lunes, 21 de mayo de 2018


LA EXTRAÑA PASAJERA.

La historia transcurre en los años cuarenta, en un transatlántico con destino a Estados Unidos. Hay que imaginarlo todo en un hermoso blanco y negro.


Era una mujer hermosa, de edad indeterminada. Todo en su porte y en su exquisita indumentaria revelaban a la dama, a la mujer de mundo. Los otros viajeros la miraban con respeto, intrigados por aquella mujer sofisticada que viajaba sola, pero a la que no parecía pesar la soledad.

Acodada en la barandilla de cubierta, sólo ella sabe la verdad de su pasado. Su elegancia y su aire refinado son un disfraz que ocultan a la mujer insegura que sigue siendo, la que contempla con temor el regreso al hogar. Ese hogar donde había desperdiciado su juventud, ahogada y oprimida por una madre dominante y castradora, que había alimentado sus complejos, con el egoísta objetivo de retenerla a su lado para siempre, con tal de asegurarse compañía y cuidados en su vejez. Gracias a la intervención del médico de la familia, había ingresado en un sanatorio, donde se había recuperado de la profunda depresión en la que se había sumido. También fue él quien aconsejó el viaje por Europa, el viaje del que ahora regresaba y donde había adquirido ese aire elegante que ahora todos admiran.

A pocos pasos, en esa misma barandilla, un hombre de aspecto distinguido la contempla con admiración. También él se siente intrigado por la extraña pasajera. Ambos contemplan la puesta de sol en silencio, hasta que él lo rompe, atreviéndose a iniciar una conversación. Lo que empieza como un diálogo banal sobre los lugares que han visitado, termina siendo una comunicación profunda entre dos almas que se reconocen. Ambos son sinceros. Él no le oculta que está casado, atrapado en un matrimonio infeliz, pero del que no puede escapar. A ella no le importa. El amor ha tardado mucho en llamar a su puerta y no piensa tenerla cerrada.

Ambos disfrutan de cada uno de los días y de las noches que pasan en mutua compañía. Para ellos no existe nada más que el presente. Viven un amor sereno pero en el que no falta la pasión, una pasión que ninguno de los dos había conocido hasta entonces. Duermen poco, porque sus momentos preferidos son ver amanecer y anochecer en ese barco que , inexorablemente, se acerca a su destino.

En su último día, acodados en la barandilla en la que se conocieron, Michelle miró por la borda y divisó el puerto. Apretó su mano y se cobijó bajo su brazo, consciente de que pronto se separarían. Sin embargo, no se sienten apenados, es mucho lo que han ganado. Lo vivido juntos es más de lo que algunas personas tienen en toda una vida. Ella, al sentirse amada, ha adquirido la seguridad en sí misma que le faltaba, así como la fuerza y el valor para enfrentarse al resto de su vida. Él, ha conocido por primera vez el amor y la ternura de una mujer. Ambos contemplan el amanecer y no pueden evitar que en sus almas haya un débil rayo de luz: la esperanza de que, algún día, su amor sea posible en este mundo.


Ana María Cumbrera Barroso.


Hasta siempre Barcelona.

Dos de la mañana, un día cualquiera de marzo de 1938, Barcelona. El capitán Áñvarez daba las últimas instrucciones a su tripulación. Miguel miró por la borda y divisó el puerto, sonriéndome tristemente. Observando el ajetreo de los marineros y recostado en la barandilla del barco, ví posiblemente por última vez mi ciudad, Barcelona. Y por mi mente empezaban a pasar, cómo si de una película se tratase, los acontecimientos que desencadenaron la huída de mi tierra ...

Era una mañana de verano, cómo cualquier otra, con ese calor húmedo y sofocante que el mediterráneo nos acostumbraba a regalar año tras año. Estaba escuchando el parte de guerra por la radio, cuando sonó la triste noticia ...

"Contingentes Militares se acercan por el sur de Barcelona ... la población civil está sufriendo continuos bombardeos de la aviación rebelde ... busquén los refugios antiaéreos ... no pasarán"

El cigarrillo se me cayó de los labios. En ese momento lo único que se me ocurrió fué ir en busca de maribel, mi mujer ... ¿dónde se habrá metido esta mujer?.

Salí corriendo de mi casa, mirando a todos lados. Por la calle la gente deambulaba y corría, con esa angustía que posee a los más desfavorecidos de la fortuna que buscan sólo vivir en paz ...

Encontré a Pepe, unos de nuestro vecinos ...

¿haz visto a mi mujer? Le pregunté.

¡están deteniendo a todos miguel! ¡vete al castillo de monjuit!

Me apresuré todo lo que pude, viendo cómo por el camino había gente haciendo acopio de sus pertenencias. Niños llorando en brazos de su madre, preguntando que pasaba. Hombres amontonando enseres en carros improvisados dónde llevarse lo más necesario. Ancianos con las manos en la cara conteniendo las lágrimas ... ruido de bombas cayendo por doquier y matando gente inocente al capricho de la fortuna ...

Al llegar a montjuit, observé una auténtica estampa de terror. Hileras de personas, de diez en diez, esperaban para ser fusiladas ... algunos se resistían, otros, sin embargo, esperaban su triste final con la mayor entereza de la que podían hacer gala ...

Noté un empujón en el hombro. Un soldado, agarrándome por el brazo, me llevó junto al grupo que esperaba en los fusilamientos. Me resistí con todas mis fuerzas, pero fue en vano. Recibí un culatazo en la nuca, y y no recordé nada más. Cuando recuperé el conocimiento era sujetado por otros dos infelices, esperando la muerte al borde de una gran cuneta ...

¡apunten! ¡fuego!

En ese momento, noté un fuerte dolor en un brazo. Caí sobre varios cuerpos, y noté el olor a sangre y a pólvora ... parece que todo íba a acabar ...

Ya por la noche, recuperé el conocimiento. Sentía aún mi brazo palpitando de dolor y, y cómo pude, me arrastré hasta una carretera dónde una mujer me socorrió ...

Ha tenido usted mucha suerte. Ibán de uno en uno rematando a todos esos infelices ...

Por favor, lléveme al puerto ...

¡Está vigilado! ¡sería una locura!

Por favor, lléveme al puerto.

Conseguí a duras penas llegar. Una larga cola de hombres, mujeres y niños se agolpaban en busca de una nueva oporturtunidad. Un marinero, a duras penas, retenía la muchedumbre que sólo ansiaba subir al barco para escapar del horror. Cómo pude, me metí entre ellos y, tras forcejear, conseguí subir a bordo y terminar con esta terrible pesadilla ...

... horas más tarde, apuraba mi último cigarrillo. En la lejanía, Barcelona ya sólo era un punto minúsculo en el horizonte y, con lágrimas en los ojos, me dí cuenta que ya empezaba a ser sólo un bonito recuerdo en mi memoria ...

José María Vázquez Recio.



domingo, 6 de mayo de 2018

Monólogo de don Miguel ante el horizonte que no espera -recuerdos de los primeros días de octubre de 1571-:



En la borda divisando el puerto.

«Años después de aquella soberbia tarde, cuando ya todo me parece carecer de importancia porque mis viejas falsas ilusiones han ido adormeciéndose paulatinamente con el transcurrir de los años y porque mis éxitos, más altos de lo que jamás soñara, han cubierto con creces mis juveniles expectativas, he de reconocer, ante el altar de esta cubierta y de mi propia conciencia, que tal vez fuese un error enrolarme en aquel ejército de zafios malandrines, fugitivos desvergonzados y malhadados rufianes de largos dedos y cortas vergüenzas, y que por más que siempre me hubiera afirmado en que no merecía mejor trato que mis compañeros del tercio de don Miguel de Moncada en que me encontraba por aquellas fechas, porque era tan malandrín, tan desvergonzado y tan rufián como ellos, en el fondo de mi alma siempre deseé ser contemplado como un espíritu refinado condenado por error a vivir en un cuerpo débil, en un tiempo sucio, en una edad detestable y en un imperio tanto más grande como despreocupado por sus almas más nobles, puras y bellas. Verdaderamente a mí nunca me habían traído sin cuidado los Estados Pontificios, las Repúblicas de Génova o de Venecia, la Orden de Malta, el Ducado de Saboya o los mismísimos Reinos de las Españas; tampoco me cubrían de indiferencias las invasiones otomanas, el turco o el moro, por lo que años después escribí -tanto para regocijo de mis amables lectores, como para la anuencia de don Juan de la Cuesta y de don Pedro Fernández de Castro- aquello de 'la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros'; no obstante estas cuitas, lo que a mí siempre más me inquietaron fueron mi nombre y mi pecunio, tan corta distancia entrambos como la que va de un dolor a un lamento, de un insulto a una estocada, de una broma a una riña entre aquella tribu de soñadores fraudulentos, de fabuladores sin cuento, de artistas del desvarío y de fanáticos de la mentira, en una palabra de la chusma que me rodeaba y a la que yo mismo daba cuerpo. ¡Y eso que aún no conocía de mi probable afán contranatura apenas atisbado en mis años juveniles, desinhibido y despreocupado -aunque jamás anunciado- en mis posteriores años de cautiverio en celda mora y finalmente silenciado durante mi cojo casorio!
He de recordar también el momento en que la galera Marquesa que me conducía por el espacioso piélago atracó, si algo así puede decirse porque se corresponda con los hechos, junto con otras más de doscientas naves, en el puerto de Corfú, gobernada por el capitán don Diego de Urbina a las órdenes de don Juan de Austria, hermano natural de nuestro buen rey don Felipe y hombre cabal. No se veían las aguas del salado mar por la cantidad de navíos prestos a la batalla que se disponían en el puerto y en sus inútiles e invisibles embarcaderos: nunca un ejército igual se dispuso en los lomos del mar. Divisando desde la borda el puerto y a lo lejos la ciudad, malo y con calentura, pero no poco ansioso por entrar en combate, pensé: “¡Dios, qué infectos demonios me trajeron aquí! Aún no estoy preparado para enfrentar la muerte. ¿Y si por huir de mis miserias menores he venido a acabar cayendo en las fauces de este gigantesco y hambriento león que oigo rugir entre mis sienes?”.
Después de más de quince años aún no sé bien qué me impidió saltar por la borda y, embozado o disfrazado de mujer o en traje de arnaúte, ocultarme por las calles de la ciudad extraña, simulando una humildad que me hiciera invisible o provocando la caridad de alguna comerciante vieja o gorda campesina. ¡Cielos, aún tendría hábil mi mano izquierda! 'No hay en la tierra, conforme mi parecer, contento que se iguale a alcanzar la libertad perdida'. “¡Diantres, 'con las armas se conservan los reinos y se aseguran los caminos, se guardan las ciudades y se despejan los mares de cosarios', pero, diablos, cuánto pesa el deshonor y cuán leve se muestra el espinazo que debe soportar el ser de la memoria y la memoria del ser!”.
¡Qué me tenía preparado el cielo que de sustento me servía aún no tenía conocimientos! Nada sabía aún de los ahorcamientos, de los empalamientos o de los desorejamientos de los que mis ojos tendrían meses después sobrado alimento en Argel; nada sabía todavía de mi amo griego renegado; pero no soy yo de los que hablan y se esconden detrás de lo que algunos llaman condición humana, porque siempre he perseguido, buscado y luchado por la libertad propia y la de otros, solo por ella vale la pena jugarse la vida, o algo así parecía afirmar mi viejo maestro, nutrido en la ácida savia erasmista, don Juan López de Hoyos cuando recordaba y repetía: 'solo el viejo se va al otro mundo sin sufrir el cansancio de la vida y sin sentir la llegada de la muerte'. De él y de mis memorias aprendí la lección -de la que tanto me beneficié- de tener paciencia en las adversidades. Mañana... Lepanto... presto a la batalla.» Vale.

José Manuel Martínez Arias.

Historia de un adiós:



Dudé.
Durante una milésima de segundo.
Y en ese instante tuve el tiempo suficiente para reconstruir toda mi vida junto a él.
Para correr a su lado y volver al punto de partida , al principio de los tiempos.
Para revivir los años en que fuimos un todo.
Pero la duda se esfumó. Y elegí no regresar y decidí soltar amarras y seguí caminando sin mirar atrás.

Solo el amor cura la vida.
Solo el amor fue capaz de curar mi vida.
Por eso ahora debo decir adiós.
Por amor.

Los secretos que compartimos. Ese hilo invisible que nos unió en la intimidad, esa, que solo a nosotros pertenece y pertenecerá por siempre.
Nuestro jardín secreto, un espacio luminoso, una ventana abierta que ahora yo debía cerrar. Pero antes quería asomarme una última vez.... antes de entornar los postigos para siempre.

Hay personas que son como un abrazo. Te acogen, con la mirada, con los labios...así me sentí yo la primera vez que le vi y así es como quiero recordarlo.

Busco un recuerdo.
Dibujaba mi mano un camino en la arena, con suavidad recorría la tierra húmeda. Las olas se acercaban tímidas y revoltosas , me salpicaban, me acariciaban.
Un barco se aproxima al puerto, su silueta recortada en el horizonte me avisa y voy siguiendo su estela en el mar.
Tiempo después supe que el hombre que llevaba el timón se distrajo con la niña envuelta en olas que escribía en la playa.
Miguel sonrió ante la ocurrencia. Me veía mientras yo le miraba sin advertirle....el azar hizo que nuestros caminos se cruzaran.
Dejó el timón al segundo oficial y se asomó a la borda para divisar el puerto.
Aún no lo sabía pero ya me estaba buscando.
Yo le presentía, le adivinaba.
Yo le estaba esperando.
Mucho amor, mucha felicidad, la fuerza, la convicción, el deseo, el apoyo, la confianza, la calma.

Y después el sufrimiento de ver como se apaga ese amor. Y no imaginas el final y no quieres admitirlo y no deseas más que desaparecer, extinguirte en la profundidad del océano.

Y cuando crees que no cabe más amargura, que no cabe más nostalgia
dentro de ti, y estás dispuesta a remendar como sea los retazos que quedaron desperdigados entre tus lágrimas, descubres que no hay salvavidas para un amor ya agotado y vacío.

La valentía consiste entonces en dejarle ir. Sin reproches, lealmente.
Deseando que los vientos le sean favorables en su travesía y encajando el dolor más grande que te queda por vencer: la aflicción por no sentir ya nada de ese amor sublime que un día conociste.

La soledad te hace dudar.

Ya la has vencido.

Maribel de la Fuente.