domingo, 9 de septiembre de 2018


SU VERDADERA VIDA.

Todos, absolutamente todos, estaban equivocados. Sus compañeros de trabajo, sus conocidos -porque amigos no tenía-pensaban que ella era una mujer aburrida, solitaria y gris, con una vida aburrida, solitaria y gris. Pero es que ellos solo conocía su NO vida, esa que transcurría mortalmente lenta y monótona de octubre a agosto, de la casa al trabajo y del trabajo a casa. Ningún lujo, ninguna distracción. Sabía que la tildaban de mezquina y avarienta. Nunca salía con nadie, nunca se tomaba nada a la salida del trabajo, austeridad absoluta en el vestir. Ellos ignoraban que su verdadera vida duraba un mes cada año, septiembre. Soñar despierta con ese mes le permitía sobrevivir en su NO vida.

Cuando el 1 de septiembre llegaba, la mujer gris se transformaba. Era como la mariposa que salía de la crisálida que la había aprisionado durante once meses. Sus ropas se volvían elegantes, coloridas, en consonancia con su destino: un hotel de lujo en el Sur de Francia, siempre el mismo. El lugar que realmente le correspondía en el mundo, el escenario de su verdadera vida, donde ella soñaba con encontrar el amor.

Sin conocerlo, podía imaginarlo perfectamente. Soñaba despierta con él cada uno de los días de su NO vida. A un hombre así sólo podía encontrarlo en aquel lugar. Sería alto, su pelo negro empezaría a encanecer por las sienes. Estaba bronceado, vestía un traje claro. Sería amable, educado, inteligente y adorable. Se mirarían y se reconocerían.

Los días de su septiembre transcurrían veloces. Más lentos al principio, de forma vertiginosa a partir de la segunda quincena. Desayunos en su habitación, almuerzos y cenas en el comedor, atendida siempre por el mismo solícito camarero que charlaba con ella brevemente. Las miradas amistosas de los otros huéspedes, los paseos por la playa...No escatimaba gastos: generosas propinas con el servicio, lo mejor del menú...Eran los únicos días del año en los que se sentía realmente ella y disfrutababa cada momento.

Pero él no aparecía... el hombre de sus sueños, año tras año, seguía sin llegar y, una vez más, septiembre llegaba a su fin.

La última noche, durante su última cena, con la pespectiva de que al día siguiente todo terminaba, desesperada, mira a su alrededor: familias, parejas, reuniones de amigos ocupan las otras mesas. Sólo hay una persona que realmente la ve, que la está mirando: es el camarero que la ha servido durante estos días. Cuando el comedor se queda vacío, él se le acerca, la toma de la mano y, sin decir palabra, la lleva a su habitación. Ella se deja hacer. Necesita el contacto de otro ser humano, un poco de amor antes de volver a su No vida. Después, once meses por delante para volver a soñar.

Ana María Cumbrera Barroso.



DE AMORES Y AMORÍOS VERANIEGOS

Acababa el día. Maribel y José Manuel veían desde su terraza la puesta de sol. Por delante, muchísimos turistas disfrutaban de un buen día de playa. Estaban cogidos de la mano, y disfrutaban de la atardecida con la misma ilusión de sus casi 50 años juntos ... era su mejor momento del día ...

Isabel y Pepe se acababan de conocer. Él era estudiante de filología, ella estudiaba Derecho. Los presentó un primo de él que los conocía a ambos, o eso al menos creían. Salían en una pandilla improvisada, de esas que se forman apresuradamente ... el tiempo de vacaciones no sólía ser demasiado largo, pero siempre intenso ... cómo todo lo efímero y bueno ...

Era una noche más de feria, de esas ferias veraniegas que se celebran bajo un calor de justicia, o eso quería creer ambos. Ella, vestida de gitana, íba con el grupo de la facultad no muy convencida, pero cómo no tenía nada mejor que hacer ... Él también se apuntó a última hora, y por ese persistente compañero que siempre le decía ... ¡para quedarte en casa aburrido leyendo y leyendo ...!. Al poco de encontrarse en la portada, ella le miró a él primero. Le llamó y, por que no decirlo, le gustó esa imagen de verdadera timidez que dejaba entrever aquel muchacho con gafas y ojos dulces ...

José Manuel siempre vio en Maribel a la mujer de su vida. Lo supo desde el primer momento. Aquel verano del 65, en pleno concierto de los beatles en Madrid, lo intuyó. Escuchando a su grupo favorito, y rodeados de muchísima gente, sus manos se acariciaron primero, para después entrelazar algunos dedos ... sus miradas se cruzaron, y ya supieron que siempre serían inseparables.

El grupo salió algo más tarde de lo normal. Isabel pensó que se les haria tarde. Pepe la tranquilizó. No habría ningún problema en volverse juntos un rato antes ... o bastante antes ... Ella, aún previendo las intenciones de él, tuvo que reconocerse a si misma que la idea la atraía, y le apetecía sobremanera ... ¿se atreverá a decirle algo sobre sus sentimientos?.

Llegaron a una caseta. Él pregunto a su compañero, o inesperado celestino, que cómo se llamaba aquella chica morena de ojos claros que íba de flamenca. Él se sonrió - para no haber querido venir, íba demasiado deprisa, pensó – y, disimulando una sonrisa pícara, le dijo que su nombre era Esperanza ...

Una vez fuera del concierto, se dejaron llevar por el grupo para tomar algo en una más que improvisada velada. Los alrededores del estadio estaban llenos de gente, y encontraron a duras penas un lugar donde sentarse. Coincidieron al azar, o no, uno al frente del otro, y Maribel esbozó una tímida sonrisa y, volviendo la mirada distraidamente hacia la barra donde sus amigos pedían algo para picar, se dió cuenta de que José Manuel no la dejaba de observar ...

Volvían por las calles de arena de playa. Isabel no apartaba la mirada del suelo, y Pepe se decidió a ponerle su mano derecha sobre sus hombros. Ella, al principio, se sobresalto, pero se dejó llevar, con esa falsa inocencia de quién sugiere y espera. Al momento, su cabeza reposó en el hombro de él y, al cabo de unos segundos, intercambiaron un primer beso lleno de inexperiencia e ilusión.

Ella bailaba con una amiga. ¡Pepelu!, escuchó tras de sí. ¡Anda, sal, e invítala a bailar! ¿tú sabrás bailar algo no?. Esperó impacientemente a que acabara la cuarta de aquella sevillana interminable, y se acercó a ellla ... Ella, sorprendida de que aquel muchacho que le pareciera tan tímido la abordara, aceptó con una bonita sonrisa su ofrecimiento. ¡pues al final no bailaba nada de mal!.

Una vez fuera del restaurante, José Manuel propuso a Maribel si le apetecía que la acompañara a casa. Total, era aún temprano y los amigos, cómo todos los buenos amigos que se precien deben hacer, se dieron cuenta inmediatamente de que aquello prometía ... o al menos esa era la impresión que tenían todos, comentándolo entre sonrisas y miradas cómplices.

Ya en su portal, Isabel observó que sus padres veían la televisión, sentados en la terraza del apartamento. Pepe lo observó también y, cogiéndola por la cintura, la apartó hacía una cancela a salvo de miradas paternas y, con toda la dulzura de la que pudo hacer gala, selló con un beso el primer encuentro con ella.

Después de tomar algo de comer y beber en la caseta, Pepe Luis le propuso a Esperanza que salieran de la caseta. Quería estar un rato con otros amigos, y le pareció muy buena idea – el tiempo le terminaría dando la razón -que le acompañara. Ella aceptó, posiblemente porque le comenzaba a gustar más de lo debido para ser el primer encuentro.

Maribel miró a Jose Manuel. Él seguía distraidamente el movimiento del oleaje. Ella vio en él, 50 años después, a aquel chico con el que disfrutó aquel concierto como nada hasta entonces. El tiempo dictó que fué algo más que un amor de verano ...

Pasaron las horas y los días, con esa rapidez con la que se acaba siempre lo bueno. Era su última noche, y estaban sentados ambos sobre la arena de la playa. Isabel se mostraba triste, y con una sensación de nostalgia que presagiaba que a ella se le íba a hacer interminable la espera hasta el próximo verano. Pepe la abrazaba, y entre beso y beso, la reconfortaba diciéndole que no sólo íba a esperarla para el próximo verano, sino para toda la vida ...

Eran cerca de las 3 de la mañana. Cansados, pero muy felices, se despidieron bajo la luminosa portada. Sería el final de una inolvidable noche, y el comienzo de una feliz relación de ambos.

Postdata: ... cualquier parecido con la realidad no es, para nada, pura coincidencia.


José María Vázquez Recio

Un amor de verano:



Apuraba el último sorbo de café, delicioso y reconfortante, mientras miraba a través de los cristales del bar.
Una breve parada antes de continuar. Ya solo quedaban veintitrés kilómetros para llegar a mi destino.
Y aunque esta vez el motivo de mi visita era triste, porque triste es siempre despedir a personas buenas que han estado a nuestro lado, no podía evitar sentir una emoción y una alegría infantil, cada vez que la silueta del pueblo aparecía ante mis ojos.
La misa por el padre de María se iba a celebrar ese viernes, y allí nos reuniríamos los amigos para acompañarla y para devolver a Antonio un poco de todo el afecto y cariño que él nos regaló durante tantos años.

Me levanté para pagar en el mostrador a una chica risueña y desconocida que me atendió amablemente.

Y me dispuse a salir hacia el coche.
El olor a lluvia incipiente me sorprendió, la frescura del aire. ¡Cómo me gustaba!

Todos los aromas de la libertad concentrados en el olor que dejaba siempre el perfume de la lluvia de verano.
Veranos tan lejanos ya en el tiempo, pero dispuestos a irrumpir en nuestros recuerdos en cualquier instante para llevarnos a lugares recónditos, donde fuimos tan felices. ¡Tanto! que solo el evocarlos nos devuelvían esa felicidad multiplicada e intacta.

Como aquella noche de san juan, que inauguraba las vacaciones, y era por eso doblemente mágica.
El verano, la felicidad de ser simplemente, ese oasis de tiempo infinito que debíamos llenar de risas, de paseos, de aventuras y confidencias.

Esa noche en que te vi tan silenciosa y sin saber cómo, reuní el valor necesario para pedirte si querías bailar. Y ante mi asombro infinito dijiste que sí y el contacto de tu mano en la mía mientras bailamos es algo que jamás podré borrar de mi memoria.

Y así fue como un amor de verano llegó para quedarse junto a mí, todos los otoños, todos los inviernos y todas las primaveras.

Y se quedó incluso cuando ya no estuviste a mi lado y ahí seguirá hasta mi último aliento.

Ahora justo a la entrada del pueblo hay una tienda pequeña, donde suelo encontrar las flores más bonitas.

Dos ramos de flores frescas. Las flores para Antonio, el padre de María, que sean de muchos colores. Para ti claveles rojos, los que más te gustaban.




Maribel de la Fuente Hernández.

Renacimientos:



Otro amor de verano.

Se colocó frente a la taza del váter, se bajó los pantalones y los calzoncillos hasta abajo, y se dispuso a orinar. Con delicadeza se pellizcó el escroto y el glande, deseando que un grueso chorro de orina brotase con fuerza de su polla. Nada. Nada brotó, aunque sentía unas ganas enormes de orinar. Después de más de cinco minutos de espera, comenzó a expulsar un ligero hilo de orina y unas cuantas gotas que apenas amarillearon el depósito del váter. Aún con ganas de orinar, se agachó, se subió los calzoncillos y los pantalones, no se lavó las manos, y salió del cuarto de baño con la cabeza baja, la mirada perdida y los hombros caídos. Este era Andrés, profesor jubilado de literaturas comparadas, de sesenta y cinco años, soltero, putero y aficionado al tabaco de calidad y al güisqui caro.

De joven había querido ser escritor, pero pronto descubrió que carecía de sensibilidad y de imaginación: era incapaz de inventar ninguna historia nueva, ninguna anécdota que no hubiese vivido con anterioridad, pero sobre todo era incapaz de imaginar lo que hubieran sentido los protagonistas de sus historias. Hecho este extraordinario dado que cuando leía historias escritas por otros, entonces se introducía con pasión en los relatos y ya se imaginaba ser John Silver, ya el Conde de Montecristo o ya Margarita Gautier. Una vez que comprendió que no estaba destinado para la literatura creativa, se dedicó al disfrute de la lectura y, con ello, acabó ejerciendo de profesor en una facultad de filología de Madrid. De hecho este momento fue el de la primera muerte de Andrés. Él sintió cómo su vida, de no estar dedicada a la creación, carecía de sentido, para nada la quería. Ahí comenzó su afición al güisqui y a las putas, al fin y al cabo, pensaba, una esposa no era más que una puta aburrida y cara.
No obstante esta primera muerte, también tuvo Andrés un primer renacimiento. Fue a comienzos del año escolar 83-84. Aquel año impartía un curso sobre novela decimonónica europea y a sus clases se habían apuntado un grupo insoportable de señoritas demi-vierges que suspiraban cuando apenas había terminado de leer algún texto. Aunque sus ojos lo miraban a él y sus oídos parecían escuchar los textos leídos por él, realmente, ni los ojos ni los oídos de estas señoritas eran capaces de mirar o de oír nada que ocurriera fuera de sus propias cabezas: jóvenes onanistas que confundían sus vulgares deseos con sus amores soeces. Pero, en cambio, una jovencita morena de pobladas cejas y de ojos negros destacaba en ese grupo de aspirantes a capadoras de jóvenes incautos y de locas ansiosas de rellenar sus huecos internos y vidas vacías con sonrosaditas carnes, mocosas narices y desentonados gritos. Esa morena delgada, de pechos generosos y ropa ceñida, miraba de forma diferente, lo miraba a él, atendía a la lectura de los textos, disfrutaba con ellos, y, especialmente, miraba sus labios cuando leían, y sus ojos cuando la miraban a ella, únicamente a ella. El curso se hubiese convertido en un prometedor diálogo entre dos solitarios aislados, si no hubiera sido por esas espectadoras parásitas, maledicentes cotillas y mujerucas de banales aspiraciones que en un mundo menos hipócrita solo hubieran servido para ser esclavizadas, sodomizadas y vejadas por pestilentes viejos babosos que satisficieran sus desequilibrados deseos con el color de sus billetes. Ella destacaba por encima de esas calamidades. Tal vez fuese por la falta de imaginación y de sensibilidad de él, o por la patológica timidez de todo profesor, o, tal vez, por la excesiva prudencia que de ella emanaba, pero los hechos fueron que transcurrió el curso, que él nunca le dirigió ni una sola palabra que no tuviera que ver con Flaubert, con Stendhal, con Dostoievski o con Tolstói, y que la joven morena despareció contoneándose del campus con una matrícula de honor en el certificado de sus calificaciones. El último día de clases, la joven se había pasado por el despacho de Andrés. Quería consultarle algo, que la aconsejase sobre algo. Había llamado a la puerta cerrada con tres toques de nudillos. Él había abierto sorprendido y cuando la vio frente a sí apenas pudo subirse las gafas, ajustarse los lazos de la pajarita y articular unas leves palabras. “¿Se-se-señorita? ¿Qué-qué desea?”. “Querría saber si podría usted aconsejarme”, dijo ella. “¿Aco-consejarla? ¿Sobre qué-qué?”, había preguntado él impostando la entrecortada voz. “Sobre literatura, profesor. Querría que me indicase algunos conocimientos que debería alcanzar durante este verano. ¿Sería usted tan amable?”. “¿Tan amable? Cla-claro hija, pase y sién-én-tese”. Su primer renacimiento consistió en recuperar la confianza en su capacidad de sentir: la voz de la muchacha era grave y sensual como un murmullo que llegase de muy lejos, de una caverna subterránea; sus labios, enormes y rojos, debían ser la entrada a esa caverna misteriosa, poblada de ángeles benéficos que debían de transportarle con sus alas a algún paraíso solo por ella conocido; sus ojos, negros y profundos, predisponían a la desorientación absoluta en que se encontraba Andrés. Un enorme vigor se había apoderado de él cuando se produjo el roce de una de sus rodillas con la propia. Una corriente eléctrica se había descargado en esa rodilla, había corrido por sus nervios hasta su columna y se había estrellado en forma de sensación placentera en la base de su cráneo. Este choque violentísimo le hizo levantar la pierna y darle un puntapié a la papelera colocada junto a su escritorio, que se volcó desparramando por el suelo su última colección de fotografías de jóvenes semidesnudas llamada “¡Cuba Libre!”. “Señorita”, había dicho, “no se equivoque usted conmigo. No soy co-co-comunista”. Ella se limitó a sonreír. Apenas cinco minutos después esa luz del universo había salido del despacho con una lista de obras y de autores imprescindibles y él se había quedado solo, despatarrado sobre el sillón, derrotado como héroe tras cruenta batalla y con la amarga sensación de ser el más imbécil de los mortales: había sido invitado por los dioses a visitar el paraíso y había renunciado a la invitación por absurda incomparecencia.
No obstante, la intensa emoción que vivió durante ese curso y, sobre todo aquellos apenas cinco minutos, le devolvieron toda la pasión perdida años atrás emprendiendo así un verano creador repleto de mala literatura, de vomitivos relatos para viejas ñoñas y de un inexistente presupuesto para gastos sexuales. Ese verano, puro sexualmente, estuvo repleto de amor soñado, de amor recuperado, de amor idealizado, de amor pleno, bello e inocente. Fue su verano de amor.

En septiembre comenzó un nuevo curso escolar y Andrés fue a su primera clase debidamente perfumado y trajeado para, desde la cima de su tarima, buscar con la mirada a su querida joven morena entre las huecas mujeres que lo miraban con supuesto e impostado embeleso. Pero ella no volvió a aparecer por la facultad ni ese día ni ningún otro y su ausencia mató de nuevo a Andrés. Esta, su segunda muerte, llegó con dilatadas zambullidas en el güisqui y recurrentes visitas a las casas de señoritas de las afueras de la ciudad: mujeres con ojos pintados de colores vistosos, bocas pestilentes rellenas de viejas almenas, y voces rotas y ajadas que apenas si podían prometer un soez placer animal.

Después de treinta y cinco años, Andrés, ya viejo y permanentemente malhumorado, solitario y poseído por una suerte de malaje que hacía que todos se alejaran de él, que su mera presencia fuera suficiente para expulsar a todos de su vera, ya no recuerda ni la voz, ni los labios, ni los ojos de aquella morena sensual de su segunda muerte; pero sí que recuerda aquel primer renacimiento. Guarda como un tesoro los ripiosos relatos de amor que escribiese aquel verano de amor soñado, de vez en cuando los relee, sobre todo en las noches frías de invierno que le impiden salir de casa; pero siempre recuerda que hubo al menos un día y un momento en que llegó a sentir una corriente eléctrica por todo su cuerpo y daría todo el resto de vida que le quedase por volver a sentir algo parecido.

La noche le empujó a salir; mayo llegaba a su final y empezaba a hacer calor, así que decidió conducir hasta la casa de citas habitual. Pero no tuvo más remedio que parar a mitad de camino, malestacionar el coche en una esquina y entrar en el primer bar que encontró abierto. Tenía unas enormes e irreprimibles ganas de orinar. Se bajó los pantalones y los calzoncillos hasta abajo, se pellizcó suavemente el escroto y el glande, y esperó. Como ya venía siendo habitual el caño deseado no apareció; las ganas de orinar eran enormes, pero nada brotaba de su polla. Después de varios minutos cayeron unas gotas que no calmaron sus necesidades. Con el rostro aburrido se subió los calzoncillos y los pantalones, se abotonó la bragueta, se abrochó el cinturón y salió del baño. Se dirigió a la barra y, con los hombros bajados y la cabeza agachada, pidió un güisqui doble. La camarera apenas lo miró, le sirvió el licor, puso un posavasos y depositó la copa en él. La mano de Andrés esperaba el contacto con el cristal frío cuando se topó con la mano de la camarera. Sus dedos se tocaron un instante y de pronto se produjo de nuevo el milagro: una corriente eléctrica partió desde el exterior del dedo meñique de su mano derecha, corrió a todo lo largo del antebrazo y del brazo, llegó a la columna y se estrelló con virulencia en la base de la nuca. Andrés sintió un vértigo olvidado, miró a la camarera vieja, de cejas pobladas, de pelo ajado teñido de rubio, de ojos negros y de labios deprimidos, y sintió un movimiento repentino en el interior de su bragueta. Este era el anuncio innegable de su segundo renacimiento, de un nuevo verano de amor que aún le reservaba la vida, de un nuevo paraíso al que no estaba dispuesto a renunciar.


José Manuel Martínez Arias