martes, 13 de febrero de 2018

Una tarde de fútbol.

Apareció de repente, mientras rebuscaba entre un lío de ropa desordenada en el altillo del armario.
Envuelta en papel de seda, para preservarla del caos que la rodeaba, diminuta y pequeña pero intacta, como los recuerdos a los que me llevó en un viaje directo y fugaz a otro tiempo.
Y así, subida en la escalera, agarrándome a la puerta del armario para no caer, encontré el equilibrio que solo brota de la memoria sincera, de la mirada clara

Y comencé a evocar...

Desde por la mañana me sorprendía su alegría inusitada, siempre nueva, siempre extraordinaria.
Pareciera que acabara de descubrir una pócima mágica, una alfombra mágica... la pura magia.
La observaba entre divertida e incrédula, pero seducida por ese torrente de luces blancas que inundaban todas las partes de la casa por donde ella pasaba, dejando un halo de alboroto espontáneo y musical.
Era su manera de entender la vida, daba igual que las circunstancias fuesen adversas o favorables
Ella era la Esperanza, la convicción de que la vida era un hermoso regalo por el que valía la pena luchar siempre, en todo momento.
Y ahora abro esa llave envuelta en papel de seda que me trajo hasta aquí
Para encontrar una bufanda gastada
la bufanda que llevaba puesta esa niña todas las tardes que iba al fútbol de la mano de su padre

Con su esperanza, con su alegría
Esa que mueve el mundo.

3 de febrero de 2018

Maribel de la Fuente

martes, 6 de febrero de 2018

La pareja protagonista de nuestra historia se conoció en Semana Santa y empezó a salir en feria. Si a ésto añadimos que sucedió en Sevilla, puede sonar a tópico, pero así fue.

Una tarde de martes santo los presentó una amiga común. Aunque apenas hablaron esa tarde, a ella le cayó bien aquel chico simpático y dicharachero del que ya tenía referencias por sus amigas. Volvieron a quedar en grupo el martes de feria. Esta vez comenzaron a hablar nada más reunirse en la Calle Asunción y así se inició para ellos la que sería la mejor feria de sus vidas. Salieron todas las noches, comieron poco, bebieron algo más y bailaron mucho, rematando con los fuegos artificiales aquellos días festivos e inolvidables.

Como se decía entonces, empezaron a salir e hicieron lo que hacen todas las parejas del mundo en sus inicios : contarse sus vidas , descubrir aficiones comunes y ofrecer la mejor versión de ellos mismos. Fue una etapa feliz. Todo iba sobre ruedas hasta que una tarde de sábado él le hizo una proposición inesperada:

-¿Te vienes mañana conmigo al estadio a ver el partido del betis?

A ella el fútbol no es que le gustase poco ni mucho, es que no le gustaba nada en absoluto; es más, lo odiaba cordialmente. Para ella iba asociado a las tristes tardes de domingo con la eterna cantinela de Carrusel deportivo como banda sonora, las machaconas cuñas de Pepe Domingo Castaño -como olvidar lo de “Soberano, es cosa de hombres”- y los desagradables pitidos que anunciaban aquellos goles cantados de forma estridente. No había visto una partido televisado en su vida... ni el España Malta cuando iban por el décimo gol. Para colmo, el muchacho era bético y en su familia eran todos sevillistas desde hacía varias generaciones y aunque ésto también puede sonar a tópico, en Sevilla es poco más o menos como ser Montescos y Capuletos en Verona.

Todo ésto pasó por su cabeza en un segundo, pero bueno, estaban empezando y no quería ser desagradable. Después de todo ¿qué podía perder?

Así que al día siguiente se arregló y se puso un vestido rojo -que conste que sin la menor mala intención o doblez- y salió de su casa sintiéndose bastante culpable tras la mirada de desilusión y reproche que le lanzó su padre, en plan ¿¡cómo puedes estar haciendo ésto! ?¡Su padre! que siempre se bajaba al bar a ver los partidos para dejar que las cuatro mujeres de su casa pudieran ver la película en el salón y que ahora tenía que aguantar que a su hija le saliera un novio bético y que encima se fuese con él al fútbol.

Cuando entraron en el estadio y se instalaron, aquello era peor de lo que se imaginaba. Cerca de dos horas de pie, la gente gritando enloquecida, botando absurdamente -sevillista el que no bote- y cantando consignas. Detrás suya un hombre echándole todo el humo de un porro y lo peor de todo, aquel chico, hasta ese momento tan amable y educado, de pronto era el que más gritaba, el que más botaba, a la vez que sapos y culebras salían de su boca.

Aquella tarde de fútbol fue un punto de inflexión en su relación. Fue el final de la etapa de idealización. Era cuestión de dejarlo correr o aceptar el famoso dicho de nadie es perfecto. Era el momento de poner en una balanza lo bueno y lo malo y decidir si seguir o no juntos. Evidentemente ganó lo bueno, porque hoy, 30 años después, siguen juntos. Eso si, ella al campo no volvió.

TÍTULO: Su “única” tarde de fútbol.


Ana María Cumbrera Barroso.

lunes, 5 de febrero de 2018

Tarde de fútbol:


... ¿papá, a que hora nos vamos ...?

El niño se acercó a su padre, con ganas de llamar su atención. Acababan de almorzar la familia, otro domingo cualquiera con sus particulares costumbres y con su particular monotonía. El padre, con gesto cansado, ya que apenas había dormido tres cuartos de hora de su muy merecida siesta, se dirigió a su hijo con un gesto indulgente ...

... espera un momento, chico. Ya acabo ...

La madre terminó de arreglar al pequeño. Pantalón bien puesto, con la camisa para adentro, un buen chaquetón -siempre hace mucho frío en el estadio, y mañana hay colegio- , y dándole un beso muy fuerte en su mejilla, se despide ...

... a ver si ganais esta tarde ...

El niño se dirige a la puerta, y cuando aparece de nuevo su padre esboza una sonrisa de oreja a oreja ...

¡venga papá, que nos va a coger un atasco cómo siempre ...!

Cogen el coche, y se dirigen por la calle jilguero, a la derecha por la calle alondra, y embocan el barrio de la candelaria atravesando la avenida Federido Mayo Gayarre ...

¡papá, pon útlima hora futbolística, a ver quién juega ...!

El padre enciende el transistor, único elemento ajeno al engranaje del motor, que los lleva a ese lugar de común ilusión que es ese estadio ubicado al final de la palmera en el muy sevillano barrio de heliópolis ...

Llegan por fin, después de haber tenido la parada en el paso a nivel frente al cuartel de intendencia - papá, parece que se enteran los trenes cuando vamos al Betis -, y aparcan en uno de los pocos huecos que tienen la suerte de encontrar.

Se encaminan agarrados de la mano. Son cómo tantos en los que se entrecruzan dos generaciones compartiendo un mismo sentimiento. Padre e hijo, con la inacabable ilusión que los sostiene, domingo tras domingo.

¿papá, compramos caramelos?.

Una vez superada la oportuna liturgia de llenar de chuches los bolsillos del pequeño, embocan la entrada del estadio.

Se acumula mucha gente en la entrada. Siempre el mismo problema. El padre se saca del bolsillo ambos carnets de socio, y se lo muestra al portero, que muestra, cómo siempre, el mismo gesto entre desconfianza y hastío.

¿Seguro que el niño es infantil? A mi me parece demasiado alto para tener menos de 14 años ...

¡Si lo es!, -musita el padre no sin un gesto de cansancio al tener que decir lo mismo cada quince día-. El niño tiene aún 13 años, aunque pueda ser todo lo alto que usted quiera ...

Pasan al interior, no sin antes tener que escuchar el último comentario del portero musitando entre dientes ... Por fin, una vez dentro, se acercan a uno de los mostradores dónde se sirven bebidas.

Por favor, una mirinda de naranja y una cruzcampo. ¡que estén friás, eh!

Les sirven dichas bebidas, y ambos se miran felices después de ver el objetivo conseguido. Una hora y media, entre atascos, problemas de aparcamiento, porteros desconfiados, etc. Pero ha valido la pena ...

Si disponen a entrar por el vomitorio, y una vez sentados en sus localidades, el padre se dirige a su hijo ...

¡... y recuerda, si alguíen te dice que dónde estás sentado es su sitio, le pides el carnet!

Saltan los jugadores a calentar, el estadio al unísono los ovaciona. Son esos héroes temporales que durante unas horas colman las expectativas y la avidez de esa mística del balompié. Al poco, y cerca de las cinco de la tarde, los futbolistas vuelven a los vestuarios para terminar de prepararse antes del comienzo del partido.

¡papá, quíénes jugamos!

Esperate hijo, que ya van a dar la alineación ...

El estadio enmudece, y en ese momento, el espiquer calla a todo el estadio con su atronadora voz:

  • ... con el número uno ... Esnaola ...
    ¡Biennnn!
... con el número dos ... ¡Bizcochoooo!

El estadio acompaña a al nombre de cada jugador un grito al unísono. Son su equipo, sus jugadores ...
Comienza el partido. El equipo local ataca sin denuedo, pero enfrente tiene un gran enémigo. Tras unos veinte minutos, se confirmó la tragedia ...

¡Papá, nos han marcado!

El padre hace un gesto de desagrado, pero mira con esperanza a su hijo.

¡Tranquilo hijo, queda mucho tiempo!.

El juego continúa sin muchas variaciones, y menos en los guarismos del marcador. El 0 a 1 tendrá que esperar a la segunda parte.

Comienza el segundo tiempo, el equipo visitante, muy superior, sigue empujando para rematar el partido. El equipo local insiste en su empeño, más llevado por su fe que por otros argumentos futbolisticos, y el milagro llega ...

¡Gol, gol! ¡Papá, quién ha marcado!

El partido continúa, hay ocasiones que el portero local salva, y hace mantener la ilusión entre los aficionados. El partido parece que va a terminar con el empate cuando ...

¡gol, gol!

Padre e hijo se funde en un abrazo. Les embarga esa felicidad que dá los pequeños acontecimientos a su vida diaria.

Padre e hijo, felices con el devenir de la tarde, se despiden entre gestos de alegria y alivio ... El estadio se despide de sus jugadores entre cánticos de alegría y palmas ...

... ¿papá, a que hora nos vamos ...?


El padre se despierta, no sin tener que hacer un gran esfuerzo. Mira a su hija. Ella parece estar preparada. Tiene la misma mirada risueña que el tenía años atrás cuando su abuelo se la llevaba por esa senda de ilusión. De padres a hijos ... , ... de abuelos a nietos ..., una pasión llamada Betis ...

José María Vázquez Recio

domingo, 4 de febrero de 2018

Noc-tur-no:


Otras tardes de fútbol.
Enero de 2018:

  • No fue en 1980, como afirmas. Fue en el verano de 1978, porque tú y yo acabábamos de cumplir once años.
  • Gracias. Siempre he sabido que tú andabas mejor de memoria que yo.
  • Tampoco has descrito el vestido que llevaba la Maluca el día en que apareció. Era rojo, por encima de la rodilla y sin mangas.
  • Es verdad. Se muestra tan vivo en mis recuerdos que lo había pasado por alto.
  • Lo demás está bien. Salvo que no has mencionado que tú y yo éramos muy amigos. Tú-y-yo-y-Luis hasta que llegó ella.
  • Claro, eso también es verdad.
Mientras mantengo esta conversación con Marcos en un cementerio de Berlín junto al nombre de Luis, muerto hace ya veinte y cinco años, siento que los recuerdos van activándose en proporción inversa a la temperatura que noto descender en mis pies helados. Creo que él, Luis, nunca hubiera aceptado que nadie contara esta historia de niños, porque nunca habíamos vuelto a hablar de la Maluca, ni de su vestido, ni de sus ojos. Él también se fue o desapareció con ella aquel verano, o casi, porque pronto le perdimos el rastro. Años después supimos que había tenido problemas con el alcohol o eso nos dijo su hermana. Cuando conocimos de su maltrecha vida, ya llevaba varios años muerto. Su hermana nos lo dijo: “Javier, Marcos, Luis ha muerto”. Desde entonces, hace más de veinte años que llevo queriendo contar y escribir esta historia.
Todo comenzó la primera tarde de las vacaciones del verano de 1978. Yo me acababa de poner las zapatillas de deporte y había bajado las escaleras de mi casa corriendo junto a Luis en dirección al campo que había junto a la iglesia del barrio. Lo llamábamos el campo de la iglesia. Disponíamos de un largo verano para jugar al fútbol a todas horas, para lanzar desafíos a los niños de los otros patios. Esa primera carrera del verano hacia el campo de la iglesia, calzado con unas zapatillas poderosas y veloces, es lo más cercano que nunca he conocido a algo así que pudiéramos identificar con lo que entonces los mayores llamaban libertad. La iglesia estaba como hundida detrás de un pequeño muro y el campo, no muy grande, como medio campo de fútbol de los de verdad, quedaba en alto respecto a ella. Cuando Luis y yo llegamos, ya estaban allí todos los demás jugando. Nunca nadie esperaba a nadie. Los niños no entienden de paciencias, y la madre de Luis era muy latosa y siempre conseguía que llegáramos los últimos.
Cuando estábamos jugando, de pronto, apareció por detrás de la iglesia, circulando despacio pero con firmeza, y gruñendo, una gigantesca máquina excavadora, como si fuera un extinto y torpe animal prehistórico. Justo cuando apareció la máquina subiendo la pendiente que daba al campo de fútbol lazó por el tubo de escape una enorme nube de humo negro. El aire de junio estaba inmóvil y la nube densa tardó en disiparse. Cuando lo hizo, sobre el muro, apareció la figura extraña de la niña Maluca: más o menos de nuestra edad, baja y delgada, levemente jorobada, con dientes de ardilla, de una piel tan blanquísima que contrastaba radicalmente con unos ojos negros y profundos, muy abiertos, muy atentos. Todos nos quedamos fijos en ella, pero sobre todo Luis que no pudo apartarle su mirada hasta pasados unos minutos. Ella saltó por detrás del muro, hacia la iglesia y todos volvimos en silencio a jugar al fútbol. Luis abandonó la portería, él era nuestro portero titular, y se fue pendiente abajo a buscar a la niña. Ya no los volvimos a ver hasta pasadas unas horas, al final de la tarde. Venían andado desde el estrecho callejón que corría paralelo a la tapia de una fábrica desmantelada que suponía, más allá de la iglesia, la frontera natural de nuestras aventuras.
A la Maluca le gustaba sentarse sobre el muro, con sus canijas piernas colgando, mostrando sus huesudas y oblongas rodillas desnudas, y con sus manos apoyadas junto a sus muslos para enaltecer su figura y mirar mejor nuestras carreras, nuestros pases, nuestras luchas. A ti, Marcos, te gustaba hacer las alineaciones, diseñar las estrategias y disparar desde lejos. A mí me gustaba que ella nos mirara jugar; pero eso sobre todo le gustaba a Luis. Si cuando llegábamos al campo ella no estaba allí, a él se le quitaban las ganas de jugar, se hacía el remolón, te decía, Marcos, que jugaras por él, aunque tú eras nuestro defensa central titular, también hacías de portero suplente. Pero cuando ella llegaba y clavaba sus profundos ojos negros en nuestro juego, Luis volvía a la portería y comenzaba a tirarse sin miedo hacia la pelota. No había forma de meterle un gol. Se convertía en un auténtico gato.
Así fue transcurriendo todo el verano: carreras y aventuras por las mañanas y por las tardes, a veces hasta nos adentrábamos en el mismísimo callejón prohibido, y siempre jugando en el campo de la iglesia, lanzando desafíos a todos los niños del barrio, con la Maluca junto a nosotros, mirándonos y dejándonos hacer, pero sin ser uno de los nuestros.
Una tarde Luis, mintiendo, dijo que se encontraba mal, que le dolía un brazo y que no podía jugar con nosotros. Se sentó en lo alto del muro junto a la Maluca y mientras nosotros jugábamos ellos miraban. Más tarde, Luis nos contó que la Maluca no entendía nada de fútbol, que ni siquiera le gustaba, y que lo que hacía era contar los botes del balón y observar sus recorridos. Dijo que el primer día que nos vio jugar, contempló una jugada extraordinaria. Contó que él mismo, Luis, había sacado el balón dándole un puntapié fuerte y alto hacia el centro del campo, que la pelota había botado en el suelo sobre una abultada piedra saliente y que antes de botar de nuevo, yo había lanzado un chupinazo hacia la portería rival marcando un gol hermoso, espectacular. Fue una jugada aparentemente simple, pero que, debido sin duda a algún ignoto misterio, no había vuelto a repetirse nunca, nunca más. En cosas como esa se fijaba la Maluca.
Un día le vimos a través de los botones descosidos de su vestido parte de su espalda. No era jorobada. Tenía unas cicatrices abultadas y bermejas. Luis, que decía haberlas visto de cerca, porque ella se las había dejado ver, decía que eran los muñones de unas antiguas alas. La Maluca parecía venir de un lejano lugar. No le conocíamos ni padre ni madre ni hermanos ni abuelos,... Siempre que el sol comenzaba a ponerse y todos nos volvíamos a nuestras casas, ella se dirigía al callejón y en su negrura, como en un túnel, se alejaba de nuestra vista perdiéndose, disolviéndose hasta el día siguiente.
Al final de aquel verano, cuando Luis ya no quería jugar con nosotros y prefería quedarse junto a la Maluca mirándonos jugar o paseando por el borde del callejón o adentrándose en él, apareció de nuevo el enorme animal prehistórico subiendo por la pendiente que da a la iglesia. Aquella tarde el juego quedó interrumpido como la primera vez. Cuando la máquina llegó arriba lanzó de nuevo una densa nube de humo negro. Tras ella se encontraban la Maluca y Luis. Cuando el aire húmedo de septiembre, que anunciaba el final del verano, logró disipar la nube, la Maluca había desaparecido. Luis permanecía de pie, solo, más alto junto al muro, mayor que a principios del verano.
Desde entonces Luis se volvió taciturno y solitario. Cuando le preguntábamos por la Maluca no respondía o sólo parecía balbucir algo así como “Se fue”. Entonces giraba sobre sí mismo y se marchaba.
Después... el paso del tiempo... él se marchó con un hermano mayor a Madrid... dejamos de vernos hasta que algunos años más tarde me topé con él a la puerta de su casa. Nos saludamos con un abrazo y unas palmadas en la espalda y comenzamos a hablar como si nos hubiéramos visto la tarde anterior. Se lo veía contento. Me habló de sus años en Madrid, de lo que había estudiado y de los trabajos que había realizado, me habló también de los proyectos que barruntaba, de sus viajes soñados, de que quería montar un taller de mecánica de motocicletas, me habló también de visitar la próxima semana Berlín.
  • ¿Berlín? -le pregunté.
  • Sí. Allí está la Maluca. ¿Te acuerdas de ella? Finalmente apareció. Vive allí. Se dedica a contar historias o a inventarlas.
  • ¿Pero tú seguiste sabiendo de ella?
  • No. Sólo hace unos días. Por eso he vuelto, para despedirme de mi madre y de mi hermana. Me envió una carta y me han entrado unas ganas irreprimibles de ir a verla. Sigo siendo un impaciente -dijo con una sonrisa-.


Aquí y ahora, sentados sobre una abultada piedra saliente frente a una lápida sucia y un sol vencido pero aun hermoso, espectacular, veinticinco años después de aquel último encuentro con Luis, estábamos Marcos y yo, en un cementerio de Berlín, en estos días de finales de septiembre en que el viento frío y húmedo de la tarde, cargado de recuerdos, nos susurra al oído que nunca más somos quienes fuimos, haciéndonos añorar aquellas lejanas tardes de fútbol, las únicas tardes verdaderamente libres de nuestras vidas.

José Manuel Martínez Arias