sábado, 22 de abril de 2023

La madrecita:

 

(Inspirado en la obra pictórica del mismo título de Gonzalo Bilbao)


Marta tenía solamente ocho años cuando su madre le dijo que nunca volvería a ir al colegio. Tendría que quedarse en casa para cuidar de sus hermanos. Ella era la mayor. Cinco chiquillos la seguían en edad, desde el bebé recién destetado, hasta la que contaba 4 años. Su madre trabajaba en la fábrica de tabaco, se marchaba al amanecer y no regresaba hasta la noche, cuando apenas le alcanzaba para acostar a sus pequeños. Siempre le decía que ella era sus pies y sus manos, que sin su ayuda no podría trabajar y ganar el pan de todos. Su padre había fallecido un año antes al caer del andamio de la obra en la que trabajaba.


De su etapa escolar le quedaron el amor a los libros y la hermosa caligrafía con la que, en aquella época, los niños aprendían a escribir. Fue duro dejar la escuela y a su dulce maestra, aquella que en sus primeros años había alabado sus ganas de aprender y la que alentó en ella el sueño de ser también maestra cuando fuera mayor. Pero tuvo que dedicarse a sus hermanos y al cuidado de la casa. Al principio, tenía que subirse en un escabel para encender el fogón y preparar la comida. Había que cocinar, zurcir, limpiar…y todo lo hacía con los pequeños pegados a sus faldas. Amaba con ternura a sus hermanos. A pesar de las múltiples labores que tenía que realizar, sacaba tiempo para cantarles, acunarles, y contarles cuentos al amor de la lumbre. Ellos, a su vez, la adoraban y la llamaban madrecita. Y entre biberones, pañales y papillas, los años fueron pasando. La niña se hizo mujer. Tocó llevarlos al colegio, ayudarlos con sus deberes, escuchar sus cuitas de adolescentes y cuidar de su madre, prematuramente envejecida por tantos años de duro trabajo.


Marta no se casó, siempre fue la joya que solo brilló para su familia. Cuando sus hermanos y hermanas se fueron marchando de casa, ella se quedó cuidando de su madre. Otros niños llegaron a su vida, eran los hijos e hijas de sus hermanos, que se los encomendaban para ir a su vez a trabajar. Volvieron los días en que la casa olía a bebé, los biberones y los cuentos. Otras manitas que se asieron a ella y otras voces que la llamaron madrecita. Volcó en estos niños todo su tiempo y su amor. También llegó el día más triste, aquel en el que tuvo que despedirse de su madre, su compañera de trabajos y fatigas, que un día no despertó y descansó para siempre.


Los niños llenaron su vida, de alguna forma había realizado su vocación de ser maestra y, a su manera, laboriosa y dedicada a los demás, fue feliz.


Por eso sonreía con sus recuerdos, podía ver de nuevo las caritas de todos los niños a los que había cuidado , sentir sus pequeñas manos acariciando su cara cuando ellas los acunaba.


Sentada junto a la ventana del asilo donde pasaba sus últimos años, los otros compañeros de asilo la contemplaban con asombro.- ¿de qué se reirá? - se preguntaban entre ellos, ¡con lo sola que está!, nadie viene a visitarla. ¡Cómo se nota que no ha tenido hijos!


Ana María Cumbrera Barroso. Abril 2023

La excursión de Jaime:

 

Eran las 9 de la mañana. Un gran grupo de niños, con dos padres por cada uno, como no podría ser de otra manera, se arremolinaban en la puerta del colegio. Dos maestros, al borde de la afonía, no daban abasto para organizar el acceso de los jóvenes e inocentes infantes en autobús que los llevaría al museo de bellas artes. Entre ellos estaba Jaime, con su abuelo terminando de preparar su mochila con el añorado bocadillo en el descanso de la visita.


Jaime miraba entre perplejo y asustado el enorme lio que tenía ante sus ojos. No comprendía tanto griterío. Era una visita más, como todos los años en primavera antes de semana santa, y no le veía ningún especial aliciente.


Su abuelo, viendo su actitud, le recordaba que siempre se podía descubrir un cuadro nuevo, y que, incluso, una nueva perspectiva de un cuadro ya conocido. Pero él no tenía demasiado interés. Su abuelo, resignado, le dió un beso en la mejilla, esperando que a sus 8 años pudiera disfrutar de algo a lo que a él no tuvo oportunidad.


Una vez todos dentro del vehículo, y con un griterio ensordecedor, el autobús cogió la ruta más cercana hacia el museo. Éste estaba en una zona céntrica de la ciudad, y no podrían estar demasiado tiempo parado. Cosas de la circulación.


Al llegar a su destino, otra profesora estaba a la espera, y fue agrupando a los alumnos junto a un viejo árbol, frente a la pinacoteca. Era uno de tantos árboles que había en la ciudad y que, salvo en raras excepciones como ésta, todavía no se le había ocurrido a algún iluminado retirarlo para un fin escasamente público.


Jaime observó que nada había cambiado. Delante del museo se agolpaban multitud de turistas, con los guías haciendo de maestros de ceremonias con unas banderitas de colores llamativos. Delante del edificio, varios estudiantes se afanaban en pintar la orginal fachada, llena de motivos escultóricos.


Una vez dentro, observó que su amigo David le hacía señas. Se acercó a él, a ver que alternativa le ofrecía.


¿Jugamos al esconder?. Estoy cansado de ver lo mismo, y me gustaría pasarlo muy bien. Yo cuento y tú te escondes primero ... ¿vale?.


Le respondió con un sonrisa pícara. Por supuesto que le pareció una idea genial.


Le hizo una seña, a lo que David se volvió y, tapándose los ojos, comenzó a contar hasta diez ...


Uno ... dos ... tres ...


Jaime miraba a derecha e izquierda, y no sabía dónde meterse. Se fijó en un pequeño almacén, dónde un trabajador desembalaba unos cuadros viejos. Sin pensarlo, y aprovechando que éste miraba hacía otro lado, se introdujo dentro y se escondió entre unas cajas que tenían casi su altura. Aguardó allí, y cuando su amigo David terminó de contar, se le escapó una risita. Pero ésta no duró mucho tiempo, ya que al levantarse para ir en su busca, se dió cuenta que se había quedado encerrado. El sonido de un pestillo desde el exterior le hizo darse cuenta del error en que había incurrido.


Se acercó a la puerta, y no pudo abrirla. El pestillo era exterior. Golpeó varias veces en vano gritando que alguíen le sacara de allí, pero nadie le oyó. Unas lágrimas cayeron por sus mejillas, y comenzando a sentir frío y desamparo a partes iguales.


Se volvió, y empezó a examinar más detenidamente el salón dónde estaba encerrado. Arriba, a la derecha, un pequeño tragaluz de varios colores era la única entrada luminosa que disponía, y un silencio sepulcral invadía cada rincón de su confinamiento.


Miró su reloj, ya apenas había pasado media hora desde que entró al museo. Esperaba que su seño le echara de menos - quién lo podría decir si era un trasto según ellla -, cuando alguién le siseó ...


Miró a derecha e izquierda, sin ver a nadie. Nuevamente recibió otro siseo, y pudo reparar en un cuadro con un jinete a lomos de un gran caballo. Se restregó los ojos, no podía ser. El jinete, desde el cuadro, le sonreía. El pánico aumentó cuando el mismo, bajándose del caballo, se salió del cuadro y se le acercó.


¿Que haces aquí? Le preguntó.


Jaime no daba crédito a lo que le estaba pasando. El caballero, con un gesto cariñoso, lo cogió por los hombros y lo reconfortó.


No te preocupes. Mientras vienen por tí, te voy a enseñar una algo que seguro que te gustará. Verás como si.


Y cogiéndolo en brazos, se metieron ambos en el cuadro y, a lomos del caballo, comenzaron a galopar por unos campos cubiertos de flores.


Mira, le dijo, ¿ves aquella polvareda?. Es una batalla entre moros y cristianos. Se peleaban no porque se conocieran o tuvieran problemas entre ellos, sino por defender su religión. ¿que te parece?.


Jaime no podía ni abrir la boca. Se agarró con más fuerza que nunca a las crines del caballo, que no debaja de correr.


¿Ves aquella montaña?. Allí hay un viejo poblado, junto a un rio. ¿Sabes que la mayoría de las civilizaciones han crecido junto a un rio o un mar?. El agua es vital para todos Jaime.


Jaime, que no solía escuchar muchos las explicaciones de los adultos, lo miraba con atención. Le gustaba todo lo que le estaba diciendo.


¿Quieres bajarte del caballo? Le dijo el caballero, a lo que Jaime, ayudado por éste, se descalbagó.


Mira este árbol. Tiene muchos años, y sigue dando frutos como el primer día. ¿Te apetece probarlas?.


Jaime, subido a horcajadas, cogió algunas, y compartiéndolas con él, se daba cuenta que tenía un nuevo amigo del que no se cansaría de aprender.


Subieron nuevamente al caballo, y a gran velocidad iniciaron el camino de vuelta. Jaime, con ojos como platos, no dejaba de disfrutar de todo lo que se le ofrecía a su curiosa mirada. Pueblos, ciudades, campos abiertos ....


El sonido de la cerradura abriéndose le sacó de su ensimismamiento. La enorme puerta dió paso a dos maestras qué, cogiéndole por las manos, le recriminaban que, por su culpa, se pasaron toda la visita buscándolo, que cómo se le había ocurrido escaparse y jugar al esconder con David, que también se íba a enterar, y tanto que sí ...


Seño, le dijo Jaime a su maestra, creo que es la visita que más me ha gustado desde que vengo con usted. El año que viene quiero repetir, le dijo, ante la cara de perplejidad de su maestra.


Mientras, detrás, en el viejo almacén, alguíen sonreía viendo la escena y, dándose la vuelta al lomos de su caballo, prosiguió su aventura.

José María Vázquez Recio

Abril 2026