lunes, 31 de diciembre de 2018

La luz que se apaga:




Siempre deseamos volver adonde fuimos felices.
Como si ese lugar encerrara todas las claves, todas las respuestas a nuestras preguntas.
Y miramos esa región infinita, que guardamos intacta en la memoria, y a la que acudimos prestos y ágiles con el gozo alegre de los niños cada vez que empiezan a jugar, como nuestra fortaleza más preciada.


Pero siempre ya pronto no podrá ser.
Dejará de existir.
En algún momento ese refugio que me cobija desaparecerá.
Y ya no podré volver allí.

De todo este horror que me acecha, ese sería mi mayor castigo.
No hay salvavidas que me aleje de la noche, del olvido.
Nadie podrá entenderlo.
Nadie comprenderá.

El frio helado que te congela por completo cuando no sabes quién eres y dónde estás.

Hasta ahora los episodios han sido momentáneos, fugaces y breves, apenas unos minutos de confusión tras los que la conciencia reaparece y coloca todo en su sitio. Sacudidas repentinas como espasmos que la luz de tu memoria vence firme.


Pero ese intervalo que se te hace interminable en el que estuviste deambulando, perdida en una noche negra de incomprensión es la secuela que te dejará el olvido.

En la oscuridad no puedes ver, pero sí puedes tocar el miedo que te agarra. Es denso y pesa.

La luz se enciende y te trae el alivio y la calma.
Pero yo sé que un día la luz se apagará para siempre, y no podré salir del laberinto oscuro y me quedaré vagando entre tinieblas.

Sin saber quién soy, ni dónde estoy.
Sin poder volver.

Por eso recordad estas palabras que ahora escribo y no lamentéis mi decisión.
Sé lo que hago.
No quiero vivir sin luz.
Maribel de la Fuente Hernández.


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