sábado, 7 de julio de 2018


CARTAS AMARILLAS.

El día amaneció nublado y tristón, como si quisiera casar con el ánimo de las dos mujeres. Se reunieron en el portal, se besaron cariñosamente y se dispusieron a cumplir el penoso deber tanto tiempo aplazado.

Luisa y Marta cruzaron el umbral de la casa. El hogar de Luisa hasta que se casó y donde tantas horas había pasado Marta al cuidado de su querida abuela Lucía.

-¿Cómo es posible-se preguntó a sí misma Marta- que, un año después, la casa aún conserve su olor?

Ambas dedicaron toda la mañana a la ingrata tarea de clasificar todas las pertenencias de Lucía. Había que separar lo que conservarían y, a cada momento, sobreponerse a los recuerdos que aquellos objetos evocaban.

Enfrascada en la tarea, Marta sentía que la máquina de coser de su abuela la miraba desde el rincón. Acudieron a su memoria tantas tardes pasadas en aquel salón al arrullo del sonido de aquel artilugio que la abuela manejaba con destreza. Ella haciendo los deberes y Lucía cosiendo sus vestiditos de niña, sus trajes de flamenca, su vestido de comunión, el de su graduación...Allí se preparó las oposiciones, mientras la abuela seguía cosiendo, infundiéndole ánimos con la mirada.

¡Su abuela Lucía! ¡cómo seguía echándola de menos! Había sido una mujer dulce y buena, generosa y desprendida, la alegría de toda su familia y siempre dispuesta a ayudar a sus hijos y a sus nietos. Una vida sencilla, sin grandes emociones y que, solo para ellos, su familia, había sido importante.

Al atardecer, Marta se dispuso a embalar la máquina de coser. No olvidaba las palabras de Lucía – Marta, que no se te olvide que la máquina de coser será para tí cuando yo falte-. Nunca entendió su insistencia- ella no sabía coser- pero pensaba respetar su voluntad y la máquina de coser encontraría un lugar en su casa, aunque fuese como objeto decorativo. Al quitar la funda para limpiarle el polvo, cayeron al suelo un puñado de cartas amarilleadas por el tiempo. Marta no le comentó a su madre nada sobre su hallazago y se las llevó a su casa.

Aquella noche se la pasó en blanco, rodeada de aquellas cartas amarillas que le descubrieron una parte de la historia de la abuela que todos ignoraban. El remitente de las misivas se llamaba Ricardo. Su abuela y él habían sido novios. Se conocían desde niños e iban a casarse cuando la guerra truncó sus planes y sus vidas. Ricardo huyó, para no tener que alistarse a la fuerza . Durante años, Lucía no tuvo noticias suyas y, finalmente, lo dió por muerto. Llevaba dos años casada cuando recibió la primera carta de Ricardo. Vivía en América y buscaba la forma de reencontrarse con ella. No volvieron a verse, pero durante todos aquellos años habían mantenido una correspondencia en la que se iban contando sus vidas. A través de aquellas cartas, Marta descubrió a una mujer desconocida, una mujer que había amado con pasión, que escondía secretos y que no había olvidado a su primer amor. Cuando leyó la última carta, descubrió, alarmada, que Ricardo no sabía nada del fallecimiento de su abuela y que se preguntaba el por qué de su silencio. Decidida, se encaminó al ordenador y escribió a aquel desconocido que, durante toda su vida, había seguido queriendo a su abuela.

Unos meses después, un anciano de pelo blanco y una joven rubia se dan la mano junto al andén de un tren. Él ve en la chica el reflejo de la mujer a la que tanto amó. Ella lo sabe. Se funden en un abrazo que llega con cincuenta años de retraso.

Ana María Cumbrera Barroso.


RECUERDOS DE UNA INFANCIA

Salia del colegio. Eran las tan deseadas cinco de la tarde, pero con un final felíz y distinto que el del llanto por Ignacio Sánchez Mejías, que García Lorca, Don Federico, creó cómo homenaje a su amigo, torero y bético ... la campana sonó radiante y alegre, o al menos así me lo pareció ...

Atravesando la calle, allí estaba mi patio. Tenía tres portales, y el mío era el de la derecha. Subiendo los escalones de 3 en 3, en un santiamén estarçia en mi casa viendo a mi madre. Abrí la puerta con esa llave que pendía siempre de mi cuello con una más que incomoda cadena - así no se te perderá, sentenciaba mi madre -, e, inmediatamente, escuché esa tonadilla familiar ... "... con ustedes, el consultorio de elena francis" ... tardes de radio, tardes de merienda de pan con aceite y de jugar a la pelota con tus amigos ... tardes de padre durmiendo la siesta y de madre regañándote por algo que quizás habías o no habías hecho - bendita presunción de inocencia de las narices -.

Sentado en el sofá, y viendo lo que buenamente ponían en el televisor, estaba mi abuelo. Mirada gacha, hasta que se le encendia viendo llegar a su nieto. Tras el obligado beso, y correspondiente achuchón, volvía la vista de nuevo a la pantalla que ofrecía algún programa de entretenimiento, hasta que llegara la hora del parte ...

Al otro lado, estaba mi madre, cosiendo. La máquina de coser, su abuelo la miraba desde un rincón sentado en un sillón, para no romper la armonia familiar. Por suerte para nosotros, los mayores envejecían cómo los buenos vinos junto a los suyos, en un ejercicio de justicia que ya, en nuestra época, se ha dejado de practicar en una mezcla de desmemoria y desamor.

Tras venir de jugar, - cuando anochezca, y se enciendan las luces de la calle, te subes ¡vale!-, comenzaba la ardua tarea de los deberes. Miraba a mi madre, que seguía en su labor diaria e ingrata de su costura, y a mi abuelo con la mirada pérdida, posiblemente recordando tiempos más felices y dichosos, cuando aún se sentía útil para su familia y él mismo ... Mi padre nos acompañaba, atento a lo que le deparaba ese invento que presidía nuestro salón con imágenes en blanco y negro. Miraba a mi padre, y ante la ia ausencia de mi hermana, posiblemente aún por llegar del instituto, hice ademán de dirigirme a él con esa mezcla de respeto y temor que me inspiraba, con intención de hacerle alguna pregunta sobre mis deberes diarios ... "hijo, si yo supiera todo lo que me preguntas, ¿crees que estaría trabajando en astilleros ...?". Al momento, aunque sentí cierto desazón al fracasar mi tentativa, tenía que reconocer que no había escuchado un argumento más sólido y lapidario en mi vida ...

Una tarde de febrero, diez años después, en el mismo salón, vacía de muebles por nuestra mudanza, pero aún llena de recuerdos imborrables, la máquina de coser estaba aún ahí, cómo testigo y testimonio silenciosos de los mejores años de nuestra vida ...


José María Vázquez Recio

viernes, 6 de julio de 2018

Tienda de antigüedades:


El escaparate era tan pequeño, tan mal iluminado, tan poco atractivo que bien podría decirse que la tienda carecía de él, y, en consecuencia, que la tienda no era tal. La puerta era igualmente pequeña, como una puerta cualquiera de un apartamento actual y, además, estaba embutida entre los muros de un anchísimo umbral al que se llegaba después de bajar cinco escalones. Más que tienda de antigüedades, parecía sótano. Pero una vez dentro, la tienda cobraba vida: una infinidad de objetos viejos parecían mirarte y decirte: “¿Qué haces ahí parado? ¿No ves que aún estamos activos? Venga. Utilízanos con respeto”. Entre las diferentes zonas umbrías podías encontrar lámparas de aceite, quinqués, cuadros, alguna escultura, imágenes de madera con motivos religiosos o mitológicos, muebles de más de cien años, objetos metálicos como astrolabios o telescopios simples, lupas, gafas, máquinas de escribir, un piano junto a un violoncelo, taburetes tallados con filigranas de diferentes maderas, tableros de ajedrez y piezas de marfil o de cristal, copas, cubiertos de plata, ajuares de cerámica pirograbada,... pero en el fondo de la última sala estaba la joya que llamaba toda mi atención: una máquina de coser que había pertenecido a mi bisabuelo materno y que después de peripecias varias había ido a parar a aquella tienda de antigüedades de Madrid. Era una máquina que había sido fabricada en Londres por el mismo Thomas Saint a finales del siglo XVIII. Estaba construída en madera de haya, amarilla, con cajones en la base para guardar los hilos y las agujas, uno de ellos -el de la izquierda- con una pequeña muesca en la parte trasera, pero con el corazón y la rueda de acero, y la manivela de baquelita negra. Parecía abandonada en el rincón de la sala, tal vez porque ella había conocido algunas historias que harían que cualquiera envejeciera cien años en minutos de haberlas podido conocer. Yo había sido testigo indirecto de algunas de ellas. Era una máquina maldita como el lector podrá comprender si continúa leyendo esta inesperada historia.
Mi bisabuelo había adquirido la máquina en uno de sus viajes a tierras británicas a mediados del siglo XIX. El vendedor se lo había advertido varias veces: “No le vendo la máquina, se la regalo, porque quiero deshacerme de ella. Esta máquina me ha traído mala suerte y de seguro que se la traerá a quien pase a ser su dueño”. Mi bisabuelo, que era un hombre de ciencias y que no creía ni en la mala ni en la buena suerte, decidió quedarse con la máquina, dado que seguro que le encantaría a su joven esposa. Incluso le dio algo de dinero al vendedor, más pendiente de deshacerse del aparato que del dinero que pudiera recibir por él. Perfectamente embalada en una caja de pino la transportó en una carreta hasta el puerto que debía traerlo de vuelta a España. Y digo que debía traerlo, porque no más partir del puerto, no más salir por la bocana, una roca imprevista, una ola más alta de lo normal o un viento repentinamente impetuoso abrieron una grieta en el casco de la nave que acabó hundiendo el barco a dos millas de la orilla. Cuando los tres pesqueros auxiliadores llegaron al lugar del naufragio ya habían perecido en las aguas del Canal de la Mancha más de dos tercios del pasaje. Mi bisabuelo logró salvar la vida gracias a que pudo subirse a uno de los escasos botes salvavidas. La caja de pino que contenía la máquina apareció en la superficie del mar apenas unos minutos después de la llegada de los salvadores y después de varias horas estaba de nuevo junto a su dueño, que comenzó a mirar a la caja y a la máquina que yacía en su interior con no pocas reticencias. Sus convicciones ilustradas eran demasiado fuertes como para que desapareciesen por un lamentable accidente. Así que decidió volver a embarcar días después junto a su máquina con destino a Santander y esta vez no ocurrieron ni accidentes ni ningún otro problema. No obstante, días después, cuando mi bisabuelo llegó a Madrid, decidió, sin dar explicaciones, ocultar la máquina en lo más profundo del sótano de su casa y jamás la sacó de allí ni se la mostró a nadie. Parece ser que nunca le habló a nadie de la máquina, y que nunca insinuó siquiera nada que pudiera hacerle pensar a nadie que la máquina estaba maldita, pero tampoco lo contrario. En el sótano de la casa de Madrid permaneció la máquina durante años, ignorada por todos, hasta que mis abuelos maternos decidieron reformar la casa.
Mi abuela era una mujer de mediana edad, felizmente casada con su marido y con cinco hijos. La más pequeña de todos sería, algunos años después, mi madre. Mi abuelo dirigía la agencia central del Banco de Inglaterra en Madrid, y como todas las familias felices de la época, su vida transcurría entre lo aburrido, lo cursi, lo tradicional y la perpetua falsa indignación que les provocaban los políticos y que animaba las conversaciones de salón de todos los burgueses castellanos del momento. Probablemente no tendría nada interesante que contar de ellos a no ser por la máquina de coser recién descubierta por mi abuela. Nada más verla en el sótano, la mandó limpiar y la colocó en la salita de estar para tenerla a su disposición cuando ella quisiera. Mandó llamar a un técnico que la regulase y que le enseñase su uso, y a una costurera que la iniciase en los primeros conocimientos sobre patrones y confecciones más o menos delicadas y difíciles. Semanas después decidió que ya era hora de comenzar a coser y por ello le pidió a la costurera que le enviase un patrón para hacerle unas faldas a su hermana Marisa, mi tía abuela. La tarde fue nefasta. Nada más salir de casa, una vez dejados en ella los patrones, la costurera fue atropellada por un carro. La rueda del dicho carro le aplastó una mano y quedó manca desde aquel día. Pero ella tuvo suerte, dado que el técnico que había enseñado el manejo de la máquina a mi abuela, apareció cadáver esa misma noche. Unos ladrones le habían asestado cinco puñaladas en el vientre que acabaron por desangrarlo en minutos, probablemente para robarle el dinero que esa misma mañana había cobrado de mi abuela. Pobre hombre, no tuvo tiempo de gastar lo que ya había trabajado. Claro que mi abuela no asoció entonces la mala suerte de ambos con la máquina de coser. Por ello inició la labor de las faldas de su hermana sin ningún temor.
Marisa debía estar contentísima aquella tarde en que iba a estrenar la falda de flores que le había hecho su hermana. Esa tarde habría baile en la Plaza Mayor y de seguro que la falda le traería suerte y animaría al mozo por el que ella suspiraba a que se le acercase y le pidiese bailar. Nada de lo cual ocurrió como ella esperaba: el mozo tenía las pretensiones que Marisa imaginaba, pero destinadas a otra moza, vecina y lo más estúpido que podía encontrarse en Madrid. Esto provocó lagrimas en los ojos de Marisa, pero las lágrimas se convirtieron en auténticos arroyos cuando comenzó a sentir una picazón en sus piernas. “Hermana, volvamos a casa que no aguanto más. Me pican las piernas y por más que me rasco no se me calman”. “Hermana, por favor, deja ya de hablar con todos y volvamos a casa”. Cuando llegaron a casa ya llevaba varias calles con las faldas levantadas, porque no aguantaba ni el más leve roce con la tela. Tenía las piernas ensangrentadas, absolutamente desolladas. De cintura para abajo en lugar de piernas tenía una par de masas amorfas cubiertas de pus y de sangre. Algo le comía las carnes y dejaba sus piernas en los huesos. Nunca más logró andar y, por supuesto, nunca nadie volvió a verle las piernas. Todos asociaron los picores a alguna reacción alérgica a la tela y asunto lamentablemente zanjado, pero a nadie se le ocurrió que el problema podría venir de otro lado.
Desde entonces mi abuela comenzó a coser como loca con la máquina. Como loca literalmente, porque loca se volvió: cosía y cosía y no hacía otra cosa que coser, pero no cosía nada, es decir, no utilizaba patrones ni medía las hechuras de nadie, simplemente cosía telas con telas, trapos con trapos, pantalones con pantalones como si confeccionara trajes para monstruos de diez piernas. “Sofía”, le decía mi abuelo, “¿pero qué haces todos los días en la salita cosiendo esas cosas tan raras”. “¿Tan raras?”, respondía ella. “No entiendes nada. Eres un burro. ¿No ves que si los uno no se separan?”. “¿Qué le ocurre a Sofía?”, se preguntaba mi abuelo. Una tarde mi abuela se llegó a coser los dedos de las manos y los labios de la boca. Mi abuelo, desesperado, la ingresó en un sanatorio, pero aunque la descosieron, nunca más volvió a abrir la boca para decir nada.
Podría contar algunas historias más que ocurrieron en mi familia hasta que todos se percataron del poder maléfico y trastornador de la máquina de coser inglesa. Mi abuelo intentó deshacerse de ella, regalarla, arrojarla al Manzanares, pero era imposible: siempre ocurría algo que hacía que la máquina volviera al sótano. No sé cómo finalmente mi padre logró legarla a un viajante de Toledo. Y ahora me la encuentro en esta tienda de antigüedades. Sé que es la misma porque tiene una muesca en la parte trasera del primer cajoncito de la izquierda, como ya refiriese. La miro fijamente y siento que ella también me está mirando. Empiezo a sentir un ligero temblor, noto que me falta el aire, que no puedo respirar. Me asfixio. Con dificultades agarro un perchero y, con fuerzas, la emprendo contra la máquina. “O la rompo a ella o ella me rompe a mí, o la rompo a ella o ella me rompe a mí”. El dueño de la tienda me sujeta por los brazos, me impide golpear la máquina, me saca de la sala y me aleja de ella. Empiezo a calmarme y observo de lejos a la máquina que parece sonreírme con espíritu burlón. “Caballero, si no le gusta la máquina, pues no la compre, pero no la rompa que ayer mismo la encontré junto a un canal de riego. Déjela que alguien la querrá”. Miro con desaprobación al tendero y pienso: “Alguien la querrá. ¿Quién será el desgraciado que se dejará seducir por ese corazón de acero?”

José Manuel Martínez.



La vida no pasa.
La vida te pasa a ti.
Hay un momento en que descubres que no eres un mero espectador, eres un protagonista.

Mi abuela siempre me hablaba como a un adulto, como si yo, una niña de apenas unos pocos años pudiera entender todas las cosas que me contaba, y lo hacía con naturalidad y con decisión.

Esa forma que tenía de tratarme, y que mantuvo a lo largo de toda su vida, hizo que yo me sintiera importante y segura. Hizo que yo fuera la persona que ahora escribe estas palabras mientras pienso en ella.

Era una mujer seria, pero yo notaba su amor por mí, lo percibía, aunque debo reconocer que su apariencia estaba lejos de la de otras abuelas dulces y extraordinariamente cariñosas que miraban a sus nietos con una paciencia infinita.

Ella era diferente.

Y aún así yo adivinaba todo su amor por mí.
Lo comprendía.
Lo deseaba.
Lo agradecía.
Me hacía completamente feliz.

Recuerdo su gesto duro e inflexible, y aún así destilaba un amor tan grande que me colmaba por completo y que reconocí desde el primer instante en que la vi.
Ella no me fallaría.

Me trataba como a un adulto, me inundaba de amor y me hablaba con respeto, con mucho respeto. Siempre. Ejemplo constante de mujer respetuosa, y ahora debo sonreír... porque ese respeto se mantenía incluso cuando yo lograba subirme a su preciada y cómoda mecedora y empezaba a balancearme, a columpiarme (ese era mi objetivo principal, creo recordar), con tal fuerza y potencia que alguna vez llegué a pensar que saldría despedida hacia el espacio sideral (que por otro lado era un hermoso espacio en el que perderse).

Incluso entonces se dirigía a mí serena y respetuosa, y mirándome con la cabeza ladeada me preguntaba: ¿pero tú que quieres, salir volando?

Yo le devolvía una mirada pícara mientras intentaba, lentamente desacelerar aquel artilugio en que convertí su refugio favorito de la casa.

Las llaves del pensamiento, miles de llaves diminutas que en ocasiones descubrimos por casualidad, hilos invisibles que abren puertas escondidas.
Son los recuerdos, parte de nuestra vida, tan reales como el presente y que una vez instalados en nosotros ya no nos abandonarán jamás.

Pero olvidamos esa certeza y buscamos la compañía que nos acerca al amor, entonces creemos que hay objetos que encarnan ese amor, y como niños caprichosos los buscamos y los atesoramos con pasión.

La mecedora no resistió el paso del tiempo, ni mis embestidas... tampoco.
Pero la máquina de coser sí.
Sólida e imponente sí se salvó y asumió dignamente el paso del tiempo,
como sin duda lo habría hecho su dueña.
Y tras un periplo deambulando de acá para allá, herencia entrañable por las manos que la hicieron trabajar durante tantas horas y tantos años, acabó en mi casa, destino efímero pero feliz.

Desde el rincón me mira y siento una felicidad similar a la que sentía en aquel columpio improvisado que me llevaba junto a las estrellas.

Maribel de la Fuente.

lunes, 2 de julio de 2018


Pasión
Hay que poner pasión en todo lo que se hace, pero qué difícil es apasionarse en algo cuando el tiempo va pasando. Antes todo era apasionante, pero ya…
Esto iba pensando cuando la vio, pelo rubio, vestido alegre, iba exhalando juventud, no pudo dejar de fijarse en ella. “Parezco un viejo verde, debo disimular, qué vergüenza si se ha dado cuenta de que la he mirado, y está buena la cosa…”
En fin, siguió adelante, de repente, un ruido ensordecedor sonaba detrás suyo, caminaba por una calle estrecha y larga y desde el principio de la calle sonaba ese estruendo. Volvió la cara y lo vio llegar, un sinuoso, bajo y estilizado coche rojo se aproximaba. El caballino rampante del capó le decía que valía seis cifras. Al volante un hombre calvo, mayor, le miraba con suficiencia. “Otro que se ha gastado la indemnización por la jubilación en su último capricho”. Pero aparte de un cierto dolor de tímpanos no le produjo más impresión.
Tras el escaparate de una librería de segunda mano le miraba la primera edición del Romancero gitano de Lorca, publicado en 1927 por Revista de Occidente, no pudo menos que pararse a contemplarlo, pensó qué bonito sería tenerlo entre sus manos, pero, por si acaso, le preguntó al señor mayor que le miraba tras un rimero de libros el precio. Cuando le dijo que tenía cuatro cifras, se le quitaron las ganas, y le compró una edición de Austral, aunque no fuera lo mismo, pero a él en el fondo le daba igual.
El tiempo del descanso había acabado, había que volver al trabajo, el suyo no estaba mal, pero después de casi treinta años haciendo lo mismo no era precisamente pasión lo que sentía. Además ya tenía la segunda inocencia que da el no creer en nada, imitando a Machado.
A la salida los amigos le invitaron a tomar una cerveza y tuvo que acceder por no parecer maleducado, en el bar algunos hombres jugaban al dominó y otros charlaban animadamente sobre fútbol, que si un equipo, que si otro; otros sobre política, que si la derecha, que si el populismo, que si el nacionalismo. Todo aquello no le producía ni la más mínima impresión. Pensaba que algunos lo que hoy pensaban rojo, sería negro mañana o blanco pasado. Tras debatir algún rato para disimular, pagó y huyó lo antes posible.
Al doblar la esquina se encontró con la última agencia de viajes que había sobrevivido en el barrio, Internet se las había llevado todas. En el escaparate un paisaje lleno de palmeras le miraba, a su lado una torre inclinada parecía que iba a caerse. “¿Adónde voy a ir que esté mejor que en mi sillón con una cervecita leyendo un libro?” Reflexionaba mientras le decía adiós a ese anuncio.
El día acababa como otro cualquiera y volvió para su casa.
Al entrar en ella se encontró una situación habitual, sus dos hijos se peleaban como todos los días, acusándose de no dejarse en paz mutuamente, su mujer ponía paz en  la refriega. Era algo habitual, al verlos se dio cuenta de lo único que le hacía apasionarse, que le conmovía, que le llegaba al corazón. Su pasión estaba entre esas cuatro paredes, lo que no le dejaba dormir o lo que le llenaba era aquello. Los éxitos y los fracasos de esas tres personas eran más importantes que los suyos y vivía y sufría en ellos, aunque no se lo demostrase.  Reconociendo que su auténtica pasión estaba allí, no les dijo nada y siguió en dirección a su sillón.
José Luis Álvarez Cubero
Mayo 2018


Querida Catalina:
         Espero que al recibo de la presente estés bien, así como todos los de la casa, yo bien, aunque hace mucho calor en esta Andalucía.
Me preguntas en tu carta anterior por qué no me gustaría ahora viajar por mar, no hay una sola razón, el mar terminó para mí cuando miré por la borda y divisé el último puerto. Tenía tantas ganas de llegar esa vez, que recordé la primera vez que vi el mar, huyendo de la sentencia por haber herido a aquel indeseable. “Miguel” gritó, cuando le hundía el acero en las costillas. Recuerdo que, en medio de la carrera que emprendí, me pregunté  por qué me llamaba Miguel,  la excusa que me dio mi madre de que había nacido el 29 de septiembre, San Miguel, nunca me la creí del todo. Amaba leer, e imaginé una historia para mi nombre, que no recuerdo, pero sí recuerdo que no me gustaba la escuela, y nunca llegué a la universidad. Todo está ya tan lejano, pero recuerdo aquel duelo con Antonio de Segura, el que había ofendido a mi hermana Andrea, como si fuera ayer. Pensar que me condenaron en rebeldía a perder la mano es muy irónico, cuántas vueltas da la vida.
Mi primer viaje por mar fue la huida a Italia, enrolado como soldado sin dar mi nombre verdadero. ¡Cómo me impresionó Roma cuando la vi, después de desertar! Con la recomendación de mi pariente el cardenal Gaspar, me presenté en el palacio de aquel otro joven cardenal. Acquaviva se llamaba y me trató bien, pero yo necesitaba aventuras. Y quise embarcarme de nuevo. Así navegué por todo el Mediterráneo gracias a Nuestro Señor y al capitán Urbina, no he conocido mejor compañía que aquella, ¡qué felices éramos mi hermano Rodrigo y yo en aquella galera Marquesa! Me rebosaba el orgullo cuando me hicieron cabo y nos dirigimos con la flota al mando de Andrea Doria al golfo de Lepanto, un lugar que no conocía nadie hasta entonces. Aquella mañana amanecí con calentura, pero no me quise quedar en la enfermería y me mandaron a defender el esquife, la embarcación auxiliar, la posición más difícil, con mi arcabuz y mis doce hombres. Dos disparos de arcabuz me dieron en el pecho, pero yo seguí en mi puesto, creo que quería morir por Dios y por mi rey. La verdad es que estaba tan entusiasmado con la batalla que solo noté un pequeño dolor en el brazo, pero, cuando el humo de la pólvora se disolvió, ya no podía mover la mano.
En cambio, la convalecencia fue tan maravillosa en Messina con aquellas mujeres y amigos, perdóname amada Catalina, todavía no te conocía.  Navarino, Corfú y Túnez me vieron después, pero ya no era lo mismo que  conseguir derrotar al Turco.  Y me entró la nostalgia, quería ver mi tierra y pedir patente de capitán.
De nuevo en otro viaje por mar, ¡Qué alegría volver con mi hermano Rodrigo a España!  Tantas ilusiones…, las cartas personales de don Juan de Austria y el Duque de Sessa me aseguraban un puesto en la administración, pues trabajar manualmente no podía con mi mano anquilosada, tú ya lo sabes. Aquella galera El Sol era tan marinera, pero la  tormenta nos separó del grupo y aparecieron las velas de Arnaut Mamí, el pirata argelino, cuando ya veíamos la costa catalana. Y allí empezó la pesadilla.
Cinco años en aquella ciudad con calor de horno, cinco años intentando escaparme, pues sabía que mi familia no tenía dinero para rescatarme, cinco años añorando escuchar español y no árabe. En ese tiempo luché por mis compañeros y si no hubiera sido traicionado por aquel dominico, que el Cielo confunda, habría conseguido escapar. Solo hubo una mujer, de la que te hablé en la carta anterior, pero ya no existe, quedó en Argel para siempre, ya solo tú estás en mi corazón.
Y finalmente allí estaba otra vez en el mar, viendo el puerto español doce años después de que me fui, manco, viejo y sin futuro, ¿qué me quedaría por ver? Tan  solo aquello que me gustó toda la vida, leer, leerlo todo e imaginar historias para escapar de las desventuras que me han tocado vivir. Por eso no me volveré a embarcar, no saldré de Esquivias, contigo, en la Mancha, donde no puede haber aventuras, sino las imaginadas por mí…
Recibe un beso de tu marido que te ama.
En la ciudad de Sevilla en el año de Nuestro Señor de 1589
Miguel de Cervantes
José Luis Álvarez Cubero
Mayo 2018

Mi vida estuvo llena de primeras veces, pero aquí en Francia en el exilio solo recuerdo las últimas veces, la última vez que vi España, la última vez que vi a mis hijos,...
La primera vez que fui  a España era tan joven. Todo era nuevo y maravilloso, hasta que vi con quién tenía que  casarme, mi tío Fernando,… tan viejo. En realidad, ser reina no era mal plan, pero dejar que me tocara ese señor mayor al que no conocía. O peor, que se acostara conmigo. ¡Qué horror! Mis padres me habían educado para ser reina y lo acepté con resignación, pero confieso que tras la primera vez me fui al excusado a vomitar de asco.
Para él no era la primera vez, ni mucho menos, no solo ya se había casado tres veces, sino que había tenido muchas amantes. El Rey nunca me hizo mucho caso, salvo cuando se acordaba de que no tenía un heredero, pero el deber nunca le llamó mucho.
 Me escogió porque era joven y sana, fui más una coneja que una esposa. De aquella odiosa relación nacieron mis dos hijas Isabel y María Luisa Fernanda. Yo las quise siempre mucho, pero entre ellas no se podían ver, los celos, que son muy malos.
En aquella corte todo eran intrigas. Mi tío Carlos María Isidro quería el trono. A mí me daba igual,  pero dejar a Isabel sin corona no me parecía correcto.  La guerra civil se estaba gestando y todos murmurando a mi alrededor. Mi marido, que era imbécil, diciendo hoy una cosa y mañana otra, que si mi hija era la heredera, que después era su hermano...
Harta de tanta soledad y tanta intriga estaba yo cuando lo vi por primera vez. Como otras veces, tuve una hemorragia nasal de viaje a mi palacio de Aranjuez y en la carroza apareció la mano del sargento que cabalgaba a mi lado ofreciéndome su pañuelo. Al verlo, tan apuesto y marcial y, sobre todo, tan joven, se me cortó… hasta la sangre. ¡Qué diferencia  con el bestia de mi marido! No se atrevía a a mirarme, pero yo lo miré cuanto quise. A partir de ahí intenté que siempre me escoltara él y cuando lo veía mi corazón daba un vuelco. Definitivamente estaba, por primera vez enamorada, una Reina enamorada de alguien que no era el Rey, creo que no era la primera, ni sería la última.

Gracias a Dios el Deseado se murió poco después, pero me dejó chica papeleta, Espartero, mi tío Carlos María Isidro y mi hija Isabel, todos peleándose por el poder,  yo nombrada regente y todas las noches pensado en mi sargento.
Entonces me lie la manta la cabeza y, por primera vez, una Reina Regente le pidió a  un hombre que se casara con ella. Su cara fue un poema, no sabía qué hacer, pero yo lo espabilé pronto. Y  en diciembre me casé con mi  sargento, Agustín Fernando, por amor. Nadie, ni siquiera mis hijas, se enteró,  un curita amigo suyo ofició la ceremonia y por primera vez pasé una noche de verdadera pasión.
¡Qué bombazo! Toda la corte poniéndome verde. ¡Qué pecado,  casarme con un plebeyo, pero, sobre todo,  casarme por mi propia voluntad, sin pedir permiso a nadie! ¡Por primera vez fui totalmente feliz!
Fdo. María Cristina de Borbón Dos Sicilias
Reina de España

José Luis Álvarez Cubero
Abril 2018

Había una vez una niña que quería estudiar.
         “Había una vez una niña que quería estudiar” ponía en aquella lápida. Nada más verla me pregunté qué significaba, su nombre no era interesante, pero esa frase era tan rara en una tumba que no pude dejar de fijarme. La señora que limpiaba la tumba me contó su historia, una historia de sacrificio como tantas otras de su época:
         Volvió de la escuela con la cara llena de felicidad, la maestra le había dicho que debería ir a la capital a examinarse de ingreso, que estaba preparada. Era raro que una niña fuera a examinarse de ingreso, pues para sus funciones como ama de casa no era necesario, pero su sueño era  ser maestra. Admiraba a su maestra como a nadie en el mundo,  era independiente, vivía sola, leía mucho, había viajado a la capital.
Sabía que sus padres no eran malos, pero su mentalidad era tan anticuada, su madre nunca había deseado otra cosa que tener hijos y su padre nunca había salido del pueblo. Al llegar esperó que todos estuvieran sentados en la mesa, y allí lo soltó, sus dos hermanas se rieron como si dijera que iba a dormir en Marte aquella noche, pero sus padres no. Ni afirmaron, ni negaron, simplemente no levantaron la mirada del plato. Ella no sabía qué hacer, ni decir, así que empezó a recoger la mesa y a lavar los platos. Cuando estuvo a solas con la madre ella le dijo: “Carmen, no puede ser, tienes que ayudar en la casa. Tus hermanas son pequeñas y no pueden y ya sabes que no podemos mandarte a la capital. No insistas que haces sufrir así a tu padre” Y ella no insistió.
         A la mañana siguiente fue a decirle a su maestra que no volvería al colegio. Ya pudo trabajar todo el día en su casa, habían tomado huéspedes, y ella lavaba las sábanas, cuidaba de la casa, sus días estaban ocupados por completo, por eso cuando supo que su hermana menor quería ser maestra, la ayudó a conseguirlo, con los huéspedes había más dinero en la casa.
Conoció a un muchacho muy bueno, que nunca le llevaba la contraria, lo que con su carácter era fundamental y  cuando se casó le dejó claro a su marido que sus hijos estudiarían. Ella decidía y así decidió venderlo todo y mudarse a la capital para que sus dos hijas pudieran ser maestras, su sueño frustrado. Una de sus hijas ahora limpiaba su tumba.
         Así que cuando te encuentres con algún alumno que no aproveche la oportunidad que tiene, le podrás contar esta historia y saber en cuánto hubiera valorado esa mujer tener la oportunidad de haber podido estudiar.
José Luis Álvarez Cubero


¡Otra tarde más aquí! ¿Por qué se me ocurrió acceder a  que se apuntara al equipo de fútbol?
Menos mal que encontramos la equipación, al final no estaba tan sucia, ni olía siquiera, si la llega a meter en la lavadora tenemos drama, la madre siempre tan limpia.
Esperemos que hoy lo saque de titular, pero  como no sea que le regale un jamón al entrenador, no lo creo,  con la competencia que hay, 25 jugadores son muchos para un equipo, pero está de moda el fútbol, qué le vamos a hacer.
¡Ea! Que empieza.
¡Hombre!, de momento parece que sale, al medio centro, bueno, podría ser peor, podría estar en el banquillo toda la tarde como el domingo pasado.
De momento se mueve menos que un avión de mármol, niño, atiende que te van a quitar en el medio tiempo, ¡qué sufrimiento! ¡No ves que te van a driblar y al contrataque nos marcan!
Ya está el padre de Juanito criticando al árbitro y casi no ha empezado  el partido, madre mía, ¡qué tarde me espera!
Desde luego esto no está pagado, con el frío que hace y yo aquí de pie viendo cómo corren todos detrás de la pelota y sin acertar ninguno, con lo bien que yo estaría  en mi sillón leyendo, con una copita. La madre en casa y yo pasando frío.
Desde luego a algún padre le deberían dar tila en vena, pues no se ha saltado casi al campo para increpar al árbitro, no me lo puedo creer. Desde luego lo de ser árbitro es una profesión de riesgo, ni los bomberos en pleno verano.
Oye, que se va para él, qué espectáculo, qué vergüenza, que lo pilla, no, parece que está entrenado, al árbitro no lo pilla ni un guepardo, madre mía que aceleración, que ya ha llegado al vestuario.
 Bueno y ahora ¿qué hacemos? Porque este ya no sale de allí.
¿Recojo al niño o lo dejo que corra detrás de los jueces de línea como hacen los demás? Porque el árbitro no les abre la puerta del vestuario y van corriendo buscando refugio.
Pobres, ¿voy o no voy?, bueno ya han salido del campo. Estos no paran hasta su casa.
El padre de Juanito ya está pegándose con otro padre del equipo contrario, pues yo no voy a separarlos, que la semana pasada casi me dan a mí. No te lo pierdas, mi hijo haciendo corro alrededor  del espectáculo.
En fin, decidido, me lo llevo antes de que le vayan a dar y lo apunto a baloncesto la semana que viene, que por lo menos es bajo techo y no se pasa frío.
José Luis Álvarez Cubero
Febrero de 2018


Cuento del  7 de diciembre de 2017
El ángel en Navidad
-          Voy a buscar el ángel, es lo que queda para terminar el belén.
-          Se rompió el año pasado, ¿no te acuerdas?
-          En la caja del belén de mi madre habrá otro.
-          Pero está en el trastero.
-          Me acerco y lo traigo en un momento.
Salió de su casa, en ella ya se notaba la felicidad del árbol con luces de colores y se acercó al frío trastero. Empezó a buscar y empezaron a salir los recuerdos de una vida, retratos olvidados, medallas oxidadas, tantos objetos que no tenían sentido sin un contexto determinado, pero él sabía el significado de cada cosa, las había guardado él mismo cuando desarmó la casa.
Su cabeza empezó  a volar a otras navidades lejanas.
¿Por qué las Navidades se repiten todos los años, pero nunca son iguales? Reflexionó.
Las ausencias se van sumando, de cinco habitantes de su antigua casa sólo él quedaba, ¡cómo todo lo sepulta el tiempo!
Salió del trastero, más bien huyó, a nadie quiso contar nada, pero cada vez que en ese año miraba el belén, a su cabeza llegaban miles de vivencias habidas alrededor de otro belén de plásticol, más modesto, pero muy  entrañable. Su padre con su gallardía y su sordera en su memoria tomaba forma. Su abuelo con su bondad infinita de la mano le volvía a coger. Su abuela seguía poniéndole pollo en salsa en su plato y su madre lo llamaba continuamente.
De pronto, miró a los dos hijos que estaban en su casa y se preguntó si ellos encontrarían alguna vez un ángel en un trastero y algún día alguien nos recordará y seguiremos viviendo en sus recuerdos.
José Luis Álvarez Cubero


Ah, ¿quién escribirá la historia de lo que pudo haber sido?
Ésa será, si alguien la escribe,
La verdadera historia de la Humanidad.
Fernando Pessoa

SPOON RIVER, EUSKADI
¿Te preguntas, viajero, por qué hemos muerto jóvenes,
y por qué hemos matado tan estúpidamente?
Nuestros padres mintieron: eso es todo.
Ion Juaristi Suma de varia intención 1987

Dionisio Ridruejo, camisa vieja.

Volverán banderas victoriosas
Al paso alegre de la paz

Aquí  en la cárcel encerrado con Felipe González y Joaquín Benegas por luchar por la democracia contra el régimen de Franco, me pongo a pensar en un sótano de La ballena alegre donde creamos el Cara al Sol, cuánto ha pasado. ¡Qué ilusión la de entonces!, íbamos a cambiar España y España nos traicionó. Bueno, no España, los de siempre.
         Cuántos de nosotros fuimos a una guerra cruel, despiadada, fratricida para evitar que nuestro concepto de país se redujera a una ideología. En nuestra inocencia buscábamos la unidad de destino y de fe; unidad combativa; unidad germinal primero; unidad irremediablemente triunfadora, sobre todas las brechas de su tiempo después.
         Queríamos una España alta y libre, que no se arrastrase más. Queríamos unos hombres valerosos, honrados y descubiertos. Queríamos ser padres de generaciones que soñaran con el dominio de la tierra. Entre nosotros éramos camaradas, ni uno más alto que otro.
Conocí el amor de Marichu, pero me fui al frente, primero al de España y, pasando por Alemania donde conocí de nuevo el amor con la condesa Von Podevils (mi Hexe),  al frente ruso como miembro de la división azul, ¡qué frío!  Recuerdo cómo asaltábamos las posiciones enemigas para luchar contra el odiado comunismo, qué ironía, quién iba a pensar que iba a compartir celda con Ramón Tamames, comunista por los cuatro costados entonces.
         Pero siempre respeté a los demás, prologué con gusto el libro de don Antonio Machado, de niño lo conocí, ningún otro poeta contemporáneo ha entrado en mí más hondo ni, por tanto, ha podido salir más patentemente en mí. Por otra parte, he creído y creo que de Rubén acá no hay poeta español que se aproxime a su perfección, a su autenticidad y a su hondura, el libro de un poeta que sirvió frente a mí en el campo contrario y que tuvo la desdicha de morir sin poderlo escribir por sí mismo. Y luché por el indulto de tantos, incluso de Miguel Hernández, hasta que lo conseguí, tarde, pero lo conseguí.
         Cuán pronto se cambiaron las tornas, el Estado pronto llegó a perder su Movimiento y quedó en puro Estado: quieto, conservador, nostálgico, egoísta y clerical y se inició la decadencia y la agonía.
         Cuando volví de Rusia toda mi ilusión quedó truncada y valiente o loco, le escribí a Franco y denuncié el hambre, el estraperlo, lo conservador de la política (cuando nosotros habíamos luchado por una revolución, ahora teníamos una vuelta a la Edad Media) una justicia arbitraria que quería una revancha y no justicia y, sobre todo, la masa estaba a expensa de los demagogos. Tras de esa carta renuncié a todos mis cargos, y volví a mi vida privada y de ahí, como decía mi amigo Antonio Tovar a nadar en el Leteo, el río del olvido.
         Fui vetado y desterrado a tierras catalanas y aprendí a amar a Barcelona en cuanto a su belleza topográfica: ese juego de alturas y relieves que abarcan la montaña y el mar; en cuanto a la riqueza de los sedimentos seculares de su herencia monumental, mucho más importantes y mucho más antiguos; en cuanto al carácter de alguno de sus trozos, como las Ramblas, que es una de las calles con más alegría y carácter de toda Europa, con sus flores, sus pájaros, sus libros y sus árboles, que en invierno tienen gorriones en vez de hojas. La ciudad donde encontré por fin a mi Gloria

(Memoria)

Y resbaló el amor estremecido
por las mudas orillas de tu ausencia.
La noche se hizo cuerpo de tu esencia
y el campo abierto se plegó vencido.

Un ayer de tus labios en mi oído,
una huella sonora, una cadencia,
hizo flor de latidos tu presencia
en el último borde del olvido.

Viniste sobre un aire de amapolas.
Como suspiros estallando rojos,
bajo el ardor de las estrellas plenas,

los labios avanzaron como olas.
Y sumido en el sueño de tus ojos
murió el dolor en las floridas venas.

José Luis Álvarez Cubero, 15 de octubre de 2017


Nunca vuelvas donde fuiste feliz
Cuando llegó esa mañana a la Campana poco podía imaginar lo que pasaría, pidió su café y el periódico y con la prontitud de los buenos camareros lo tenía encima de la mesa al momento, al lado de su sombrero. Como siempre empezó por el final y al llegar a las necrológicas lo  vio, era el nombre que menos esperaba, pero allí  estaba. Se puso tan nervioso que no sabía qué hacer. Pagó y se levantó. Sus pies lo encaminaron, sin saber por qué, a su casa, la calle San Vicente. Se paró enfrente, había gente entrando y saliendo, aprovechó un hueco y entró. Nadie lo paró hasta el patio, allí conoció a la hija mayor, tenía su misma cara.
-         Lo siento mucho, ¿cómo está tu madre?
-         Muy afectada, ¿quién es Usted?
-         Un viejo amigo, ¿la puedo ver?
-         Ahora se ha tomado un calmante, mejor mañana en el entierro.
Se fue muy decepcionado y esperó hasta el día siguiente, la Plaza del Salvador estaba repleta, desde lejos pudo verla, pero estaba rodeada de sus hijas y de gente que él no conocía, desistió de verla.
Esperó dos días y empezó a pasear la calle, sabía que ella saldría en algún momento, y no tardó en encontrársela tan elegante como siempre. Al principio no le reconoció, los años no pasan en balde, pero cuando lo hizo, su cara denotaba sorpresa, pero no desagrado. Tras un momento, empezaron a hablar, como si no hubieran pasado veinte años, como si sus padres no les hubieran separado, como si la política, siempre la política, no hubiera estado entre ellos.
El momento fue muy emocionante para los dos, después de tantos años se estaban hablando, pero ya no era como hacía años. Su tono de voz era muy cansado, la vida la había vencido y tras el café al que la invitó en un recóndito bar de una bocacalle a la espalda del Museo, le dijo adiós.
-         No es posible, lo pasado, pasado.
     Tantos años imaginando ese encuentro, tantos años odiándose por haberse ido, odiando a quien le obligó a irse, odiando a todos y a todo y ahora que la veía, ese odio se diluyó, simplemente la vio alejarse con esa buena figura de la que siempre había presumido y muy triste pensó que no se puede volver a donde se fue feliz…
         José Luis Álvarez Cubero
7 de octubre de 2017


Un día de agosto del 36
Cuando vi a la muchacha acercándose en su rosa bicicleta no podía sospechar lo que traía en su trasportín. Llevábamos dos días en que no había habido noticias, ni de un bando ni de otro, parecía que estábamos en tierra de nadie. Todo el día de hoy había intentado coger la emisión de Radio Unión Sevilla para ver qué decían del avance de las tropas, pero siempre con una manta por encima para que no se escuchara, y esto en agosto era una tortura.
Me había asomado a la terraza para con los prismáticos antiguos de mi tío otear el horizonte, los que habían estado mandando no parecían estar y en el camino de Llerena solo sonaban los suspiros. Desde que hace dos días nos obligaron a abrir la iglesia para ver si estaba llena de fusiles, amenazándonos de muerte si los encontraban, no nos habían vuelto a molestar. Al asomarme hacia la calle mi sombra hizo que la niña mirara arriba, en seguida me hizo un gesto para que bajara, su expresión desvelaba un gran miedo.
Rápidamente bajé las escaleras del doblado y me planté en la puerta, de su trasportín surgió algo envuelto en trapos muy sucios, me lo dio sin decir nada y salió corriendo. Miré a derecha e izquierda y nadie aparecía, por lo que volví a cerrar, teniendo la precaución de poner la tranca que desde hace un mes siempre estaba puesta.
Mi tío Luis vestido con su sotana, a pesar del calor, decía que si iba a morir mejor hacerlo bien vestido, me había visto bajar a toda velocidad y vino a ver qué era. Desenvolvimos el hato y nos encontramos con el cáliz de consagrar que habían robado en el registro los del otro día. Sin duda, alguien que no se atrevía a traerlo lo encontró tirado y mandó a la niña pensando que ella no levantaría sospechas. Parece que en su huida no sabían muy bien lo que perdían. Quizás en estos días aciagos era la única alegría que íbamos a tener.
De repente, sonaron disparos por el camino de Guadalcanal, se acercaban. Con mis prismáticos subí a la azotea de nuevo y a lo lejos vi nubes de polvo.
¡Ya están aquí!, ¡Ya están aquí!
Meses de incertidumbre habían llegado a su fin, en unas dos horas aparecieron por las calles del pueblo un grupo de boinas rojas. Mi tío y yo salimos a recibirlos, ellos, al ver su sotana, le besaban la mano y él casi llorando después de tantas penalidades, les bendijo.
Esto leía el sobrinonieto de ese cura reflexionando sobre cómo un millón de personas murió en una guerra fraticida donde todos los bandos fueron perdedores y solo algunos lograron tener un poder omnímodo que se perpetuó por cuarenta años y deseando que los nietos del hombre que escribió esta historia no lleguen  a conocer algo así nunca más.
                                                                                                                             José Luis Álvarez Cubero
Lebrija 3 de junio de 2017

La nieta
Esa mañana los pájaros de la plaza que iniciaba la ancha avenida volaban tranquilos. Mientras llevaba de su mano a su nieta, le iba contando sus historias de la guerra, ella era muy pequeña entonces, pero recordaba perfectamente los bombardeos, el tableteo de fusilada, los cristales rotos. Parecía tan real, aunque lo había vivido hace mucho tiempo, pero ahora que iba perdiendo la memoria de lo presente, solo recordaba el lejano pasado, quizás en estos últimos años lo que le quedaba por vivir era solo ese triste pasado.
La abuela sabía que su nieta siempre la miraba con admiración o interés, aunque también sabía que había un interés oculto, al final del paseo siempre la debía recompensar con algo, un helado, un juguete, o cualquier capricho de las tiendas aledañas.
Es curiosa la relación entre una abuela y una nieta, pensaba mientras se adentraba en la avenida, solo el cariño existe, pues la responsabilidad de educar no era suya, de eso ya se encargaría la madre, su hija. Ella la veía con sus ojos de abuela, aunque le parecía que nunca cambiaba esa niña, que siempre estaba igual de linda.
Esa mañana de agosto, no sabía por qué, la abuela estaba especialmente melancólica, recordaba tantas caras angustiadas, no solo de la guerra, sino también de los tiempos de la posguerra, del hambre indefinible, de la angustia que llegaba como un eco de sus mayores, de sus padres, tíos y  vecinos.
Ahora en 2017 era diferente, reflexionaba cuando veía tanta gente andando por la avenida, un régimen democrático había hecho olvidar los rencores del pasado, o, al menos, a ella le parecía que era así. Una especie de Pax romana había entrado en Europa y el mundo y la seguridad de la pobre paga le hacía vivir tranquila.
Se acercó entonces a un árbol de aquel paseo rodeado de tiendas y bares, de aquella Rambla y a través de la imagen de su nieta tocó el árbol junto al mercado donde la maldita furgoneta blanca la había atropellado.
José Luis Álvarez Cubero
17 de agosto de 2017