martes, 6 de febrero de 2018

La pareja protagonista de nuestra historia se conoció en Semana Santa y empezó a salir en feria. Si a ésto añadimos que sucedió en Sevilla, puede sonar a tópico, pero así fue.

Una tarde de martes santo los presentó una amiga común. Aunque apenas hablaron esa tarde, a ella le cayó bien aquel chico simpático y dicharachero del que ya tenía referencias por sus amigas. Volvieron a quedar en grupo el martes de feria. Esta vez comenzaron a hablar nada más reunirse en la Calle Asunción y así se inició para ellos la que sería la mejor feria de sus vidas. Salieron todas las noches, comieron poco, bebieron algo más y bailaron mucho, rematando con los fuegos artificiales aquellos días festivos e inolvidables.

Como se decía entonces, empezaron a salir e hicieron lo que hacen todas las parejas del mundo en sus inicios : contarse sus vidas , descubrir aficiones comunes y ofrecer la mejor versión de ellos mismos. Fue una etapa feliz. Todo iba sobre ruedas hasta que una tarde de sábado él le hizo una proposición inesperada:

-¿Te vienes mañana conmigo al estadio a ver el partido del betis?

A ella el fútbol no es que le gustase poco ni mucho, es que no le gustaba nada en absoluto; es más, lo odiaba cordialmente. Para ella iba asociado a las tristes tardes de domingo con la eterna cantinela de Carrusel deportivo como banda sonora, las machaconas cuñas de Pepe Domingo Castaño -como olvidar lo de “Soberano, es cosa de hombres”- y los desagradables pitidos que anunciaban aquellos goles cantados de forma estridente. No había visto una partido televisado en su vida... ni el España Malta cuando iban por el décimo gol. Para colmo, el muchacho era bético y en su familia eran todos sevillistas desde hacía varias generaciones y aunque ésto también puede sonar a tópico, en Sevilla es poco más o menos como ser Montescos y Capuletos en Verona.

Todo ésto pasó por su cabeza en un segundo, pero bueno, estaban empezando y no quería ser desagradable. Después de todo ¿qué podía perder?

Así que al día siguiente se arregló y se puso un vestido rojo -que conste que sin la menor mala intención o doblez- y salió de su casa sintiéndose bastante culpable tras la mirada de desilusión y reproche que le lanzó su padre, en plan ¿¡cómo puedes estar haciendo ésto! ?¡Su padre! que siempre se bajaba al bar a ver los partidos para dejar que las cuatro mujeres de su casa pudieran ver la película en el salón y que ahora tenía que aguantar que a su hija le saliera un novio bético y que encima se fuese con él al fútbol.

Cuando entraron en el estadio y se instalaron, aquello era peor de lo que se imaginaba. Cerca de dos horas de pie, la gente gritando enloquecida, botando absurdamente -sevillista el que no bote- y cantando consignas. Detrás suya un hombre echándole todo el humo de un porro y lo peor de todo, aquel chico, hasta ese momento tan amable y educado, de pronto era el que más gritaba, el que más botaba, a la vez que sapos y culebras salían de su boca.

Aquella tarde de fútbol fue un punto de inflexión en su relación. Fue el final de la etapa de idealización. Era cuestión de dejarlo correr o aceptar el famoso dicho de nadie es perfecto. Era el momento de poner en una balanza lo bueno y lo malo y decidir si seguir o no juntos. Evidentemente ganó lo bueno, porque hoy, 30 años después, siguen juntos. Eso si, ella al campo no volvió.

TÍTULO: Su “única” tarde de fútbol.


Ana María Cumbrera Barroso.

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