jueves, 23 de abril de 2020

El astro rey:


Javier llevaba toda su vida enamorado de Cristina. Y lo “de toda la vida” no era metafórico, sino literal. Eran del mismo barrio y coincidían en clase desde pequeños. Ya con cinco años, aquella niña brillaba con luz propia, era el astro rey de su pequeño mundo.
Cuando la miraba y veía como la querían, tanto los adultos como los otros niños, se acordaba del cuento de La Bella Durmiente, también unas hadas pequeñitas debieron tocarla al nacer con sus varitas mágicas para otorgarle toda clase de dones. A su corta edad ya se planteaba Javier la injusticia del don de la belleza, recibida gratuitamente por unos y negada a otros, pero el afortunado poseedor de la misma atraía, sin ningún esfuerzo, las simpatías ajenas.

Él era un niño invisible, que no destacaba en nada. Ella la mejor estudiante de la clase y la más popular, siempre rodeada de amigas y, al llegar la adolescencia, de chicos, con los que salía alternativamente. Sus vidas transcurrían igual que dos líneas paralelas. Él la veía brillar de lejos.

El bachillerato inclinó un poco la balanza a favor de Javier. Se matriculó en Informática, asignatura entonces nueva y desconocida, y por primera vez empezó a destacar en algo. Dejó de ser el chico invisible para pasar a ser el rarito cerebrito. Por su parte, Cristina se graduó con el mejor expediente de la clase.

Durante los años de Universidad se vieron ocasionalmente por el barrio. Él siguió con la Informática y para su sorpresa, encontró trabajo nada más terminar los estudios.

Y allí, en la planta baja de una gran empresa, el destino volvió a unir sus caminos. Más de cien auxiliares trabajaban en diminutos cubículos, separados por mamparas de medio cuerpo, como había visto en las películas americanas. Cristina se incorporó a la plantilla unos meses después. Estaba más guapa que nunca.

Su éxito con los estudios, lo bien que le iba en el trabajo y la amable sonrisa de ella cuando se cruzaban, le dieron a Javier el valor necesario para encaminarse un día a su mesa en las vísperas de navidad. Y después de una charla intrascendente se lanzó de cabeza.

    • Cristina ¿qué te parece si vamos juntos a la fiesta de la empresa?
Ella, con la soltura propia de quien está acostumbrada a declinar invitaciones, le contestó :

-Lo siento Javier ,es que estoy muy liada, cualquier mañana quedamos para un café ¿vale?

A la fiesta fue con el Jefe de Sección de la 2ª planta, la primera de una serie de conquistas que se sucedieron en los años siguientes. Siempre esporádicas y siempre jefes de lo que fuera. Él nunca más le propuso quedar.

Durante esos años Javier fue cambiando de puesto. En aquel edificio subir de planta también suponía subir en el escalafón laboral, y su titulación y su valía le llevaron muy alto en poco tiempo. Ahora rara vez veía a Cristina, que continuaba en la colmena de la Planta Baja.

Una mañana se cruzaron en el ascensor y ella, en un instante ,volvió a deslumbrarlo con una encantadora sonrisa.

    • Caramba Javier, desde que estás en las alturas no te acuerdas de los amigos de la infancia. ¿Qué tal si quedamos este sábado para cenar y recordar viejos tiempos?
Durante una décima de segundo Javier supo que solo había una respuesta posible, también supo que después se arrepentiría, pero a pesar de su brillo, pudo ver a la chica que ya rozaba la treintena, que había salido con todos los jefes de sección sin que ninguna relación le cuajara y que estaba aburrida de su monótono trabajo. Así que, con todo el dolor de su corazón, le dijo:

    • Lo siento mucho Cristina, pero es que ahora ando muy liado. Cualquier mañana de estas quedamos para tomar un café ¿vale?

El astro rey, que ya no brillaba tanto, salió del ascensor y de su vida, con la contrariedad reflejada en el rostro de la que no está acostumbrada a recibir calabazas.

Javier supo que había hecho lo correcto, que ni siquiera el primer amor podía pesar más que el amor propio. Era hora de arrinconarla en algún lugar de su memoria, donde habite el olvido.

Ana María Cumbrera Barroso.

Su mejor amiga:


 Gabriel acabó de meter un par de documentos en su maletín, y cerró con llave nerviosamente el cajón de su mesa de despacho. Marta, su secretaria, estaba algo distraida mirando el monitor de su ordenador. Le hizo una señal, pero al ver que no lo veía, desistió de su empeño. De todas maneras, ya quedaba poco para irse a casa.


¡Por fin eran las cuatro de la tarde!. Gabriel acababa de salir de su trabajo, se paró a tomar algo en un bar cercano cerca de su bufete, y se disponía a pasar un par de horas con Raquel.

¡Le encantaba estar con ella!. Estaba acostumbrado, más bien resignado, a que día tras día alternase con muchos clientes, compañeros, conocidos, pero que a ninguno le pudiese llamar amigo. No hay peor soledad del que está permanentemente rodeado de gente pero que ninguno te sonría y te pregunte ¿cómo te encuentras Gabriel?, y que todo sean frases formales, sin ningún contenido. Palabras de cumplido, corteses, pero vacias de la mínima complicidad necesaria para hacerte parcicipe de un sentimiento de verdadera amistad ... pero con ella no era así.

Aparcó su coche en una calle cercana. Siempre le costaba encontrar un lugar cercano, sobre todo porque después disponía de poco más de 15 minutos para llegar de nuevo al bufete, y nunca le gustaba llegar tarde ...

Subió los cuatro escalones antes de llegar al portal y, nervioso, apretó el botón correspondiente al 2ºc. A los pocos segundos, escuchó su voz. ¿eres tú Gabriel? ¡sube!.

Una vez en el portal, saludó a un vecino que lo miró con gesto hosco. Gabriel se limitó a dar las buenas tardes, y siguió su camino al ascensor. Su tiempo, el tiempo de ambos, era corto y había que aprovecharlo.

Raquel lo recibió con un beso en la mejilla, y le preguntó si le apetecía algo, Él le pidió café, y se fué a la pequeña cocina a prepararlo. Gabriel, mientras tanto, se desanudó la corbata, se quitó la chaqueta, y se sentó frente al pequeño televisor del apartamento. Apenas 5 minutos después, una taza de café humeante ocupaba su mano derecha, pero sin apenas haberlo podido probar, con la izquierda agarró a Raquel por la cintura, demostrándole lo que realmente le apetecía ...

Sin más tiempo para prolegómenos ambos se fueron a la pequeña cama existente en el apartamento. Apagaron la luz, y ambos se entregaron a su amor poco legítimo. Tenían sus vida por separado, familias, etc ... pero ese era su momento, su tiempo, y no querían perdérselo, cómo así habia sido una vez por semana, hace ya bastantes años. Nunca, y ambos se conocían desde hacía bastante tiempo, se preguntaron quién más había en sus vidas. Se sabían sus nombres, verdaderos o no, y sus números de telefono móvil, y era más que suficiente. Para que querrían saber más el uno del otro, si ni les hacía falta. Estos encuentros eran sólo para ellos. Un lugar dónde sólo quedaba un rato de complicidad y amor fugaz, sin más expectativas. Un lugar dónde al poco de marcharse, sólo quedaría un bonito recuerdo dónde habite el olvido ...

Estaba Gabriel en estos pensamientos, apurando un cigarrillo en la cama, cuando Raquel se levantó de la misma. Se puso una bata muy ligera, y con un beso cariñoso en la frente, le dijo que iba al baño a darse una ducha. Gabriel se incorporó, y comenzó a vestirse. Miró nerviosamente el reloj, y se percató de que ya eran cerca de las seis ...

Una vez listo, entreabrió la puerta del cuarto de baño. Raquel aún se estaba duchando y cuando Gabriel le dijo adios, ella le contestó con una preciosa sonrisa.

Gabriel se dirigió a la puerta, y al abrirla, se percató de que se había olvidado de algo. Entre risas, volvió al dormitorio, y miró en su interior. Una vez dentro, abrió un pequeño cajón dónde había un sobre de color morado. Lo abrió, y depositó en él 150 euros. Era el precio a pagar por un rato de felicidad.

José María Vázquez Recio.



domingo, 9 de febrero de 2020

El cuñado:


Javier dirigió, resignado, sus pasos al hospital. Aquella tarde le tocaba quedarse con su madre, ingresada desde hacía dos meses. Entre todos los hermanos se organizaban bastante bien. Seguía resultándole extraño ver a su madre postrada en aquella cama, ella era siempre la que cuidaba a los demás y la que, hasta hace poco días, llevaba su casa con total independencia, además de estar siempre disponible para echar una mano a sus hijos y nietos. Según los médicos tenía un poco de todo: el corazón, la tensión alta, algo de insuficiencia respiratoria... pero ¿qué podía esperarse, con la edad que tenía? Sus hijos, a pesar de todo, mantenían la esperanza de que saldría de esta. A Javier lo que más le preocupaba era su estado de ánimo, esa inquietud y esa depresión no eran propios de ella.

Aquella tarde, Javier solo aspiraba a una cosa, distraerse con la telenovela que todas las tardes veían su madre y su compañera de cuarto. Nunca lo confesaría en voz alta, pero estaba totalmente enganchado a los amores y desamores de Antonella y Luis Alberto. Sin embargo, su madre parecía tener la cabeza en otro cosa, pues a cada momento interrumpía su concentración con ganas de cháchara.

_- Javi hijo ¿tú te acuerdas de la María Engracia, mi prima del pueblo? La que estaba casada con el Andrés. Ella siempre decía que era un buen hombre, aunque algo soso y arisco. Pero ¡échame cuenta hombre! Que te quiero contar la historia.

Javier fingió prestarle atención, aunque la verdad es que estaba más pendiente de como Antonella confesaba a Luis Alberto que él era en realidad el padre de su hijo.

- Pues veras, mi prima era feliz a su manera. Llevaba cinco años casada y en la granja no le faltaban trabajos ni ocupaciones. Lo único que echaba en falta era tener hijos, pero todo el mundo le decía que eran muy jóvenes, que ya llegarían. Pero el día que conoció a su cuñado su mundo se puso patas arriba.

-¿Tanto peligro tenía el cuñado?- comentó Javier, por seguirle la corriente a su madre.

    • Es que resulta que su cuñado Santi vivía en Bélgica, donde había emigrado muy jovencito, por eso no vino a su boda y ella no lo había conocido hasta aquel verano, que había ido al pueblo a pasar las vacaciones. Lo cierto es que las cosquillas que sentía en el estómago cada vez que lo veía no las había sentido nunca con su marido ¡y aquella forma de mirarla! La prudencia le decía que sería mejor no quedarse a solas con él. Pero se quedaron y por más que ella se decía a si misma – por favor, María Engracia, piénsalo con cautela- ni pensó ni nada y pasó lo que tenía que pasar.

-¡Vaya tela mamá! Yo que creía que esas cosas en tus tiempos no ocurrían. Pues está muy bien la historia.

    • Pues no ha hecho más que empezar hijo, porque resulta que cuando él se marchó a Bélgica, ella intentó autoconvencerse de que las cosas seguían como antes. Ella quería a su marido y lo de su cuñado había sido una locura que no volvería a repetirse. Pero resulta que, unas semanas después, descubrió que estaba embarazada y ¿qué podía hacer ella? Pues tragárselo todo y dar la noticia y todo el mundo feliz y contento, sobre todo Andrés, al que la noticia del niño le hizo muchísima ilusión. El caso, se decía ella, que como poder, también podía ser hijo de su marido, lo único seguro es que el niño salió clavado a la familia paterna.

Llegados a este punto, Javier guardó silencio, confiando en cogerle el hilo a la novela, pero su madre no se daba por vencida.

    • Pues ahí no termina la historia. Su cuñado volvió el verano siguiente y el otro y el otro. Y siempre pasaba lo mismo, ella se juraba a sí misma que no recaerían, pero recaían ¡vaya si recaían !y en septiembre ella volvía a descubrir que estaba embarazada.
    • ¿ Y nunca dejó a su marido?
    • ¡Qué va! Ella era sincera cuando decía que seguía queriendo a Andrés, que además, desde que se veía rodeado de niños, era otro hombre y nunca fue capaz de abandonarlo, por más que Santi se lo suplicaba cada verano. Al final del cuarto verano no volvió más y acabó casándose con su novia belga.
    • ¡Para que luego digan de las telenovelas!


Dos semanas después, Javier y sus hermanos se citaron en el caserón familiar para recoger entre todo los recuerdos de toda una vida. Su madre, después de una ilusoria mejoría, se apagó poco a poco y se fue rodeada del cariño de su familia. Él no se había vuelto a acordar de la historia de María Engracia hasta que su hermana Tere les enseñó a todos una fotografía.

    • ¿Quién será este hombre que esta en la foto con mamá? ¿Os habéis fijado en lo guapa que está? No había visto esta foto en mi vida, estaba en la mesilla de noche, junto a su cama.
    • Es el tío Juan -dijo Ernesto, su hermano mayor- lo recuerdo de cuando venía al pueblo de vacaciones. Vivía en Bélgica, vosotros erais muy pequeños.
Y fue entonces cuando Javier recordó con todo detalle aquella historia que había escuchado de mala gana. No pudo menos que admirar la forma tan sutil de su madre de descargar la conciencia. Emitió un profundo suspiro, llamó a sus cuatro hermanos y tras sentarlos les dijo:

    • Chicos, tenemos que hablar.
Ana Cumbrera Barroso

El sueño de Silvia:


Era un domingo de final de enero, cerca del mediodia. El Hospital Provincial recibía muchas visitas ese día, y los pasillos del mismo era un ir y venir de familiares y amigos queriendo visitar a sus parientes enfermos.

La familia de Silvia esperaba pacientemente a que saliera el médico de la habitación. Sus tres hijos, acompañados de las esposas, se miraban entre si, preocupados porque todo presagiaba el final de la vida de su madre. El más pequeño se rebelaba más si cabe ante esta situación. No la consideraba justa, tan llena de vida hace apenas unas semanas ...

Por fin, el doctor salió de la habitación con gesto grave, y miró fijamente al primero de los hijos que lo abordó ... "su situación es muy grave. Les recomiendo que estén localizables porque no creo que soporte una noche más ...".

Pasaron al interior de la habitación, y todos sacaron fuerzas de flaqueza para ofrecerle a su madre un pequeño halo de esperanza. A Silvia, sin embargo, mujer avezada en la vida, y que se tuvo que hacer cargo de sus hijos una vez terminada la guerra, no le hacía falta casi nada para saber que sus dias de lucha y entrega se acababan ...

Silvia se dirigió a su hijo mayor, y con su voz cansada le preguntó quién fue quién la acompañó esta última noche. Él le contestó que había estado él, y que su cuñada María estuvo la noche anterior.

¡No!, insistió Silvia. Recuerdo a una mujer alta, muy delgada, vestida como si fuera una novia, con un vestido blanco precioso.

¡Mamá, no te habrás confundido con alguna enfermera! ¡Para nada!, contestó ella. La enfermera hubiera encendido la luz, sin importarle nada que hora fuera. Pero esta mujer estuvo conmigo, a mi lado, hablándome sobre vosotros, sobre mis nietos, y haciendome recordar días felices de mi infancia y mi juventud con vuestro padre ...

Los hijos se miraron entre ellos. Posiblemente, fruto de la medicación administrada para aliviarle los dolores, tuvo alguna alucinación o sueño demasiado real.

¡No me mireis asi, como se estuviera loca! Recuerdo muy bien cómo me dió varios besos en la mejilla, y su voz era dulce, muy dulce.

Su hijo mayor se le acercó, y besándole suavemente en la frente, le dijo que si, que tenía razón, pero que él no salió nada más que a tomar café apenas15 minutos, y que no recordaba a nadie más junto a su madre.

El reloj de la fachada principal del hospital marcaba las 9 de la noche, y comenzaron a advertir por la megafonia que las visitas tenían que marcharse. Una de las nueras se quedaba aquella noche y, siguiendo el ritual acostumbrado, acompañó a Silvia al cuarto de baño, la acomodó con cariño en su cama, le quitó sus gafas, y se despidió de ella deseándole buenas noches, antes de apagar la débil luz que alumbraba el cabecero. Al poco rato, ambas dormían placidamente, y sólo se escuchaban algunos enfermos, en escapadas furtivas para charlar un rato, apurando con culpabilidad un cigarrillo antes de que la enfermera de planta los descubriera ...


La noche transcurría lentamente, y apenas se escuchaba el ruido de algún coche saliendo del aparcamiento. Silvia languidecía, debílmente, moviéndose de forma agitada a un lado y a otro. En aquel instante, alguién con un ramo de flores abrió la puerta, lentamente, dejando tras de si un pequeño hilo de luz procedente del pasillo del hospital.

Silvia enarcó las cejas, y, sonriendo, se alegró de ver nuevamente el rostro de aquella mujer. Movió timidamente su mano derecha, diciéndole que se acercara. Ella, llevándose el índice de su mano derecha a sus labios, en ademán de que no hablara, puso las flores sobre la pequeña mesilla y, mientras con una mano apretaba dulcemente la de Silvia, con la otra cerró sus ojos bañados en lágrimas, ya carentes de vida.

José María Vázquez Recio