viernes, 12 de julio de 2019


EL PSIQUIATRA.

Ramón Fernández de Córdoba y Gómez de Salazar, psiquiatra.. Así rezaba el rótulo de su consulta ,situada en una de las calles más céntricas de Sevilla. Autor de varios libros y reputado especialista, según sus colegas.

Aquella tarde, don Ramón pensaba con amargura que , para algunos casos, la medicina no servía para nada. Mirando la ficha de su siguiente paciente era totalmente consciente de ello y le remordía la conciencia cobrarle la astronómica cifra de su minuta cuando sabía que no podía ayudarla. María Jesús acudía desde hacía más de un año y seguía estancada en una profunda depresión. La verdad es que no le faltaban motivos para sentirse airada, traicionada, furiosa y triste ,muy triste.

María Jesús se había casado muy joven, tal como había aprobado las oposiciones de magisterio. Su marido no tuvo tanta suerte, se presentó varias veces y solo consiguió algún que otro contrato de interinidad. Durante aquellos años, ella llevó el peso de la casa en todos los sentidos: en el económico, financiando academias y preparadores ,y en todos los demás aspectos. Dos hijas vinieron al mundo, que apenás veían a su padre, siempre estudiando en el despacho. Ella las sacaba todos los días para que él pudiese estar tranquilo, además de cocinar, limpiar y sacar adelante su trabajo como podía .Un año, por fin sonó la flauta, Luis consiguió una plaza. María Jesús pensó que por fin los malos tiempos habían acabado pero,el mismo día que vieron los resultados, él le anunció que la dejaba, que se había enamorado de su preparadora, según él ,la persona que más le había ayudado en el mundo.

Don Ramón pensaba que el tal Luis debía de ser un cretino de mucho cuidado. Una mujer como María Jesús, tan lista, tan guapa, tan completa en todos los sentidos.... Y una vez más se preguntó que para qué iban a servirle las pastillas que le recetaba.

Sin pensárselo más la hizo pasar. Le hizo las preguntas de rigor. Era curioso... hoy había un brillo especial en la mirada de María Jesús, estaba más animada. ¿Resultaría que las pildoras servían para algo? La emplazó para dentro de dos meses e hizo pasar a su siguiente paciente.

Juan era otro caso de dificil solución. Era un hombre que no se acostumbrara a la soledad desde que su mujer le abandonó, llevándose con ella a sus dos hijas. Mantenía muy buena relación con ellas, pero ya eran mayores y tenían su vida. El caso es que Juan estaba hoy mucho más parlachín que otros días, normalmente había que sacarle las palabras de la boca. Tras despacharle la consabida receta, don Ramón llamó a su ayudante:

    • Dígame Marisa, ¿han coincidido en la sala de espera María Jesús y Juan?
    • Pues si don Ramón, un buen rato que han estado charlando.

¿Y si la solución fuera tan fácil?

    • Escucheme Marisa, me los cita a los dos cada 15 días y asegúrate que permanecen al menos media hora en la sala de espera.

Ocho años después, don Ramón asistía a una de las bodas más simpáticas de su vida: la boda rociera por lo civil de Juan y María Jesús, quienes tras unos años de feliz convivencia, se habían decidido a dar el paso definitivo.

A la hora del brindis se decidió por unanimidad que debía pronunciarlo don Ramón, inocente cupido, o al menos eso creían todos, de aquella pareja. El médico levantó su copa y mirando a los ojos del feliz novio, dijo:

-Amigos¡ ¡brindemos por el amor, por las salas de espera y por las segundas oportunidades!

Ana María Cumbrera Barroso. Junio 2019.


El novio de Sara.

Al atardecer, Sara, junto a su madre y abuela, cruzaban el amplio zaguán donde terminaban tanto su casa cómo sus escasas vivencias, y se disponían a sentarse en la calle para ver, cómo cualquier otro día, el trasiego de gente paseando por la calle principal del pueblo.

Era el único rato que salía a la calle. Con algo de costura en la falda, y con esa mirada triste y distraida que tenía, Sara observaba las pandillas de muchachos pasando por su portal, indiferentes a lo que allí había. Su madre, a la que no se le escabapa una, solía animarla, diciéndole que más pronto que tarde alguno de ellos repararía en ella. No en vano, le decía, era una chica joven. Sólo tenía 35 años. Le quedaba mucho tiempo en la vida ...

Atrás quedan los recuerdos de un matrimonio desdichado ... ¿te acuerdas mamá? Solias decirme que tuviera paciencia, que me conformara, que los hombres son todos así ... ¡y que me importaba a mí cómo eran todos los hombres, mamá!

Sara, imbuida en estos pensamientos, miraba con envidia a esos muchachos. ¡Que suerte tenían de tener amigos, y una vida lejos de las 4 paredes de su casa!. Observaba ensimiasmada cómo reían, charlaban, y cómo bromeaban entre si. Para ella, en la distancia de su infinita melancolía, suponía en la mayoría de las veces el único consuelo que tenía al cabo del día ...

¡Cómo podías tenerme tan engañada, mama! ¿Te acuerdas que te decía una y otra vez que me pegaba, y tú mirabas, tragándote las lágrimas, hacia otro lado? ¡Cómo pudiste engañarte y, lo que es peor, engañarme durante tanto tiempo, mamá! ¡sus palizas, esas palizas de borracho que tuve que soportar ante tu mirada conformista y cómplice!

Sin embargo, algo cambió una de esas tardes. En un momento que estaba enhebrando una aguja, vió por el rabillo del ojo cómo alguíen la observaba. Se hizo la distraida, volvió la cara y, efectivamente, alguíen la miraba. Al percatarse esta persona de que Sara se había dado cuenta, bajó la mirada, e hizo cómo si conversara con una amiga.

Sara se quedó un poco aturdida. Volvió su mirada a su costura, sin saber cómo reaccionar. Bueno, pensó, habrá sido una mirada curiosa sin más importancia Sara, que estás deseando que alguíen se fije en ti ... ¡serás boba!.

Estaba en estos pensamientos cuando observó que alguíen se sentó a su lado. No se atrevió a levantar su mirada, y sólo pudo ver que ni su abuela ni su madre estaban en ese momento a su lado. Al fin la miró, y vió a una chica con una sonrisa y unos ojos muy alegres. Ella, sin mediar palabra, la cogió por la mano, apretándola dulcemente y, a continuación, la besó en la mejilla. El rubor de una extraña sensación subió por las mejillas de Sara, sin entender que le estaba pasando. A continuación, se le acercó al oido para decirle algo. Sara sonrió, asintió y, dejando todo lo que tenía de costura en la silla, la cogió de la mano para sentirse protagonista también tanto en el paseo cómo en su propia vida.

Junio 2019
José María Vázquez Recio