sábado, 9 de junio de 2018


Viernes Siete de la tarde.

Llegó al cine de Nervión  a las 18:00.  Había quedado con unos amigos. Como era habitual llegó un cuarto de hora antes; algo normal en ella porque no le gusta hacer esperar.

Se sienta y a los pocos minutos llegan sus amigos. Les llamaba amigos  aunque los conocía de unos dos meses.

Eso sí, en esos meses notaba que era gente que merecía la pena porque eran buenos con ella, comprensivos, tenían gustos en común .

Estuvieron hablando sobre lo dura que había sido esa semana, una porque tenía los exámenes finales de su primer año de  carrera, otro porque en su casa había problemas familiares, etc. Todo lo comentaban entre risas.

Hubo un momento en el que Paula se distanció; De pronto le vino a la mente un recuerdo de un momento crucial de su vida. Una etapa en la que no era feliz. Recordó un momento en el que sufrió mucho en su adolescencia, una época en la que unas personas la dejaron sin apenas autoestima, personas que le hicieron dudar de sí misma.

Los amigos al notar que no intervenía en la conversación la miraron y le preguntaron : Paula ¿estás bien? Ella los miró y sonriente dijo: - sí claro. Le preguntarón: -¿en qué pensabas?. Ella dijo con esa sonrisa tan preciosa:
- Nada, cosas mías.

Justo en ese momento se mostró mucho más cariñosa con ellos, más atenta.

A Cris por ejemplo, le preguntó cómo le iba en Derecho; Cris era una persona con la que compartió este secreto, era la única  que lo sabía. Para Paula, Cris en poco tiempo se había convertido en una de las personas más buenas, cariñosas e interesantes que había conocido. Con ella compartía todas sus aficiones, asistir a musicales, conciertos y hablar sobre sus autores de libros favoritos.

Después de eso entraron a ver la peli. Esa tarde la disfrutó muchísimo, intervino mucho en las conversaciones y se mostró muy atenta con ellos. ¡que tarde más maravillosa!


EL DOLOR


No hay mayor dolor que sobrevivir a los hijos. Así ha sido siempre y así será hasta el final de los tiempos.

Yo era una niña cuanto te pusieron en mis brazos y ya entonces lo sabía. Me decía a mi misma que era fortunada, que eran muchas las madres que perdían a sus hijos en la más tierna infancia. Al menos yo podía verte crecer. Pero he vivido con el temor de que este día llegara y, aún así, no estoy preparada. Desde por la mañana me arrastran de un lugar a otro y yo me dejo llevar. Sé que una multitud me rodea y puedo escuchar sus voces, pero mi alma ha abandonado mi cuerpo.

Busco consuelo en mis recuerdos. Te veo cuando eras el bebé más hermoso del mundo, cuanto te amamantaba a mis pechos. Entonces eras mío, solo mío. Era a mí a quien buscabas cuando tropezabas y caías. Me mostrabas, llorando, tus rodillas magulladas y sólo mis caricias y mis palabras te calmaban. ¡Mío! ¡sólo mío! Ni siguiera de Él.

Fuiste creciendo y eras mi orgullo. Tan dulce y bueno, tan especial. Sólo yo sabía lo especial que eras. Durante estos años atesoré cada recuerdo, cada vivencia y los guardé en mi corazón. A mí me lo contabas todo: tus inquietudes, tus miedos, tus dudas ... El día que te marchaste de casa, cuando te volviste y agitaste la mano, te despedías de mí y también de tus días tranquilos y felices, de nuestro refugio compartido.

Desde entonces, te ví pocas veces, aunque procuraba acercarme a verte siempre que te sabía cerca. A veces, pasabas unos días en casa, descansando. Esos pocos días fingíamos que todo volvía a ser como antes, pero los dos sabiamos que ya nada volvería ser igual.


Y hoy ha llegado el día que espero con pavor desde mi más temprana juventud. Al amanecer, aporrearon mi puerta, me trajeron hasta aquí casi en volandas, las piernas no me sostenían,. Oigo las voces de la multitud enloquecida y, de pronto, reconozco tus pasos. Sé que te acercas por la calle empedrada. El pánico me domina. ¡No quiero verte! ¡no puedo verte!. Puedo soportar mi dolor, pero sé que no podré soportar ver le tuyo. Por eso salgo corriendo enloquecida y me escabullo por la calle más cercana. Corro hasta que tengo que detenerme para coger aire. Estoy sola. De lejos me llegan las voces de esa multitud que vocifera tu nombre y, a pasar de la distancia, sigo oyendo tus pasos por encima de todos los sonidos. De pronto, tu ritmo se altera, siento que caes, que has caído bajo el peso del madero que tus verdugos te obligan a llevar hasta el Calvario. Entonces, te veo de nuevo, cómo cuando eras un niño y llorabas tras caerte y sólo yo te consolaba. Corro de nuevo, deshago mis pasos y te llamo: -¡YA VOY HIJO MÍO! ¡ESTOY AQUÍ! ¡NO TE DEJARÉ SOLO! ¡ESTARÉ CONTIGO HASTA LE FINAL!

(Monólogo de María)

Ana María Cumbrera Barroso.
Mayo de 2018.


¿Lujuria?

... eran cerca de las nueve. Él estaba tendido, boca arriba, esperándola. Con una sonrisa limpia, afectuosa. Ella se acercó ... con esa mirada cómplice de toda pareja perfecta ... compenetrada ... condenada a amarse por y para siempre ... con una fidelidad inquebrantable hasta el final de sus días ... ese amor fuerte, desinteresado y generoso ...

Ella lo miró, y posó sus manos sobre su cuerpo, suavemente. Él se estremeció, y, mirándola, la invitó a que siguiera. Sus manos tocaron suavemente sus hombros, su pecho, con ese convencimiento del que le está provocando bienestar sin ningún tipo de apremio, con parsimonia, simplemente el placer por el placer. Le acarició sus muslos, sus nalgas ... cómo sólo una mujer saber sacar tus mejores suspiros de frenesí de ti mismo, cómo sólo ella sabe hacerlo, despacio ... lentamente ... la realidad fluía ajena a ellos, distante ...

Cuando estaba con lo ojos cerrados, ella se acercó a él y le dió un sonoro beso en la mejilla. Un beso con todo el afecto y el amor que sólo la mujer de tu vida es capaz de regalarte ... por supuesto, ... tu madre ... a tus cinco meses de vida ... ¡quién si no!.


José María Vázquez Recio
Mayo 2018



El odio:


La vida la había tratado bien.
Moderadamente bien.
No acumulaba a sus espaldas más tristezas de las habituales y sí muchos momentos de felicidad que guardaba celosamente en su memoria.

Un discurrir sereno, una familia que la llenaba de amor, una vida que empezaba su recorrido, ilusionada por un futuro lleno de proyectos y de expectativas.

Así vivimos tantos, con la inconsciencia feliz de que somos dueños y señores. De que reinamos en un universo que siempre nos deja libre el paso. Poco acostumbrados a los imprevistos que cambian nuestro rumbo, poco acostumbrados a la sinrazón que, en ocasiones, nos persigue y que acaba por sorprendernos.

Pero en la vida hay golpes. Duros golpes, que nos hacen tambalear.

Y un día todo cambia.

Un segundo. Un instante que no elegiste. Que otros eligieron por ti.

Y ya nada volverá a ser como antes.

Ya no.

Y no puedes comprender por qué ni para qué.

Y así fue como la noche te envolvió después del miedo, del dolor, del frio. En un portal oscuro donde cinco hombres te violaron, te vejaron, te usaron y tambien te abadonaron.

No puedo imaginar aquel horror ni aquella soledad.
Una mujer herida en su alma y en su cuerpo.
Deambulando confusa y desierta.




Y aquel calvario no había hecho más que empezar, aquel horror era el principio de la angustia que quedaba por venir.
La incomprensión y el dolor.
La herida permanentemente abierta. Las dudas.
Y la culpa.
El mundo te juzga y tú te preguntas cómo se cura la culpa, esa que te ha dejado un sabor tan amargo, esa que te arrasó, la que sigue aplastándote sin descanso.

¿Cómo curar la culpa de un inocente?

Sobreviviendo.

Y después de todo ,el odio, el odio irreprimible, sagrado, ancestral, escupiendo por tu boca siglos de desesperación ante la impunidad de la vileza.
Y el odio por odiar, por haber tenido que sentir tanto rencor y tanta rabia.

Malditos los que nos obligan a odiarles hasta las entrañas.
Malditos por el odio que trajeron.
Malditos sean por siempre.

Maribel de la Fuente.

Esperanzas:


(Relato, en forma de parábola, narrado por quien no conoce lo que narra).

La habitación está en penumbra. La débil luz del atardecer penetra por la única ventana iluminando tres rostros de mujer. El primero es el de una mujer joven, sentada, con las manos anudadas entre las piernas, mirando al horizonte que se muestra tras la ventana entreabierta. Su rostro no parece decir nada, solo mira con ojos oscuros y vacíos. El segundo es el rostro de una mujer de mediana edad, está sentada a unos metros de la primera, más lejos de la ventana, por ello su rostro apenas si está iluminado; ésta mujer no mira hacia el horizonte exterior, sino hacia los ojos de la mujer joven, éste es su horizonte. Su rostro tampoco parece decir nada y sus manos también se encuentran anudadas entre sus rodillas; es como una réplica desvaída y envejecida de la anterior mujer. Al fondo de la habitación todavía puede apenas percibirse el rostro de una tercera mujer, ésta es la más anciana, la más oscurecida, la más desvaída, una sombra entre las sombras. Parece mirar indistintamente a las dos mujeres anteriores: ahora a la más joven, tal vez su nieta, que mira al horizonte a lo lejos, el que se muestra detrás de la ventana entreabierta, en el exterior; ahora a la menos joven, pero fuerte aún, que mira a la soñadora, a su hija tal vez, al horizonte interior. Esta mujer, la más anciana de las tres, parece pensar y mientras piensa, habla y dice: “¿Qué será de mí?”. La más joven de las tres ahora también piensa y repite: “¿Qué será de mí?”. La tercera, en cambio, piensa y calla para sí preguntándose: “¿Qué será de nosotras?”.

Hace muchos años, más de dos mil años, llegó a la aldea un hombre de pelo hirsuto y negro, se aproximó a una de las casas del borde del poblado, se asomó a una ventana que estaba entrecerrada y tocando con los dedos el quicio de madera, dijo en voz muy baja, pero firme: “Mujer, déjame entrar que tengo hambre y sed”. La mujer sola que habitaba la casa lo dejó pasar. Después él dijo: “Mujer déjame yacer contigo que vengo de muy lejos y estoy cansado de vagabundear por los desiertos y los valles”. Esta vez la mujer meditó, mas, finalmente, aproximándolo al lecho le permitió yacer junto a ella. Dos semanas después el hombre, de ojos claros y profundos como un lago, se marchó dando las gracias y la mujer se quedó esperando inútilmente su regreso durante semanas y meses, hasta que una noche le nació un hijo de pelo negro y ojos claros, profundos. Fueron pasando los años, y con ellos, como la alegría, el hijo se le fue alejando hasta que una noche se encontró sola, triste y vieja. Lloraba la ausencia de su hijo, lloraba por su vida perdida, lloraba por el cansancio de su malgastado cuerpo. Su casa seguía aún situada al borde de la aldea. Después de su casa, de su habitación más bien, que solo era un cuartucho oscuro y pequeño el lugar que habitaba, solo el desierto. A veces en los desiertos imágenes lejanas se muestran cerca: espejismos se llaman. Debe ser que las imágenes fuertes y vivas en un tiempo rebotan en el espejo de la arena y vuelven a rebotar en el espejo del cielo y otra vez hacia la arena y acaban reflejándose a decenas de kilómetros. Pero esta vez fue distinto. No fueron las imágenes las que se repetían indefinidamente por los campos y las villas, sino el llanto silencioso de esta mujer sola. Su llanto lastimero, que nació al borde de su casa y al borde de su vida, que fue redoblándose por la arena, por los valles y por las montañas como un eco infinito y que lleva ya veinte siglos resonando en las calles, en los talleres y en las fábricas de grandes ciudades, de viejos burdeles, de esperanzadoras casas de acogida,... No son muchas las que pueden oír estos lloros, pero son siempre mujeres y son siempre mujeres al borde de un precipicio las que perciben estos ecos de llantos lejanos.

Un relámpago iluminó esa tarde el cielo detrás de las colinas y tras él, unos segundos después, un trueno. La mujer joven preguntó: “¿Habéis oído?”. La otra mujer sentenció: “Ha sido un trueno. Aunque no llueve”, y la mujer anciana balbuceó, como dudando: “Yo he escuchado un llanto”. “Eso es”, dijo la más joven, “ha sido un lamento, un lloro”. La otra mujer dijo: “No digáis boberías: todas sabemos que los cielos no lloran”. Otra vez se iluminó la habitación con un relámpago. “Escuchad ahora”, dijo la más joven. Y las tres atendieron al trueno, que finalmente no era un trueno, que era más bien un leve gimoteo que rompía en un claro llanto que se iba desvaneciendo como si se alejara por los campos, por los valles y por las colinas. Después la habitación quedó en silencio y a oscuras. Pasados unos segundos, las tres enmudecidas vieron cómo se acercaba una sombra de hombre hacia la ventana. Ya más cerca confirmaron que era un hombre de ojos claros y pelo negro quien miraba y tamborileaba en el quicio de la ventana. La mujer joven preguntó: “¿Quién será?”, la otra mujer preguntó: “¿Qué querrá?”, y la mujer más anciana preguntó: “¿Por quién vendrá?”.


José Manuel Martínez Arias.