martes, 15 de febrero de 2022

Perfectos desconocidos:

Patricia se refugió en el cálido abrigo de la cafetería. La temperatura era mucho más benigna que en el exterior. Siempre había sido uno de sus locales preferidos, un buen lugar para iniciar una nueva relación.


Con los nervios metidos en el estómago, se sentó de manera que podía divisar a las personas que entraban. Llegaba temprano a propósito, después de todo estaba citada con un desconocido. Su situación estratégica le permitía una huida honrosa en caso de que él no le causase buena impresión. Sus amigas llevaban años utilizando las aplicaciones de citas, pero para ella era la primera vez, y todavía resonaban en sus oídos las palabras de su madre al salir de casa:


    • Patri hija, ¡con lo que tú vales! ¿qué necesidad tienes de quedar con alguien de quien no sabes absolutamente nada? ¿y si fuera un pervertido, alguien peligroso? Ten paciencia, que lo que tenga que ser para tí llegará.

    • Mira mamá, si algo aprendí de mi relación con Javier es que nunca se termina de conocer a una persona.


Lo cierto es que a ella se le había acabado la paciencia. Tenía 34 años y, aunque todo el mundo decía que parecía una chiquilla, su reloj biológico no decía lo mismo. Estaba harta de ser la protagonista de una historia con un triste final, al menos para ella. A estas alturas de la vida hace mucho que había planeado estar casada y con hijos. Durante diez años fueron planes compartidos con Javier, el que había sido hasta la fecha su único novio formal. Se conocieron muy jóvenes. Ambos eran muy tradicionales y la boda siempre estuvo implícita. Tenían piso, regalo de los padres de ella, y solo tenían que esperar a situarse. Ella aprobó la carrera y empezó a trabajar. Esperó pacientemente a que él completase los estudios y aprobara las oposiciones. Pero, inexplicablemente para ella, cuando parecía que ya no había obstáculos para hacer los tan deseados planes de boda, él empezó a distanciarse, a mostrarse cada vez más frío, a poner excusar para no salir...Un día le dijo que necesitaba tiempo para aclararse. Dos meses después coincidieron en una reunión de amigos y él iba acompañado, muy bien acompañado, por otro chico muy joven y guapo. Se sintió engañada, traicionada, compadecida por todos. ¿Cómo había podido estar tan ciega? Sintió que había perdido los últimos diez años de su vida. Por eso le había dicho a su madre que ni siquiera un largo noviazgo bastaba para conocer realmente a alguien.


Le costó recuperarse. Pasó por una etapa en la que solo pensó en divertirse. Cuando empezó a plantearse de nuevo una relación seria, se dio cuenta de que los varones de su generación huían ante la mención de su piso ya amueblado y de todo lo que sonase a compromiso; al menos, antes de los cuarenta. La famosa igualdad entre sexos aquí flojeaba, para ellas el famoso reloj corría más rápido.


Por fin se decidió a recurrir a la aplicación que, según la publicidad, iba encaminada a las relaciones formales y, después de un tiempo chateando con un chico, habían quedado en conocerse hoy.


Tan enfrascada estaba en sus pensamiento que le cogió de sorpresa el jovial saludo de un joven que se autopresentó como Miguel, un amigo de la infancia. Le dio mucha alegría verlo. Le invitó a sentarse y charlaron largo y tendido durante media hora. Llevaban años sin saber el uno del otro. Patricia descubrió encantada que, cuando se conecta con una persona, da igual los años que pasen, la conexión sigue estando ahí. Y él parecía tan feliz con el reencuentro como ella. Estaba tan a gusto con él, que le propuso cambiar de lugar, no le apetecía nada que su cita se presentara. Cogidos del brazo y riéndose, Patricia abandonó la cafetería junto a su amigo. Agradables mariposas en el estómago habían sustituido a sus nervios de hace un raro. Así, sin buscarla, una nueva ilusión comenzó a germinar en su corazón.


Acodado en la barra, un joven los observaba mientras salían. Había llegado justo en el momento en el que aquel chico se había sentado en la mesa con ella. No le pareció oportuno acercarse. Metió la mano en su bolsillo y acarició con cuidado la afilada navaja que guardaba. No importaba, dos horas después estaba citado con otra chica. Esperaba tener más suerte.

 

Ana María Cumbrera Barroso.




 

Los comensales:

 

      Me lo advirtieron muchas veces, pero nadie, cómo dice el refranero popular, escarmienta por cabeza ajena. Otra vez tirado en medio de la nada, en una carretera comarcal, y sin pasar nadie que me pudiera ayudar. Y para colmo, el móvil sin cobertura ...

 

      Hacía ya mucho frío, y el anochecer amenazaba con hacerse presente en su plenitud, y sin saber para dónde dirigirme. La temperatura era mucho más benigna que en el exterior. Cerré el coche, y me dispuse a cruzar el bosque, a ver lo que me depararía el destino.

 

      A la media hora de estar caminando, pude ver, a lo lejos, una luz tenúe. Apresuré el paso, no fuera a ser que fuera un vehículo y que se marchara. Conforme me acercaba, me día cuenta de que era una luz fija, por lo que mis temores se desvanecieron. Una pequeña cabaña, con una chimenea humeante que me hacía pensar que algo caliente podría tomar para resarcirme algo del frío, se me apareció frente a mi.

 

      Por una de las ventanas observé una animada reunión, con varios hombres riendo y comiendo. Sonreí, porque parecía que mi suerte cambiaba.

 

      Llamé a la puerta con los nudillos, y nadie acudía. A la segunda vez, alguíen abrió una mirilla, y me preguntó que quería. Le dije que estaba perdido, con mi coche averiado en la carretera, y que sólo quería llamar por teléfono y resguardarme un poco. Asintió con un gesto, y me permitió la entrada.

 

      Era una pequeña habitación, con una chimenea al fondo, una cocina y un camastro que acababa de ser usado. Otra mujer aguardaba mirándome con indiferencia meciéndose una y otra vez en una ruidosa mecedora.

 

      Les día las gracias, y pregunté por un teléfono, a lo que me contestó que no tenían, pero que por la mañana esperaban a un repartidor, y posiblemente podría irme con él. Me ofreció pasar la noche en un pequeño desván en la parte superior de la casa y algo de comer.

 

      Les día las gracías. Quitándome el grueso abrigo que llevaba, y acercándome a la chimenea para recuperarme algo del frío, observé a la mujer de la mecedora. Me miraba fijamente, y, sin dirigirme la palabra, sonreía con un gesto extraño. La primera de mis anfitrionas me ofreció un té caliente con galletas, y me dijo que me sentara. Era bastante más amable que la otra, que ni me hablaba ni me quitaba la vista de encima para nada.

 

      ¿De dónde es vd?, me preguntó. Le contesté que de la ciudad, y que queriendo acortar el camino, me terminé perdiendo.

 

      - Mala época para perderse. Este bosque, en invierno y de noche, no depara nada bueno. Los lobos acechan y no sería el primer incauto que perdiera la vida por estas tierras... -, me contestó.

 

      Mientras que la escuchaba, y con la mujer de la mecedora mirándome con una sonrisa bastante rara, me extrañó no escuchar a los comensales de la otra habitación. La señora amable me comentó que algunas veces se reunían allí, para jugar a las cartas, pero que, afortunadamente, la tenían insonorizada. Nunca les gustó ni a ella ni a su hermana excesivamente el jaleo ...

 

      ¡Ah, son hermanas!, le pregunté, ya que la otra no abría la boca para nada, eso sí, con una sonrisa terriblemente inquietante.

 

      Si, somos hermanas, y llevamos aquí varios años viviendo muy tranquilas. No nos gusta mucho la gente, ni nosotros a ellos. Estamos en paz.

 

      Veía ya que la noche era cerrada y, aceptando su amable ofrecimiento, me dispuse a lenvantarme para ir a descansar. Extrañamente, sentía cómo si mis piernas no me respondieran, y caí de bruces al suelo. Plenamente consciente pude ver que las dos hermanas se apresuranon a ayudarme, y me subieron a una silla de ruedas, dónde, para mi sorpresa, me sujetaron con unos correajes para que no me cayera. Intenté protestar, pero las palabras no pudieron salir de mi boca, y apenas podía mover los labios ...

 

      ¡Por fín nos ha caido otro Clarence! Ya había perdido la esperanza de renovar nuestra mesa. ¡Por fin!, dijo alborozada. Mientras una lo llevaba en la silla de ruedas, la otra abrió la puerta dónde se divertían varios hombres jugando a las cartas, o eso parecía.

 

      Le presento al Sr. Escobar. Llegó hace unos 30 años, casi como usted, ¿guapo verdad?. Está cómo el primer día.

 

      Y este otro es el sr. Hurtado. Éste lleva menos tiempo disfrutando de nuestra hospitalidad, no más allá de 15 años, pero se mantiene perfecto, cómo si no pasaran los años por él ...

 

      Mi sorpresa se tornó en horror. Esos hombres, por una extraña razón, estabán inmóviles, cómo estatuas, con una sonrisa estúpida en los labios, mirándose entre si. No entendía nada, y no sabía que querían de mí.

 

Por ahora no se preocupe -, me dijo la que me abrió la puerta. Le vamos a dejar aquí  para que se vayan conociendo. Van a tener todo el tiempo del mundo para ello, ¿verdad Elizabeth?.

 

      Elizabeth practicamente no la escuchaba, al estar ocupada en preparar unos cuchillos de cocina de gran tamaño, sonriéndome con una mirada, ahora sí, muy dulce.

 

                  José María Vázquz Recio, Febrero 2022