lunes, 31 de diciembre de 2018

Terapia:



Tarde de miedos.

El médico dijo con una voz exageradamente aguda:
  • Ahora, señor Martínez, cuénteme todo otra vez desde el principio. Señor Martínez, ¿ha entendido? Señor Martínez, desde el principio otra vez, ¿me comprende?
Entonces el enfermo levantó la cabeza y dirigió una mirada perdida, con las pupilas enormemente dilatadas, hacia el doctor, hacia nosotros, hacia su alrededor. Estaba asustado, volvía a bajar la cabeza, se sujetaba y se frotaba las manos, balbuceaba, la saliva chorreaba por su barbilla. Comenzó a hablar. Su voz era grave, hablaba despacio:
  • ¿El principio? ¿El principio, dice? Creo que todo comenzó unas semanas atrás, o unos meses tal vez. Yo estaba en la habitación de una pensión. Era por la tarde, sí, después de comer, ahora lo veo, creo... Empecé a oír un ruido lejano, apenas un susurro, como el que hace una pelotita de goma que rueda sobre un cristal con arena. Entonces, creo, no me preocupé y seguí trabajando, estaba escribiendo la historia de una mujer joven que temblaba en un rincón, que lloraba en la oscuridad de un rincón, en un rellano, quizá. Estaba describiendo su respiración entrecortada, forzada, imposible, agónica, irreal, cuando el ruido se hizo más evidente. Tal vez subiera de tono o tal vez la pelotita de goma se estuviera acercando, o creciendo, creo.
    Tuve que parar de escribir, sí. Y comencé a buscar el origen del ruido. Desbaraté toda la habitación sin encontrar su causa. El ruido empezó a hacérseme desagradable. Tenía que encontrar su origen. Tenía que pararlo. Creo que fue entonces cuando empecé a obsesionarme con él. No logré descubrirlo, ni pararlo, ni olvidarlo.
    Esa noche, creo, que acabé por reconocer mi impotencia. Después salí a la calle. Había otros ruidos que me impedían oír el mío. Más tarde, tal vez de tanto deambular, lo olvidé o eso creía yo.
    Pero no era así, unos días después el ruido me seguía acompañando. Ya no como el de una pelotita de goma rodando. Ahora había crecido y parecía como el que hace una rata cuando roe una nuez. ¿Me comprende, doctor? ¿Me comprende? ¿Me comprende usted?
  • Sí, señor Martínez, siga, siga. No se detenga. ¿Qué ocurrió cuando usted creyó oír de nuevo ese ruido?
  • No lo creí oír, doctor. Lo estaba oyendo. Yo me había puesto a escribir la historia de esa maldita mujer joven que lloraba en un rincón del rellano, a oscuras. Tenía el pelo largo, recogido en una cola y con un lazo... creo. No podía verle los ojos, porque tenía la cara entre sus brazos. Tal vez estuviese agachada. Entonces, cuando ella iba a girarse para mirarme, el ruido comenzó a crecer. ¿Me comprende, doctor? A crecer, a crecer porque el ruido no había dejado de sonar desde el principio. Aunque otros ruidos lo ocultasen, él seguía allí; había seguido allí desde el primer momento. Solo que ahora era mucho más fuerte, más evidente. Recuerdo que salí al pasillo de mi habitación para buscar a alguien, para que alguien pudiera decirme qué era o de dónde provenía ese maldito ruido. Pero nadie; el pasillo estaba vacío, nadie podía oír lo que yo no soportaba seguir escuchando. ¿Sabe usted, doctor? ¿Sabe usted lo que es oír de día y de noche ese maldito ruido, como el de una rata escarbando en alguna de las paredes de la habitación de esa maldita fonda? ¿Sabe?
  • No, señor Martínez. Lo sé ahora, ahora que usted me lo cuenta. Ahora...
  • ¡Cállese, doctor! ¿Quiere que le siga contando?
    El señor Martínez estaba aterrorizado, muy inestable, lo mismo hablaba pausadamente que comenzaba a elevar la voz y a mover las enormes pupilas de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. El doctor obedeció y calló. El señor Martínez continuó.
  • Así he estado semanas,... meses. Obsesionado con este maldito ruido de día y de noche, de noche y de día. A veces tenía que ponerme los auriculares y estuchar música a todo volumen. Esto me calmaba, la música de una gran orquesta a toda pastilla.
    La otra tarde me puse de nuevo a escribir. La mujer joven seguía llorando en su rincón con su largo pelo recogido, con su cara escondida entre sus brazos. Tal vez fuese una niña, una colegiala, porque creía ver entre las sombras una falda escocesa, unas piernas delgadas y unos calcetines largos. Estaba llorando, quise acercarme... pero de nuevo el ruido. No era un roedor. Entonces fue cuando lo percibí más claro y más fuerte, incluso sobresaliendo por encima de la música que sonaba estruendosamente en mis oídos. Parecía un sollozo, alguien sollozaba. Tal vez fuese en alguna de las habitaciones laterales. Alguien sollozaba en alguna habitación vecina. Salí al pasillo; todas las puertas estaban cerradas, las aporreé, intenté abrirlas,... nada. El sollozo era clarísimo tras la primera puerta a la izquierda de mi habitación. Empujé la puerta con el hombro y cedió sin dificultades. Nada. Dentro la habitación estaba vacía y ordenada. Nadie parecía haberla ocupado en meses. Después forcé la puerta de la derecha. Nada. Tampoco parecía haber estado ocupada desde meses.
    Estuve días sin salir a la calle. Solo escuchaba música a toda pastilla. Recuerdo que me dolía la cabeza, doctor. Me dolía la nuca, doctor. Insoportable. Como ahora, doctor. Pero no podía dejar de escuchar la música. ¿Quieren ustedes callarse? Este sollozo me está destruyendo, doctor. No puedo más, doctor. Deme algo, doctor. Deme algo o máteme, doctor, por favor.
  • No, señor Martínez. Tranquilícese. Tiene usted que volver a su habitación. Vamos, vuelva, tiene que ser ahora, señor Martínez. Entre de nuevo. ¿Ha entrado ya? Dígame.
  • Sí, doctor. He vuelto a entrar. Todo está alborotado. Es una verdadera pocilga, doctor.
  • Déjese ahora de ello, señor Martínez. Vuelva a su escritorio, siéntese y vuelva a escribir. Describa de nuevo a esa muchacha.
  • Ya le he dicho que no es una muchacha, es una niña, doctor. Está llorando al final del pasillo, en un rincón. Esconde su cara. Creo que tiene miedo. Doctor, está llorando otra vez y esconde su rostro, doctor. Solloza, doctor.
  • Ahora, señor Martínez. Muy despacio, vaya acercándose a ella. Muy despacio, que no se sobresalte y salga corriendo, señor Martínez.
  • Sí, doctor. Estoy depié a su lado. Es muy pequeña. No deja de llorar. Tiembla. Creo que me tiene miedo a mí, doctor. Me teme a mí. No deja que la toque. No deja que le toque el pelo, doctor.
  • Ahora, señor Martínez, ahora tiene que hacer que le mire. Intente, con suavidad que le mire a usted. Vamos tóquele el pelo, la barbilla. Que gire la cabeza y que pueda usted mirarla a los ojos. Inténtelo, señor Martínez.
  • No quiere, doctor. No quiere. Ahora, ahora. Pero... pero... pero... qué me pasa, doctor; soy yo, doctor. Soy yo quien llora, doctor. No es una niña, doctor. Esto no puede ser, doctor.
  • Ahora, señor Martínez, ahora. Cójala del cuello. Apriete. Mátela. Ahora, señor Martínez. Hunda sus pulgares en su cuello. Vamos. Con fuerza. Apriete.

El Señor Martínez se hundió en un sueño profundo. Estaba como inconsciente tumbado en el diván. El doctor dijo:
  • Por fin, creo que este pobre diablo ha acabado con su monstruo. Vamos, enfermeros. Dejémoslo descansar. Salgamos de la habitación.
José Manuel Martínez Arias.

La luz que se apaga:




Siempre deseamos volver adonde fuimos felices.
Como si ese lugar encerrara todas las claves, todas las respuestas a nuestras preguntas.
Y miramos esa región infinita, que guardamos intacta en la memoria, y a la que acudimos prestos y ágiles con el gozo alegre de los niños cada vez que empiezan a jugar, como nuestra fortaleza más preciada.


Pero siempre ya pronto no podrá ser.
Dejará de existir.
En algún momento ese refugio que me cobija desaparecerá.
Y ya no podré volver allí.

De todo este horror que me acecha, ese sería mi mayor castigo.
No hay salvavidas que me aleje de la noche, del olvido.
Nadie podrá entenderlo.
Nadie comprenderá.

El frio helado que te congela por completo cuando no sabes quién eres y dónde estás.

Hasta ahora los episodios han sido momentáneos, fugaces y breves, apenas unos minutos de confusión tras los que la conciencia reaparece y coloca todo en su sitio. Sacudidas repentinas como espasmos que la luz de tu memoria vence firme.


Pero ese intervalo que se te hace interminable en el que estuviste deambulando, perdida en una noche negra de incomprensión es la secuela que te dejará el olvido.

En la oscuridad no puedes ver, pero sí puedes tocar el miedo que te agarra. Es denso y pesa.

La luz se enciende y te trae el alivio y la calma.
Pero yo sé que un día la luz se apagará para siempre, y no podré salir del laberinto oscuro y me quedaré vagando entre tinieblas.

Sin saber quién soy, ni dónde estoy.
Sin poder volver.

Por eso recordad estas palabras que ahora escribo y no lamentéis mi decisión.
Sé lo que hago.
No quiero vivir sin luz.
Maribel de la Fuente Hernández.


viernes, 28 de diciembre de 2018


EL TELÉFONO.

La historia que voy a contaros es absolutamente verídica. Así nos lo dijo la brillante narradora que nos la contó, hace muchos años, una noche de verano.

Era la primera vez que Marisa se quedaba sola en la casa nueva. Sus padres y sus tres hermanos habían salido a comprar los regalos navideños de última hora y ella se había quedado estudiando . Parecía mentira que ya mismo sería Nochevieja y que un nuevo año fuese a comenzar.

1975 había estado lleno de acontecimientos. En España, la muerte de Franco y para su familia, la mudanza a la casa nueva. Se le hacía extraña todavía, todo olía a nuevo. Al estar en las afueras extrañaba tanto silencio, tan distinto al bullicioso barrio donde habían transcurrido sus primeros años. Pero era el sueño de su madre, mudarse a las afueras a una casa de dos plantas, donde cada uno tenía su habitación.

Hacía frío arriba, así que prefirió bajarse al salón. Rodeada de libros y cuadernos, intentaba no pensar en su soledad. Logró abstraerse tanto que, cuando sonó el teléfono se sobresaltó. Se alegró de la interrupción y descolgó confiando en que serían sus padres, anunciando que pronto estarían de vuelta. En vano esperó una respuesta, al otro lado de la línea solo se escuchaba un extraño jadeo, que se iba volviendo cada vez más intenso. Marisa se apresuró a colgar, pensando que alguien le estaba gastando una desagradable broma. Sin embargo, la inquietud se había apoderado de ella y deseó, más que nunca , que su familia regresase pronto. Volvió a centrarse en sus libros y, cuando ya estaba consiguiendo concentrarse, el teléfono volvió a sonar. Estuvo tentada de no descolgar, pero podía ser importante. De nuevo aquel escalofriante jadeo sordo al otro lado del teléfono. Lo sentía tan cerca que era casi como sentir el aliento de aquel desconocido en su nuca. Esta vez el pánico se apoderó de ella. Volvió a colgar y llamó a la policía. Una amable agente la atendió, intentó tranquilizarla y le dio unas instrucciones: la próxima vez debía retener la llamada todo lo posible para que ellos pudieran localizarla.

Rezó para que no se produjera. Pero fue el vano, el teléfono volvió a sonar y no tenía más remedio que cogerlo. Aquel sonido le ponía los pelos de punta. Aquella respiración profunda no parecía que pudiera salir de un ser humano. Luchando con su temor mantuvo la línea abierta todo lo que le fue posible.

Nada más colgar, el teléfono sonó de nuevo. Era la agente con la que había hablado antes. Esta vez su voz no sonaba tranquila.
  • Tengo que preguntarte algo -le dijo- ¿tenéis teléfono supletorio en casa?
  • Si- contestó Marisa- en la planta de arriba.
  • Entonces, sal corriendo, porque te están llamando desde tu mismo numero.

Ante este final, todas las chiquillas que escuchábamos las historia quedamos sobrecogidas. Estábamos sentadas en un velador y habíamos decidido contarnos historias de miedo. Nos habíamos metido tanto en la historia que cuando una voz resonó a nuestra espalda todas gritamos al unísono. Era nuestro primo mayor que se había acercado a ver que nos tenía tan interesadas. Al final, la tensión acumulada acabó en carcajadas.

Ana María Cumbrera Barroso.




El Pozo

Todos los años era mi lugar de vacaciones. Casa de los abuelos, compartiendo piscina de goma y tardes de siestas estivales larguisimas guardando silencios no deseados por imperativo de nuestros mayores, y tardes de feria de verano, con sabor a cena temprana y helados de chocolate ...

Era ya medianoche. La casa de los abuelos ofrecia una convivencia infantil con tus primos que siempre gustaba, pero que ofrecia, a los que utilizábamos el cuarto de baño por la noche, el riesgo de tener que atravesar un eterno pasillo, hasta el corral, dónde estaba el aseo ... y el pozo.

Muchas veces aguantaba toda la noche sin querer ir, pero había que ir ... noche estrellada, silenciosa, solo interrumpida por el cri cri nocturno de los grilos ... y alli estaba el pozo ...

Siempre mirándolo de reojo, en la noche oscura, sin darte cuenta que te atraía hacia él, de una manera descontrolada ... la curiosidad, o quizás morbo infantil, te empujaba a verlo ... ¡cuán profundo era!

Era otra de esas noches. Ví, con sorpresa, cómo desde el borde de ese pozo, surgia ella ... con su pelo largo, tapando sus facciones, y con su dedo índice diciéndome que me acercara ...

Corrí hacia mi cama, con esa convicción y rapidez que te solo dan tus cinco años ... sin querer mirar hacia atrás ... e intentando no sacar tu cabeza de debajo de las sábanas ...

Cuando me desperté todo había pasado. Seguí disfrutando de mi verano, y el día, o los días, pasaban deprisa, sin prácticamente poder reparar en ellos ... y volvía a llegar la noche ...

... y entonces, tendría que ir otra vez al cuarto de baño, y tener que pasar por delante del pozo ... aquel maldito pozo ...

... y allí estaba, otra vez, ella, con su pelo negro, y su bata blanca, con su dedo indice señalándome, y pidiéndome que me acercara a ella, a su lado, a su pozo ...

... y tentado por esta situación inexplicable, con mucho, mucho miedo, me acerqué, y me dejé llevar ...

... ella, sin pronunciar palabra, me agarró suavemente a la mano, y tiró de mi ... no me lo podía creer, los dos, juntos, caimos por el fondo del pozo, gritando, llorando, muertos de miedo ... mi peor pesadilla se estaba haciendo realidad, y no podía hacer nada ...

Al día siguiente, una vez que desperté de tan terrorífica pesadilla, seguí disfrutando de otro gran verano en familia, en el pueblo, en la casa de mis abuelos, pero ya, por la noche, no volví a sentir más miedo al pasar por el pozo ...


José María Vázquez Recio
Diciembre 2018

viernes, 7 de diciembre de 2018

La "seductriz":


De colores.

Por la mañana es Iván. Pantalón chino gris, negro o, excepcionalmente, azul marino. Camisa de algodón fino blanca, gris, negra,... Americana oscura, corte slim o similar, lisa o a rayas...
Por la tarde es Inés. Pantalones de piel ajustados y de colores brillantes. Blusa o top de llamativas flores, de topos variados -que asaltan-. Chaqueta o blazer informal, cuello beige de piel sintética con cálida pelambre. Colores, muchos colores en el rostro en los labios en los ojos en la frente en los pómulos en las mejillas en el cuello...

Iván conoció a Pedro hacía tres meses, pero a Pedro quien verdaderamente lo enamoró fue Inés. Una noche hecha de humos... Pedro le acercó una copa de vino tinto a Inés. Ella lo miró, le guiñó un ojo, esbozó una sonrisa con sus labios carmesíes levemente ladeada hacia su maquillada mejilla derecha, dobló casi imperceptiblemente la cabeza hacia su izquierda y aceptó la copa levantando su blanca muñeca por encima de su mano lánguida y caída, con los dedos rosas muy finos y largos. Pedro no pudo sino sucumbir al poderoso encanto que, en forma de nimbo luminoso, emanaba de Inés, encanto ingenuo, infantil. Cayó postrado a sus pies, dominado por su nueva angélica ama de ojos verdes, voz grave y secretos misteriosos en demanda de ser revelados.

Van tres meses de convivencia e Iván o Inés y Pedro no pueden imaginarse sus vidas separadas. Su conexión es absoluta, como el verde del cielo al atardecer y el gris del mar, -creen-: sienten que realmente siempre estuvieron juntos, aunque no fueran capaces de conocerse o de dirigirse el uno al otro, pero siempre siempre, aunque en su ignorancia, habían estado el uno al lado del otro, como el azul y el amarillo convergiendo en el verde de sus miradas. Tal vez espalda contra espalda habían sido condenados a no verse nunca. Pero un golpe del destino, un azar en aquella noche secreta, un nudo en el hilo de sus vida, un salto cuántico en una dimensión desconocida había logrado girarlos y colocarlos frente a frente, cara a cara, verde contra verde y ya nunca nada podría hacer que se separasen, nunca nada podría interponerse entrambos, disolverlos, separarlos. Salvo, claro está, la familia de Pedro.

Su madre era una piadosa mujer, conservadora y paciente. Su amarilla piel envejecida conservaba en sus pliegues no solo el tiempo transcurrido, sino también la memoria pasada. En sus surcos podían leerse todas sus experiencias vividas sentidas imaginadas. El padre de Pedro era además un conservador militante verde caqui, porque militar era, coronel del ejército de tierra. Hombre adusto, malencarado, serio, de poblado y rizado bigote. Pedro adoraba a sus padres y quería, necesitaba que conocieran a Inés o a Iván.
Para Iván era un problema, para Inés también. Según él, Pedro debía hablar antes con sus padres, tenerlos informados: tal vez ellos no supieran o sospecharan que su hijo Pedro el albo pudiera enamorarse de un muchacho como él. Según ella, era un mal comienzo no informar desde el principio a los padres de Pedro que por las mañanas se llamaba Iván.
Pedro no quería preámbulos y concertó una cena en casa de sus padres para, según les dijo, presentarles a su pareja, a la persona que más feliz lo hacía, a la persona con la que quería compartir cada minuto cada segundo cada instante de su vida.

Iván o Inés estaban echos un lío. Iván creía que debía ir a la cena como Inés, pero Inés opinaba que tal vez fuese más correcto ir como Iván. Finalmente decidieron ir ambos: vestido como Iván (pantalón chino gris. Camisa de algodón fino blanca. Americana gris, corte delicado, lisa, de hilo de lana muy finamente trenzado), pero maquillado como Inés (colores, muchos colores en el rostro en los labios en los ojos en la frente en los pómulos en las mejillas en el cuello...). Los ojos y los labios de Inés eran verdaderamente más grandes, atractivos y sensuales que los de Iván. De esto no cabía duda alguna.
Pedro estaba encantado esta tarde. Por fin sus padres conocerían a Iván el gris, sobre todo su padre, por fin conocería a la multicolor Inés.

Fue la madre de Pedro quien abrió la puerta, detrás su marido el militar con su vistoso bigote. Pedro hizo las presentaciones: “madre, padre,... ésta es Inés aunque algunos por las mañanas la llaman Iván. Es encantadora y desde hace tres meses no entiendo mi vida sin ella. Espero que os guste”. Los cuatro pasaron al salón, la mesa ya estaba preparada. La ocre madre de Pedro quería sonreír, pero tal vez se le escapase una lagrimita y tal vez por ello marchó a la cocina. Pedro el albo la siguió. Iván o Inés y Pedro-padre-caqui se quedaron solos en el salón, de pie junto a la lujosa mesa preparada para acoger los más deliciosos sabores. Pedro-padre parecía nervioso enfadado sorprendido. Iván o Inés estaba nervioso sorprendido temeroso. De repente Pedro-padre llenó una copa de vino tinto y la alargó hacia Iván o Inés. Ella o él lo miró, le guiñó un ojo verde, esbozó una sonrisa roja con sus labios carmesíes levemente ladeada hacia su mejilla derecha maquillada, dobló casi imperceptiblemente la cabeza hacia su izquierda y aceptó la copa levantando su muñeca por encima de su mano lánguida y caída, con los dedos muy finos, largos y rosas. Pedro-padre no pudo dejar de sucumbir al poderoso encanto que emanaba de Inés o Iván, encanto multicolor con no pequeñas dosis de celeste ingenuidad pero con algunas gotas de misterioso malva. Cayó postrado a sus pies, dominado por su nueva ama de ojos verdes, voz grave y secretos en demanda de ser revelados.

José Manuel Martínez Arias.

lunes, 3 de diciembre de 2018


SU COLOR FAVORITO.

Como todas las mañanas, la maestra Sara recibe a sus niños con una sonrisa. En cuanto ellos entran en el aula, sus problemas personales pasan a otro plano de su conciencia, para centrarse exclusivamente en su trabajo. Lleva con este grupo tres años. En ese tiempo ¡han cambiado tanto! Los bebés que comenzaron con llantos Educación Infantil están ya a punto de terminarla. Los conoce muy bien a todos. Le gusta escucharlos. Sabe que esos problemas intantiles, que tan insignificantes se ven con ojos adultos, para ellos son importantes.

Cada niño es un pequeño universo que descubre el mundo con ojos maravillados. Ver cada día la vida con aquellos ojos la hacen sentirse siempre joven, aunque los años van pasando, rápidos y veloces. Ella tiene el privilegio de llevarlos de las mano a descubrir la Historia, la Ciencia, el Arte, la Literatura...sin olvidar que lo más importante es ser respetuosos, aseados y educados.

Aquella mañana, jugaron a nombrar cosas redondas y a encontrar círculos por la clase. Después se sentaron por equipos esperando que ella repartiera la ficha . Tenían que colorear un precioso globo aerostático. Mientras repartía las bandejas de colores dio las últimas instrucciones:

    • Acordaos de repasar antes el filo y rellenad sin rayones. Podéis pintarlo con vuestro color preferido.

Mientras se pasea por las mesas. Sara comprueba lo que ya esperaba; a pesar de que ella lucha por cambiar ciertos estereotipos, la elección mayoritaria de las niñas ha sido el rosa, color del que invariablemente los chicos huyen. Bueno, todos no. Antoñito blande con un gesto de triunfo la última cera rosa que quedaba en la bandeja. Sus ojos brillan ilusionados, lo mismo que cuando la saludó al entrar y lo primero que le susurró al oído es que llevaba en la mochila la Barbie de su hermana.

No puede evitar sentir una predilección especial por este pequeño. Antoñito es rubio, de apariencia angelical, siempre está alegre. Su momento preferido del día es cuando pueden jugar en los rincones. Siempre sale corriendo para que nadie le quite el disfraz de hada. En el recreo juega con las niñas – los niños son muy brutos seño-. Su mejor amiga es Paula, que a sus 5 años es la encarnación de la femineidad en miniatura. Siempre pide sentarse a su lado y contempla embelesado su vestido, sus lazos y sus horquillas de colores. Los demás niños de la clase lo quieren mucho, ya se ha encargado ella de decirles que todos y cada uno de ellos es diferente, único y maravilloso. La pena es que, lo que es natural para unos niños, no lo es para los adultos. Los padres de Antoñito le han pedido varias tutorías. No la escuchan cuando ella resalta sus logros académicos, al padre especialmente solo hay una cuestión que le preocupa: tiene que obligar a Antoñito a jugar con niños. Por más que ella le explica que no puede , ni debe, interferir en sus juegos, el padre es implacable, si Antoñito sigue jugando solamente con niñas lo cambiará de colegio.

Por desgracia, el tiempo se encargó de demostrar que aquello no era una simple amanaza. Antoñito no volvió al colegio ,el curso siguiente lo matricularon en otro centro y, aunque otros alumnos pasaron por la vida de Sara, el chiquillo siempre ocupó un lugar especial en sus recuerdos.

Unos años después, sentada a la mesa de una terraza con su familia, Sara observa que la camarera, una preciosa chica rubia, no deja de mirarla.

    • ¡Seño Sara!

¡Ese brillo en la mirada!... Sara se concentra intentando recordar un rostro infantil que encaje con esas facciones ,pero la muchacha se adelanta y le dice:

    • Ahora todos me llaman Toñi.

Aquel feliz reencuentro termina con Toñi sentada en medio de aquella reunión familiar, charlando de mil cosas: las dificultades por las que había pasado y su añoranza por su antiguo colegio, donde había sido tan feliz.

Aquella noche, antes de dormirse, Sara recuerda con emoción sus agradecidas palabras:

    • Fueron años difíciles. Pero había algo que siempre me animaba a seguir luchando: su recuerdo y el de nuestra clase de Infantil. Pensar que había existido un lugar donde fui aceptada tal como era me dio esperanza y me empujó a luchar por ser yo misma.

Antes de abandonarse al sueño, Sara agradeció mentalmente, una vez más, su suerte por tener el trabajo más bonito del mundo.

Ana Mª Cumbrera Barroso.




viernes, 23 de noviembre de 2018


Colores.

Juan estaba sentado con su abuelo. Era una de esas pocas tardes que estaba con él, escuchándole y disfrutando de esas historias que sólo podía contárselas él, llenas del misterio que siempre conseguía llamar su atención de niño con apenas 12 años de edad ...

Abuelo, ¿ que colores tiene para ti la vida?

Pues hijo, colores de banderas, estandartes, que defienden causas ilegítimas o falsamente legítimas. Guerras sin cuartel para cambiar el color o colores de una bandera por otro, por cambiar una bandera tricolor por otra bicolor ... por defender a varios afortunados de sangre color azul derramando sangre de color roja inocente ... colores demagógicos bajos los cuales se defienden causas poco recomendables, aún ahora ...

Colores bajo los que se defienden privilegios de antaño, anacrónicos, totalmente desfasados. Colores bajo los que se rememoran historias viejas mal enterradas, que no interesan a nadie ... o a casi nadie ...

Colores bajo los que están los intereses de algunos sobre los intereses de la mayoría ... mayoría que aún se mantiene aletargada, inerte, sin ser consciente de lo que se dilucida ...

Guerras fratricidas en nombre de banderas o símbolos que a casi nadie dice nada. Enfrentamientos entre vecinos, hermanos, familias, que se ven separados de la noche a la mañana, cada uno en una trinchera, defendiendo algo en lo que creían o creían creer ...

Colores que enfrentan a hombres contra semejantes por no tener el mismo color de piel, sin saber que todos, bajo esa exigua capa, somos más iguales de lo que nos imaginamos ... ¡estúpidos!

Colores bajos los que muchos han padecido. Otros, sin embargo, han acumulado riquezas y otros ... otros se han limitado a observarlo desde la barrera de la indiferencia, aunque ya avisó Bertold Brech de lo que les podía pasar a los indiferentes, aquellos que piensan que nada, o casi nada, va con ellos.

Colores distintos que han provocado odios, miedos, guerras. Colores que algunas veces han provocado diferencias religiosas, de creencias, cuando a lo mejor todos terminan creyendo en un mismo Dios ... ¡que importa la superficie de nuestra piel si lo mejor están en nuestro interior!

Se hizo tarde. El abuelo, apoyando su brazo izquierdo sobre el pequeño, y el otro sobre su fiel perro guía, emprendió el regreso a su casa, intentando controlar las lágrimas de no poder disfrutar de la cara de asombro del pequeño ...

José María Vázquez Recio

viernes, 12 de octubre de 2018

Llamador y silencio:



Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar,
de nuevo volveré y os tomaré conmigo,
para que donde yo estoy estéis también vosotros”.
(Juan, Evangelio. 14, 3)

Una multitud apasionada se agolpa en la calle que lleva el nombre de su rey y en la plaza donde confluye la misma. La noche, joven aún, está siendo vencida lentamente por los débiles cirios encendidos. Los nazarenos y los penitentes avanzan inexorablemente hacia la catedral. El paso ya recorre los últimos tramos de su calle. A su altura se hace el silencio más absoluto. Miles de personas enfervorecidas permanecen calladas cuando el paso desciende hasta el suelo a la voz del capataz. Unos minutos de espera y descanso para los costaleros que portan la imagen. Un leve murmullo mientras las patas de la parihuela reposan en firme. Después, silencio. La voz queda del capataz: “Vamos”. La cuadrilla en posición. Suena el golpe sordo del llamador, un solo golpe. El paso se levanta a pulso, lentamente, y un silencio escalofriante cubre como un manto a todos los presentes.
De repente, los ojos de todos se abren redondos como pistas de circo, las bocas redondas como plazas de toros. Jesús del Gran Poder se está moviendo, no es el paso el que se mueve, es él mismo quien suelta la cruz que lleva sobre su hombro en el montículo del paso, se quita la corona de espinas y con una grácil genuflexión la deposita sobre el manto de flores, de un salto se lanza a la calle, sus potencias se refugian en el interior de sus ojos y, con las manos unidas, comienza a caminar.
Nadie sale de su asombro. Todos gritan. Unos lloran, unos claman, unos ríen. Una extraña locura parece haberlos poseído a todos. El hombre de túnica morada, porque hombre parece y la túnica es la misma que llevaba cuando su alma era de madera, camina silenciosamente recorriendo el itinerario previsto hacia la catedral. Todos van apartándose a su paso, manteniendo unos metros de distancia a su alrededor, pero todos quieren seguirlo. Algunos osados o necesitados o esperanzados intentan, sin lograrlo, tocarle los vestidos. Sus ojos de fuego miran a un punto lejano, más allá del final de la calle, del final de la plaza, más allá de todo horizonte. Su paso lento es firme. Cuando enfila la calle sierpes se detiene un instante, respira profundamente como si llevara siglos sin hacerlo, disfruta del aire frío de la madrugada y continúa andando. Su tez morena se oculta en las sombras; sus ojos, ya más apagados, aún conservan una llama en su interior. Cuando se encuentra al final de la calle, justo cuando va a adentrarse en la plaza de san francisco, se detiene de nuevo y respira. Una mujer joven rompe el círculo de respeto que todos le han dejado, se le acerca y pregunta. “¿Eres tú, Señor, que has vuelto?” El gran poder, refugio de inocentes, mira a la mujer que se retira en silencio con su respuesta. Otros también le increpan, pero él ya ha emprendido de nuevo su marcha lenta hacia la catedral. Un agente de la policía urbana se le acerca por su costado, su mano toca el paño que lo cubre, pero no puede detener la marcha del señor. El agente retrocede con la imprudente mano adormecida. Al final de la avenida de la constitución, el señor se detiene bajo el pórtico de la catedral, se gira, bendice a la multitud, se adentra en el templo. Las autoridades eclesiásticas expulsan del mismo a todos los nazarenos, penitentes, costaleros y demás protagonistas de la fiesta y cierran todas las puertas de la iglesia. El señor, con las piernas cruzadas en el suelo del coro, permanece quieto y en silencio. Ninguna autoridad osa perturbar sus oraciones.

Toda la noche ha permanecido el señor en el suelo de la basílica, toda la noche en silencio y la quietud más absoluta: más que hombre parece talla, a no ser por las llamas que encienden sus ojos, por el sudor que mana de su frente y por la sangre que como un fino hilo ha comenzado a brotar de sus muñecas y de sus empeines.

Ya de amanecida se le acerca un hombre de alta sotana. Permanece en silencio unos minutos junto al señor. Finalmente pregunta: “¿Eres quien esperamos, que has vuelto como prometisteis?” No haya respuesta el arzobispo. Aún se mantiene junto al señor varias horas. Pero en la iglesia solo se escucha, ominoso, el silencio. Finalmente, tal vez cansado, o decepcionado, o desesperanzado, o aburrido, o desconfiado, o enfadado, o confundido, o perplejo, o angustiado, o dolido el arzobispo se levanta y se marcha.
Pasa otra jornada y concluye. A la mañana siguiente, sábado santo, otras autoridades deciden increpar al orante. Felipe VI de España, el presidente del Parlamento Europeo, el presidente de la Comisión Europea, el presidente de los Estados Unidos de América, el de la Federación Rusa, y otras más de quince autoridades se dirigen al señor y le preguntan: “¿Eres quien pareces ser?” El señor, refugio de culpables, los mira a todos con sus ojos encendidos, uno a uno, y permanece en silencio; después se refugia de nuevo en su interior, parece descansar.
Las autoridades se van marchando.

Las televisiones, las radios, los periódicos no dejan de publicar explosivos titulares: “el señor está con nosotros”, “el señor guarda silencio”, “¿qué calla el señor?”, “¿para qué ha vuelto el señor?”. Algunos medios concluyen: “Esto es el apocalipsis”. Otros: “Finalmente era el único dios verdadero”. La locura recorre las calles: quienes creen que llevaban una vida disoluta, o quienes creen que se regodeaban en la maldad, en el oportunismo o en la perversión corren despavoridos y claman perdón; quienes creen lo contrario sonríen a todas horas, se abrazan por las calles, y cantan y danzan cogidos de las manos. El señor, en silencio, parece llorar; de sus muñecas y de sus pies brota un río de sangre que sale ya por todas las puertas de la catedral, baja las escalinatas y se extiende por las calles de Sevilla en todas direcciones. El río está teñido de rojo como el cielo del atardecer.
Al amanecer siguiente, domingo de resurrección según quiere la tradición, acude a la iglesia el papa Benedicto XVI, quien sumisamente se acerca al señor, apoya sus manos en sus hombros y le dice: “Por favor, ayúdame”. El señor parece conmoverse, levanta la mirada y responde. “¿Qué necesitas?”. “Necesito perdón, dios”. El señor parece irritado: “Eras tú quien debías mostrar el camino”. “Lo sé, señor -responde el papa-, pero... ¡el camino está tan borroso y es tan incierto! ¡Ayúdame! ¡Ayúdanos!” “Vine a tomaros conmigo una vez preparado el lugar, pero... ¡habéis trabajado tanto para borrar el camino, que ya no sé hacia dónde conduciros! Tal vez sea tarde mi venida, tal vez subestimé vuestra inteligencia o vuestra capacidad de acción y dominio, tal vez la vida del hombre sea un error”. “Por favor, señor -respondió Benedicto-. No te vayas y nos dejes en soledad. Tú eres el gran poder. No todo debe estar perdido. Piensa que tal vez haya aún tiempo, que tal vez hayas vuelto demasiado pronto. Concédenos más tiempo para emprender nuevas tareas. Por favor”. El señor cerró los ojos, meditó y al caer la noche pronunció su sentencia: “Así sea concedido”. Después su cuerpo se inflamó. Quizá fuesen las llamas de sus ojos quienes iniciaron la combustión. Rápida combustión que sólo dejó a los pies del albo padre un leve montículo de cenizas que el viento no tardó en dispersar por la nave, por los aires, por los cielos, por las aguas del río, eliminando con ellas toda mancha de sangre que ya se iba expandiendo por todos los continentes de la tierra.
José Manuel Martínez Arias.

Presagios:



Sonó el llamador y se hizo el silencio.

El día no empezó del todo bien. El café se terminó y tuve que tomar cacao, fruncí el ceño resoplando y tras un desayuno frugal sin mi codiciado y necesario café matutino me dispuse a darme una ducha.
El equipaje ya estaba preparado y solo faltaban por guardar las toallas de playa.
Mientras tanto Toni apuraba el tiempo paseando por el mar que tanto le fascinaba.
De repente la luz se fue y el termo, que era eléctrico, dejó de funcionar, me esperaba, pues, una ducha fría, así que me armé de valor y afronté este segundo contratiempo de la mañana con optimismo moderado.
Nada podía turbar mi satisfacción, la segunda parte de nuestras vacaciones estaba aún intacta, pero empecé a percibir como señales todo lo que me estaba ocurriendo.
¿Serían estos leves percances presagio de algo más?
Nada podía turbar mi ilusión pero una tenue nube de intranquilidad empezó a rondarme por la cabeza.

Y así fue como Toni y yo nos dispusimos a continuar nuestro periplo en dirección a un bonito pueblo andaluz en el que poder disfrutar de la semana santa. Pero como no hay dos sin tres, durante el camino ocurrió lo que no nos pasaba desde hacía años, a saber: pinchamos la rueda.
Aquello me desquició, demasiadas casualidades juntas. ¿Qué hacer?
Continuamos.
Una pareja de extranjeros expectantes y llenos de curiosidad, rojos por el sol, empecinados en conocer y descubrir recónditos lugares y exóticas costumbres de Andalucía. Equipados con chanclas, bermudas y camisetas de colores, conduciendo una furgoneta vieja y ruidosa de la que cuelga un sin fin de objetos que alguna vez alguien pensó que pudieran ser útiles, este par de forasteros equivocados se presentan de esta guisa el jueves santo en el centro de un pueblo con solera y devoción que llenaba sus calles de mantillas, sombreros, trajes negros, seriedad y silencio.
Fue detener el vehículo y una procesión de penitentes portando imágenes apareció en la plaza en la que nos encontrábamos. Todas la miradas se dirigieron a nosotros. Incluso los ojos del Cristo se mostraron sorprendidos ante nuestro desaliño. El silencio de la plaza fue rotundo. Todos estaban más pendientes de este par de guiris que de la procesión esperada. Hasta dos veces tuvo el capataz que llamar a los costaleros. A veces los presagios son señales celestiales: nunca hubiéramos imaginado que podríamos convertirnos en los protagonistas de la fiesta que pretendíamos conocer.
Maribel de la Fuente Hernández

AQUEL VIERNES SANTO.

El recuerdo la asalta poderosamente, ve a su padre, su querido papá. Tendría entonces la edad que ella tiene ahora. Ella tenía siete años. Llevaba toda la semana esperando este día, él le ha prometido que verán salir al Cristo del Cachorro, por primera vez desde el incendio.

Cruzan el puente y la multitud los va rodeando a medida que se acercan al templo. El padre aprieta su mano. Las bullas en Sevilla tienen fama de ser organizadas, pero siempre imponen cuando llevas de la mano lo que más quieres en el mundo. Se sitúan y esperan. Aún falta, ni siquiera ha salido la cruz de guía. Un poco por llenar el tiempo, ella le pide , otra vez, que le cuente una historia mil veces oída.

    • ¿Y por qué lo llaman El Cachorro?
    • Dice la leyenda que a un famoso escultor le hicieron un importante encargo. La talla de un Cristo justo en el momento de dar su último suspiro, porque se llamaría Cristo de la Expiración. El artista se dedicó a su obra en cuerpo y alma, pero ninguna de las tallas que salían de sus manos le satisfacía. Una tarde, buscando despejarse de su obsesión, fue a dar un paseo. Presenció entonces una pelea entre dos hombres. Uno de ellos, era un gitano , famoso en Sevilla por su apostura, apodado “el Cachorro”. En el lance resultó fatalmente herido y el escultor vió como moría antes sus ojos. Lleno de inspiración llegó a su taller y esculpió un Cristo, plasmando en su rostro la agonía que había presenciado tan de cerca. El año que el paso procesionó por primera vez, un clamor acompañó su recorrido -Es el Cachorro- decían todos -es su cara-. Y por ese nombre fue reconocido desde entonces.

Después de escuchar la historia la niña guarda silencio. Sus ojos se detienen en un balcón. Una mujer, sola, se asoma por los visillos, está hablando por teléfono y llora. Ella imagina que está hablando con algún hijo y que le está describiendo esos momento que tantas veces vivieron juntos. La niña abraza a su padre, es pequeña, pero intuye que un día recordará este instante y, sobre todo, lo recordará a él.

Como tienen que seguir esperando, vuelve a preguntar lo que ya sabe:

    • ¿ Y por qué el año pasado no hubo procesión?
    • Un terrible incendio se declaró en la Capilla. La Virgen quedó reducida a cenizas y el Cristo sufrió graves daños, sobre todo en los pies.
    • ¿ Y ya se los han arreglado?
    • Así es, lo han restaurado para que lo veamos como siempre.
      En ese momento, el hombre que está al lado se mete en la conversación:
    • Eso no es así amigo. Yo también voy a contarle una leyenda que muchos consideran cierta. El Señor quedó tan deteriorado con el fuego que los hermano, en secreto, han encargado una copia, y esa será la que procesione hoy. El verdadero Cachorro está en el cementerio de San Fernando, en el Panteón de Anibal Gónzalez. No se han atrevido a tirarlo y lo han colocado allí, creyendo que nadie lo sabría, pero se ve a través de las rejas . Yo mismo lo he comprobado y es impresionante, con los pies quemados, tal como quedó tras el incendio.

La historia entristece a la niña. No quiere creerla. El padre guarda silencio y la coje en brazos. El momento se acerca. El cortejo se inicia y ya se ven los ciriales. El Cristo está a punto de salir. Desde el interior, sonó el llamador y se hizo el silencio. Se escuchan rumores lejanos de otras calles, pero allí todos aguardan sin pronunciar palabra. Sólo se oyen los pasos de los costaleros. Cuando el paso está en la calle, la niña murmura en el oído de su padre:

-¡Es él papá! Estoy segura.
    • Y ¿cómo lo sabes?
    • Voy a contarte una leyenda: había una vez una niña que siempre que salía de paseo le pedía a su padre que la llevara a ver al Señor. Como era muy pequeña apenás podía fijarse en su cara, a no ser que su padre la cogiera en brazos , así que desde su altura siempre se fijaba en una mancha que el Cristo tenía en la rodilla. Yo soy la niña papá, y lo primero que he buscado es la mancha y allí está. Prométeme que se lo diras a todo el mundo.

La niña, la mujer, sonríe ante el recuerdo, besa la foto de su padre y se lanza a la calle, fiel a su cita anual.


Ana María Cumbrera Barroso



LA CASA DE LAS SORPRESAS.


Era mediodía. Confiaba en que, una vez realizada esa peritación, acabaría por fin esa larga semana.

Llovía, o mejor dicho, diluviaba. Era una bonita calle, sobre todo por la muralla que tenía a su izquierda, con una bonita portada almohade que le daba una gran majestuosidad. Distraido con esta perspectiva, llegó al portal. Vió la aldaba que hacía de llamador en una gran puerta de roble y, en ese momento, se hizo un extraño silencio ...

Al no contestar nadie, empujó levemente la puerta. Ésta se abrió ...

- ¡hola! ¡se puede!

Nadie contestó. Decidió entrar en el amplio zagúan que hacía de preentrada, y no pudo por menos que maravillarse de la belleza de la casa. Techos altísimos, una pequeña salita, aún con muebles aunque antiguos muy bien conservados, y unos grandes cuadros en blanco y negro, posiblemente fotografias de los antiguos moradores de la finca.

Una vez dentro, vió un gran patio aún bien iluminado, con una cocina y una pequeña alacena a su izquierda, y una escalera a su derecha, para acceder a las habitaciones situadas en la primera planta ...

- ¡Que barbaridad! Pensó, ¡me voy a llevar toda la mañana para valorar tanto mueble!

Decidió, una vez que se percató que no había nadie, a sacar su bloq de notas y un par de lápices ... siempre se le había gustado más el contacto con el papel de la mina de grafito que la punta de cualquier boligrafo ...

- ¿se le ofrece algo caballero?

Giró violentamente su cabeza sobresaltado. Creía que no había nadie en la finca ...

- Perdone, he llamado a la puerta y cómo nadie me contestaba ...

- No se preocupe, dígame en que puedo servirle.

Le enseñó su acreditación de administrador de fincas, y la comunicación del día y hora en que tenía orden de presentarse ...

- Si, muy bien. Está todo en regla. Proceda a realizar su trabajo.

Se quedó aún un poco aturdido por el sorpresivo encuentro, y comenzó su inventario. Con el rabillo del ojo pudo observar la apariencia de este señor. Mirada y gesto afables, pelo corto y con un pequeño bigote, con traje y corbata elegantes, pero extrañamente algo pasados de moda ...

- ¡Soy relojero, sabe usted! ¡Del ayuntamiento de este pueblo!. No sé si se ha percatado, pero en la plaza siguiente a esa calle, donde está el edificio municipal, el reloj que lo preside desde las alturas es mi mayor orgullo. Me dedico a su mantenimiento ...

Seguí observandolo con extrañeza. Tenía unos ademanes corteses, pero algo extraños en los tiempos actuales.

... vivía aqui con mi familia. Mi mujer, y mis tres hijos. Me tuve que marchar demasiado joven, por circunstancias ajenas a mi voluntad. Mi señora, mujer con carácter, siguíó con la crianza de mis hijos con una gran voluntad y abnegación, ¡Ve esa habitación!. En tiempos de la guerra puso una tienda de comestibles, con lo que consiguió salir adelante. Más tarde, y al hacerse sus hijos mayores, les puso una pequeña taberna para que se fueran ganando la vida. No les gustaba demasiado este negocio, sobre todo al más pequeño ...

Siguió haciendo el informe, mitad abstraido con el inventario - amenazaba con ser interminable -, y la amena conversación con este extraño acompañante ...

¿Ve la azotea, allí arriba? ... en plena guerra, de madrugada, cuando los bombardeos de la aviación italiana, caían restos de metralla y mis hijos y mi mujer tenían que refugiarse en esa pequeña alacena ... ¿la ve?. Está horadada en la piedra de la muralla que acaba usted de ver ... ¡bastante segura!, ¿no le parece?.

Una vez terminada las dos plantas, se dispuso a subir hasta la azotea. Confiaba en que hubiera poco que enumerar, y cuando íba a subir, se percató de que la escalera, a unos 15 metros sobre el suelo, era de madera. El primer escalón chirrió de manera extrema, el segundo emitió un crujido poco tranquilizador ... un sudor frio le recorrió toda su espalda ...

- ¡Tranquilo buen hombre! ¡no se preocupe! ¡Por esas escaleras se ha subido y bajado durante medio siglo y sin ninguna desgracia que lamentar! ¡suba, suba!. Le acompaño ...

Seguí a ese señor hasta la puertecilla que daba acceso a la azotea. El postigo hizo mucho ruido y lo sobrecogió, pero al cabo de un buen rato de forcejeo, el extraño caballero consiguió abrir la puerta de acceso y accedió al último habitáculo de la casa ...

- ¿Ve esa pequeña buhardilla?. Ahí conservo muchos recuerdos, tales como útiles y herramientas de relojero, pequeños muebles que subíamos aquí por si nos volvían a hacer falta, cuadernos de mis hijos, mire mire ...

Él observó todo lo que le indicaba. Se dió cuenta que ante su fría mirada de tasador hay elementos que no son inventariables ni valorables ... y vió con extrañeza que, al volverse, el extraño caballero no estaba ...

Se ajustó sus gafas, y con un rápido vistazo, se volvió para salir de la casa y llegar pronto a casa. Le quedaba aproximadamente una hora de camino de vuelta ...

Una vez recogida toda su impedimenta, llamó varias veces para despedirse de este amable anfitrión. Nadie respondía. Miró a todos lados, y cuando se disponía a salir por la salita anterior al zaguán, se percató de que allí, en la entrada, estaba él, sonriente, con las brazos cruzados, mirándole fijamente desde uno de los retratos que adornaban su casa ...


Dedicado a mi abuelo Manuel Vázquez López, al que me hubiera gustado tanto conocer ...

domingo, 9 de septiembre de 2018


SU VERDADERA VIDA.

Todos, absolutamente todos, estaban equivocados. Sus compañeros de trabajo, sus conocidos -porque amigos no tenía-pensaban que ella era una mujer aburrida, solitaria y gris, con una vida aburrida, solitaria y gris. Pero es que ellos solo conocía su NO vida, esa que transcurría mortalmente lenta y monótona de octubre a agosto, de la casa al trabajo y del trabajo a casa. Ningún lujo, ninguna distracción. Sabía que la tildaban de mezquina y avarienta. Nunca salía con nadie, nunca se tomaba nada a la salida del trabajo, austeridad absoluta en el vestir. Ellos ignoraban que su verdadera vida duraba un mes cada año, septiembre. Soñar despierta con ese mes le permitía sobrevivir en su NO vida.

Cuando el 1 de septiembre llegaba, la mujer gris se transformaba. Era como la mariposa que salía de la crisálida que la había aprisionado durante once meses. Sus ropas se volvían elegantes, coloridas, en consonancia con su destino: un hotel de lujo en el Sur de Francia, siempre el mismo. El lugar que realmente le correspondía en el mundo, el escenario de su verdadera vida, donde ella soñaba con encontrar el amor.

Sin conocerlo, podía imaginarlo perfectamente. Soñaba despierta con él cada uno de los días de su NO vida. A un hombre así sólo podía encontrarlo en aquel lugar. Sería alto, su pelo negro empezaría a encanecer por las sienes. Estaba bronceado, vestía un traje claro. Sería amable, educado, inteligente y adorable. Se mirarían y se reconocerían.

Los días de su septiembre transcurrían veloces. Más lentos al principio, de forma vertiginosa a partir de la segunda quincena. Desayunos en su habitación, almuerzos y cenas en el comedor, atendida siempre por el mismo solícito camarero que charlaba con ella brevemente. Las miradas amistosas de los otros huéspedes, los paseos por la playa...No escatimaba gastos: generosas propinas con el servicio, lo mejor del menú...Eran los únicos días del año en los que se sentía realmente ella y disfrutababa cada momento.

Pero él no aparecía... el hombre de sus sueños, año tras año, seguía sin llegar y, una vez más, septiembre llegaba a su fin.

La última noche, durante su última cena, con la pespectiva de que al día siguiente todo terminaba, desesperada, mira a su alrededor: familias, parejas, reuniones de amigos ocupan las otras mesas. Sólo hay una persona que realmente la ve, que la está mirando: es el camarero que la ha servido durante estos días. Cuando el comedor se queda vacío, él se le acerca, la toma de la mano y, sin decir palabra, la lleva a su habitación. Ella se deja hacer. Necesita el contacto de otro ser humano, un poco de amor antes de volver a su No vida. Después, once meses por delante para volver a soñar.

Ana María Cumbrera Barroso.



DE AMORES Y AMORÍOS VERANIEGOS

Acababa el día. Maribel y José Manuel veían desde su terraza la puesta de sol. Por delante, muchísimos turistas disfrutaban de un buen día de playa. Estaban cogidos de la mano, y disfrutaban de la atardecida con la misma ilusión de sus casi 50 años juntos ... era su mejor momento del día ...

Isabel y Pepe se acababan de conocer. Él era estudiante de filología, ella estudiaba Derecho. Los presentó un primo de él que los conocía a ambos, o eso al menos creían. Salían en una pandilla improvisada, de esas que se forman apresuradamente ... el tiempo de vacaciones no sólía ser demasiado largo, pero siempre intenso ... cómo todo lo efímero y bueno ...

Era una noche más de feria, de esas ferias veraniegas que se celebran bajo un calor de justicia, o eso quería creer ambos. Ella, vestida de gitana, íba con el grupo de la facultad no muy convencida, pero cómo no tenía nada mejor que hacer ... Él también se apuntó a última hora, y por ese persistente compañero que siempre le decía ... ¡para quedarte en casa aburrido leyendo y leyendo ...!. Al poco de encontrarse en la portada, ella le miró a él primero. Le llamó y, por que no decirlo, le gustó esa imagen de verdadera timidez que dejaba entrever aquel muchacho con gafas y ojos dulces ...

José Manuel siempre vio en Maribel a la mujer de su vida. Lo supo desde el primer momento. Aquel verano del 65, en pleno concierto de los beatles en Madrid, lo intuyó. Escuchando a su grupo favorito, y rodeados de muchísima gente, sus manos se acariciaron primero, para después entrelazar algunos dedos ... sus miradas se cruzaron, y ya supieron que siempre serían inseparables.

El grupo salió algo más tarde de lo normal. Isabel pensó que se les haria tarde. Pepe la tranquilizó. No habría ningún problema en volverse juntos un rato antes ... o bastante antes ... Ella, aún previendo las intenciones de él, tuvo que reconocerse a si misma que la idea la atraía, y le apetecía sobremanera ... ¿se atreverá a decirle algo sobre sus sentimientos?.

Llegaron a una caseta. Él pregunto a su compañero, o inesperado celestino, que cómo se llamaba aquella chica morena de ojos claros que íba de flamenca. Él se sonrió - para no haber querido venir, íba demasiado deprisa, pensó – y, disimulando una sonrisa pícara, le dijo que su nombre era Esperanza ...

Una vez fuera del concierto, se dejaron llevar por el grupo para tomar algo en una más que improvisada velada. Los alrededores del estadio estaban llenos de gente, y encontraron a duras penas un lugar donde sentarse. Coincidieron al azar, o no, uno al frente del otro, y Maribel esbozó una tímida sonrisa y, volviendo la mirada distraidamente hacia la barra donde sus amigos pedían algo para picar, se dió cuenta de que José Manuel no la dejaba de observar ...

Volvían por las calles de arena de playa. Isabel no apartaba la mirada del suelo, y Pepe se decidió a ponerle su mano derecha sobre sus hombros. Ella, al principio, se sobresalto, pero se dejó llevar, con esa falsa inocencia de quién sugiere y espera. Al momento, su cabeza reposó en el hombro de él y, al cabo de unos segundos, intercambiaron un primer beso lleno de inexperiencia e ilusión.

Ella bailaba con una amiga. ¡Pepelu!, escuchó tras de sí. ¡Anda, sal, e invítala a bailar! ¿tú sabrás bailar algo no?. Esperó impacientemente a que acabara la cuarta de aquella sevillana interminable, y se acercó a ellla ... Ella, sorprendida de que aquel muchacho que le pareciera tan tímido la abordara, aceptó con una bonita sonrisa su ofrecimiento. ¡pues al final no bailaba nada de mal!.

Una vez fuera del restaurante, José Manuel propuso a Maribel si le apetecía que la acompañara a casa. Total, era aún temprano y los amigos, cómo todos los buenos amigos que se precien deben hacer, se dieron cuenta inmediatamente de que aquello prometía ... o al menos esa era la impresión que tenían todos, comentándolo entre sonrisas y miradas cómplices.

Ya en su portal, Isabel observó que sus padres veían la televisión, sentados en la terraza del apartamento. Pepe lo observó también y, cogiéndola por la cintura, la apartó hacía una cancela a salvo de miradas paternas y, con toda la dulzura de la que pudo hacer gala, selló con un beso el primer encuentro con ella.

Después de tomar algo de comer y beber en la caseta, Pepe Luis le propuso a Esperanza que salieran de la caseta. Quería estar un rato con otros amigos, y le pareció muy buena idea – el tiempo le terminaría dando la razón -que le acompañara. Ella aceptó, posiblemente porque le comenzaba a gustar más de lo debido para ser el primer encuentro.

Maribel miró a Jose Manuel. Él seguía distraidamente el movimiento del oleaje. Ella vio en él, 50 años después, a aquel chico con el que disfrutó aquel concierto como nada hasta entonces. El tiempo dictó que fué algo más que un amor de verano ...

Pasaron las horas y los días, con esa rapidez con la que se acaba siempre lo bueno. Era su última noche, y estaban sentados ambos sobre la arena de la playa. Isabel se mostraba triste, y con una sensación de nostalgia que presagiaba que a ella se le íba a hacer interminable la espera hasta el próximo verano. Pepe la abrazaba, y entre beso y beso, la reconfortaba diciéndole que no sólo íba a esperarla para el próximo verano, sino para toda la vida ...

Eran cerca de las 3 de la mañana. Cansados, pero muy felices, se despidieron bajo la luminosa portada. Sería el final de una inolvidable noche, y el comienzo de una feliz relación de ambos.

Postdata: ... cualquier parecido con la realidad no es, para nada, pura coincidencia.


José María Vázquez Recio

Un amor de verano:



Apuraba el último sorbo de café, delicioso y reconfortante, mientras miraba a través de los cristales del bar.
Una breve parada antes de continuar. Ya solo quedaban veintitrés kilómetros para llegar a mi destino.
Y aunque esta vez el motivo de mi visita era triste, porque triste es siempre despedir a personas buenas que han estado a nuestro lado, no podía evitar sentir una emoción y una alegría infantil, cada vez que la silueta del pueblo aparecía ante mis ojos.
La misa por el padre de María se iba a celebrar ese viernes, y allí nos reuniríamos los amigos para acompañarla y para devolver a Antonio un poco de todo el afecto y cariño que él nos regaló durante tantos años.

Me levanté para pagar en el mostrador a una chica risueña y desconocida que me atendió amablemente.

Y me dispuse a salir hacia el coche.
El olor a lluvia incipiente me sorprendió, la frescura del aire. ¡Cómo me gustaba!

Todos los aromas de la libertad concentrados en el olor que dejaba siempre el perfume de la lluvia de verano.
Veranos tan lejanos ya en el tiempo, pero dispuestos a irrumpir en nuestros recuerdos en cualquier instante para llevarnos a lugares recónditos, donde fuimos tan felices. ¡Tanto! que solo el evocarlos nos devuelvían esa felicidad multiplicada e intacta.

Como aquella noche de san juan, que inauguraba las vacaciones, y era por eso doblemente mágica.
El verano, la felicidad de ser simplemente, ese oasis de tiempo infinito que debíamos llenar de risas, de paseos, de aventuras y confidencias.

Esa noche en que te vi tan silenciosa y sin saber cómo, reuní el valor necesario para pedirte si querías bailar. Y ante mi asombro infinito dijiste que sí y el contacto de tu mano en la mía mientras bailamos es algo que jamás podré borrar de mi memoria.

Y así fue como un amor de verano llegó para quedarse junto a mí, todos los otoños, todos los inviernos y todas las primaveras.

Y se quedó incluso cuando ya no estuviste a mi lado y ahí seguirá hasta mi último aliento.

Ahora justo a la entrada del pueblo hay una tienda pequeña, donde suelo encontrar las flores más bonitas.

Dos ramos de flores frescas. Las flores para Antonio, el padre de María, que sean de muchos colores. Para ti claveles rojos, los que más te gustaban.




Maribel de la Fuente Hernández.

Renacimientos:



Otro amor de verano.

Se colocó frente a la taza del váter, se bajó los pantalones y los calzoncillos hasta abajo, y se dispuso a orinar. Con delicadeza se pellizcó el escroto y el glande, deseando que un grueso chorro de orina brotase con fuerza de su polla. Nada. Nada brotó, aunque sentía unas ganas enormes de orinar. Después de más de cinco minutos de espera, comenzó a expulsar un ligero hilo de orina y unas cuantas gotas que apenas amarillearon el depósito del váter. Aún con ganas de orinar, se agachó, se subió los calzoncillos y los pantalones, no se lavó las manos, y salió del cuarto de baño con la cabeza baja, la mirada perdida y los hombros caídos. Este era Andrés, profesor jubilado de literaturas comparadas, de sesenta y cinco años, soltero, putero y aficionado al tabaco de calidad y al güisqui caro.

De joven había querido ser escritor, pero pronto descubrió que carecía de sensibilidad y de imaginación: era incapaz de inventar ninguna historia nueva, ninguna anécdota que no hubiese vivido con anterioridad, pero sobre todo era incapaz de imaginar lo que hubieran sentido los protagonistas de sus historias. Hecho este extraordinario dado que cuando leía historias escritas por otros, entonces se introducía con pasión en los relatos y ya se imaginaba ser John Silver, ya el Conde de Montecristo o ya Margarita Gautier. Una vez que comprendió que no estaba destinado para la literatura creativa, se dedicó al disfrute de la lectura y, con ello, acabó ejerciendo de profesor en una facultad de filología de Madrid. De hecho este momento fue el de la primera muerte de Andrés. Él sintió cómo su vida, de no estar dedicada a la creación, carecía de sentido, para nada la quería. Ahí comenzó su afición al güisqui y a las putas, al fin y al cabo, pensaba, una esposa no era más que una puta aburrida y cara.
No obstante esta primera muerte, también tuvo Andrés un primer renacimiento. Fue a comienzos del año escolar 83-84. Aquel año impartía un curso sobre novela decimonónica europea y a sus clases se habían apuntado un grupo insoportable de señoritas demi-vierges que suspiraban cuando apenas había terminado de leer algún texto. Aunque sus ojos lo miraban a él y sus oídos parecían escuchar los textos leídos por él, realmente, ni los ojos ni los oídos de estas señoritas eran capaces de mirar o de oír nada que ocurriera fuera de sus propias cabezas: jóvenes onanistas que confundían sus vulgares deseos con sus amores soeces. Pero, en cambio, una jovencita morena de pobladas cejas y de ojos negros destacaba en ese grupo de aspirantes a capadoras de jóvenes incautos y de locas ansiosas de rellenar sus huecos internos y vidas vacías con sonrosaditas carnes, mocosas narices y desentonados gritos. Esa morena delgada, de pechos generosos y ropa ceñida, miraba de forma diferente, lo miraba a él, atendía a la lectura de los textos, disfrutaba con ellos, y, especialmente, miraba sus labios cuando leían, y sus ojos cuando la miraban a ella, únicamente a ella. El curso se hubiese convertido en un prometedor diálogo entre dos solitarios aislados, si no hubiera sido por esas espectadoras parásitas, maledicentes cotillas y mujerucas de banales aspiraciones que en un mundo menos hipócrita solo hubieran servido para ser esclavizadas, sodomizadas y vejadas por pestilentes viejos babosos que satisficieran sus desequilibrados deseos con el color de sus billetes. Ella destacaba por encima de esas calamidades. Tal vez fuese por la falta de imaginación y de sensibilidad de él, o por la patológica timidez de todo profesor, o, tal vez, por la excesiva prudencia que de ella emanaba, pero los hechos fueron que transcurrió el curso, que él nunca le dirigió ni una sola palabra que no tuviera que ver con Flaubert, con Stendhal, con Dostoievski o con Tolstói, y que la joven morena despareció contoneándose del campus con una matrícula de honor en el certificado de sus calificaciones. El último día de clases, la joven se había pasado por el despacho de Andrés. Quería consultarle algo, que la aconsejase sobre algo. Había llamado a la puerta cerrada con tres toques de nudillos. Él había abierto sorprendido y cuando la vio frente a sí apenas pudo subirse las gafas, ajustarse los lazos de la pajarita y articular unas leves palabras. “¿Se-se-señorita? ¿Qué-qué desea?”. “Querría saber si podría usted aconsejarme”, dijo ella. “¿Aco-consejarla? ¿Sobre qué-qué?”, había preguntado él impostando la entrecortada voz. “Sobre literatura, profesor. Querría que me indicase algunos conocimientos que debería alcanzar durante este verano. ¿Sería usted tan amable?”. “¿Tan amable? Cla-claro hija, pase y sién-én-tese”. Su primer renacimiento consistió en recuperar la confianza en su capacidad de sentir: la voz de la muchacha era grave y sensual como un murmullo que llegase de muy lejos, de una caverna subterránea; sus labios, enormes y rojos, debían ser la entrada a esa caverna misteriosa, poblada de ángeles benéficos que debían de transportarle con sus alas a algún paraíso solo por ella conocido; sus ojos, negros y profundos, predisponían a la desorientación absoluta en que se encontraba Andrés. Un enorme vigor se había apoderado de él cuando se produjo el roce de una de sus rodillas con la propia. Una corriente eléctrica se había descargado en esa rodilla, había corrido por sus nervios hasta su columna y se había estrellado en forma de sensación placentera en la base de su cráneo. Este choque violentísimo le hizo levantar la pierna y darle un puntapié a la papelera colocada junto a su escritorio, que se volcó desparramando por el suelo su última colección de fotografías de jóvenes semidesnudas llamada “¡Cuba Libre!”. “Señorita”, había dicho, “no se equivoque usted conmigo. No soy co-co-comunista”. Ella se limitó a sonreír. Apenas cinco minutos después esa luz del universo había salido del despacho con una lista de obras y de autores imprescindibles y él se había quedado solo, despatarrado sobre el sillón, derrotado como héroe tras cruenta batalla y con la amarga sensación de ser el más imbécil de los mortales: había sido invitado por los dioses a visitar el paraíso y había renunciado a la invitación por absurda incomparecencia.
No obstante, la intensa emoción que vivió durante ese curso y, sobre todo aquellos apenas cinco minutos, le devolvieron toda la pasión perdida años atrás emprendiendo así un verano creador repleto de mala literatura, de vomitivos relatos para viejas ñoñas y de un inexistente presupuesto para gastos sexuales. Ese verano, puro sexualmente, estuvo repleto de amor soñado, de amor recuperado, de amor idealizado, de amor pleno, bello e inocente. Fue su verano de amor.

En septiembre comenzó un nuevo curso escolar y Andrés fue a su primera clase debidamente perfumado y trajeado para, desde la cima de su tarima, buscar con la mirada a su querida joven morena entre las huecas mujeres que lo miraban con supuesto e impostado embeleso. Pero ella no volvió a aparecer por la facultad ni ese día ni ningún otro y su ausencia mató de nuevo a Andrés. Esta, su segunda muerte, llegó con dilatadas zambullidas en el güisqui y recurrentes visitas a las casas de señoritas de las afueras de la ciudad: mujeres con ojos pintados de colores vistosos, bocas pestilentes rellenas de viejas almenas, y voces rotas y ajadas que apenas si podían prometer un soez placer animal.

Después de treinta y cinco años, Andrés, ya viejo y permanentemente malhumorado, solitario y poseído por una suerte de malaje que hacía que todos se alejaran de él, que su mera presencia fuera suficiente para expulsar a todos de su vera, ya no recuerda ni la voz, ni los labios, ni los ojos de aquella morena sensual de su segunda muerte; pero sí que recuerda aquel primer renacimiento. Guarda como un tesoro los ripiosos relatos de amor que escribiese aquel verano de amor soñado, de vez en cuando los relee, sobre todo en las noches frías de invierno que le impiden salir de casa; pero siempre recuerda que hubo al menos un día y un momento en que llegó a sentir una corriente eléctrica por todo su cuerpo y daría todo el resto de vida que le quedase por volver a sentir algo parecido.

La noche le empujó a salir; mayo llegaba a su final y empezaba a hacer calor, así que decidió conducir hasta la casa de citas habitual. Pero no tuvo más remedio que parar a mitad de camino, malestacionar el coche en una esquina y entrar en el primer bar que encontró abierto. Tenía unas enormes e irreprimibles ganas de orinar. Se bajó los pantalones y los calzoncillos hasta abajo, se pellizcó suavemente el escroto y el glande, y esperó. Como ya venía siendo habitual el caño deseado no apareció; las ganas de orinar eran enormes, pero nada brotaba de su polla. Después de varios minutos cayeron unas gotas que no calmaron sus necesidades. Con el rostro aburrido se subió los calzoncillos y los pantalones, se abotonó la bragueta, se abrochó el cinturón y salió del baño. Se dirigió a la barra y, con los hombros bajados y la cabeza agachada, pidió un güisqui doble. La camarera apenas lo miró, le sirvió el licor, puso un posavasos y depositó la copa en él. La mano de Andrés esperaba el contacto con el cristal frío cuando se topó con la mano de la camarera. Sus dedos se tocaron un instante y de pronto se produjo de nuevo el milagro: una corriente eléctrica partió desde el exterior del dedo meñique de su mano derecha, corrió a todo lo largo del antebrazo y del brazo, llegó a la columna y se estrelló con virulencia en la base de la nuca. Andrés sintió un vértigo olvidado, miró a la camarera vieja, de cejas pobladas, de pelo ajado teñido de rubio, de ojos negros y de labios deprimidos, y sintió un movimiento repentino en el interior de su bragueta. Este era el anuncio innegable de su segundo renacimiento, de un nuevo verano de amor que aún le reservaba la vida, de un nuevo paraíso al que no estaba dispuesto a renunciar.


José Manuel Martínez Arias