambos: vestido como Iván (pantalón chino gris. Camisa de algodón fino blanca. Americana gris, corte delicado, lisa, de hilo de lana muy finamente trenzado), pero maquillado como Inés (colores, muchos colores en el rostro en los labios en los ojos en la frente en los pómulos en las mejillas en el cuello...). Los ojos y los labios de Inés eran verdaderamente más grandes, atractivos y sensuales que los de Iván. De esto no cabía duda alguna.
Pedro estaba encantado esta tarde. Por fin sus padres conocerían a Iván el gris, sobre todo su padre, por fin conocería a la multicolor Inés.

Fue la madre de Pedro quien abrió la puerta, detrás su marido el militar con su vistoso bigote. Pedro hizo las presentaciones: “madre, padre,... ésta es Inés aunque algunos por las mañanas la llaman Iván. Es encantadora y desde hace tres meses no entiendo mi vida sin ella. Espero que os guste”. Los cuatro pasaron al salón, la mesa ya estaba preparada. La ocre madre de Pedro quería sonreír, pero tal vez se le escapase una lagrimita y tal vez por ello marchó a la cocina. Pedro el albo la siguió. Iván o Inés y Pedro-padre-caqui se quedaron solos en el salón, de pie junto a la lujosa mesa preparada para acoger los más deliciosos sabores. Pedro-padre parecía nervioso enfadado sorprendido. Iván o Inés estaba nervioso sorprendido temeroso. De repente Pedro-padre llenó una copa de vino tinto y la alargó hacia Iván o Inés. Ella o él lo miró, le guiñó un ojo verde, esbozó una sonrisa roja con sus labios carmesíes levemente ladeada hacia su mejilla derecha maquillada, dobló casi imperceptiblemente la cabeza hacia su izquierda y aceptó la copa levantando su muñeca por encima de su mano lánguida y caída, con los dedos muy finos, largos y rosas. Pedro-padre no pudo dejar de sucumbir al poderoso encanto que emanaba de Inés o Iván, encanto multicolor con no pequeñas dosis de celeste ingenuidad pero con algunas gotas de misterioso malva. Cayó postrado a sus pies, dominado por su nueva ama de ojos verdes, voz grave y secretos en demanda de ser revelados.

José Manuel Martínez Arias.

lunes, 3 de diciembre de 2018


SU COLOR FAVORITO.

Como todas las mañanas, la maestra Sara recibe a sus niños con una sonrisa. En cuanto ellos entran en el aula, sus problemas personales pasan a otro plano de su conciencia, para centrarse exclusivamente en su trabajo. Lleva con este grupo tres años. En ese tiempo ¡han cambiado tanto! Los bebés que comenzaron con llantos Educación Infantil están ya a punto de terminarla. Los conoce muy bien a todos. Le gusta escucharlos. Sabe que esos problemas intantiles, que tan insignificantes se ven con ojos adultos, para ellos son importantes.

Cada niño es un pequeño universo que descubre el mundo con ojos maravillados. Ver cada día la vida con aquellos ojos la hacen sentirse siempre joven, aunque los años van pasando, rápidos y veloces. Ella tiene el privilegio de llevarlos de las mano a descubrir la Historia, la Ciencia, el Arte, la Literatura...sin olvidar que lo más importante es ser respetuosos, aseados y educados.

Aquella mañana, jugaron a nombrar cosas redondas y a encontrar círculos por la clase. Después se sentaron por equipos esperando que ella repartiera la ficha . Tenían que colorear un precioso globo aerostático. Mientras repartía las bandejas de colores dio las últimas instrucciones:

    • Acordaos de repasar antes el filo y rellenad sin rayones. Podéis pintarlo con vuestro color preferido.

Mientras se pasea por las mesas. Sara comprueba lo que ya esperaba; a pesar de que ella lucha por cambiar ciertos estereotipos, la elección mayoritaria de las niñas ha sido el rosa, color del que invariablemente los chicos huyen. Bueno, todos no. Antoñito blande con un gesto de triunfo la última cera rosa que quedaba en la bandeja. Sus ojos brillan ilusionados, lo mismo que cuando la saludó al entrar y lo primero que le susurró al oído es que llevaba en la mochila la Barbie de su hermana.

No puede evitar sentir una predilección especial por este pequeño. Antoñito es rubio, de apariencia angelical, siempre está alegre. Su momento preferido del día es cuando pueden jugar en los rincones. Siempre sale corriendo para que nadie le quite el disfraz de hada. En el recreo juega con las niñas – los niños son muy brutos seño-. Su mejor amiga es Paula, que a sus 5 años es la encarnación de la femineidad en miniatura. Siempre pide sentarse a su lado y contempla embelesado su vestido, sus lazos y sus horquillas de colores. Los demás niños de la clase lo quieren mucho, ya se ha encargado ella de decirles que todos y cada uno de ellos es diferente, único y maravilloso. La pena es que, lo que es natural para unos niños, no lo es para los adultos. Los padres de Antoñito le han pedido varias tutorías. No la escuchan cuando ella resalta sus logros académicos, al padre especialmente solo hay una cuestión que le preocupa: tiene que obligar a Antoñito a jugar con niños. Por más que ella le explica que no puede , ni debe, interferir en sus juegos, el padre es implacable, si Antoñito sigue jugando solamente con niñas lo cambiará de colegio.

Por desgracia, el tiempo se encargó de demostrar que aquello no era una simple amanaza. Antoñito no volvió al colegio ,el curso siguiente lo matricularon en otro centro y, aunque otros alumnos pasaron por la vida de Sara, el chiquillo siempre ocupó un lugar especial en sus recuerdos.

Unos años después, sentada a la mesa de una terraza con su familia, Sara observa que la camarera, una preciosa chica rubia, no deja de mirarla.

    • ¡Seño Sara!

¡Ese brillo en la mirada!... Sara se concentra intentando recordar un rostro infantil que encaje con esas facciones ,pero la muchacha se adelanta y le dice:

    • Ahora todos me llaman Toñi.

Aquel feliz reencuentro termina con Toñi sentada en medio de aquella reunión familiar, charlando de mil cosas: las dificultades por las que había pasado y su añoranza por su antiguo colegio, donde había sido tan feliz.

Aquella noche, antes de dormirse, Sara recuerda con emoción sus agradecidas palabras:

    • Fueron años difíciles. Pero había algo que siempre me animaba a seguir luchando: su recuerdo y el de nuestra clase de Infantil. Pensar que había existido un lugar donde fui aceptada tal como era me dio esperanza y me empujó a luchar por ser yo misma.

Antes de abandonarse al sueño, Sara agradeció mentalmente, una vez más, su suerte por tener el trabajo más bonito del mundo.

Ana Mª Cumbrera Barroso.