domingo, 15 de octubre de 2017


Nunca vuelvas donde fuiste feliz

Cuando llegó esa mañana a la Campana poco podía imaginar lo que pasaría, pidió su café y el periódico y con la prontitud de los buenos camareros lo tenía encima de la mesa al momento, al lado de su sombrero. Como siempre empezó por el final y al llegar a las necrológicas lo  vio, era el nombre que menos esperaba, pero allí  estaba. Se puso tan nervioso que no sabía qué hacer. Pagó y se levantó. Sus pies lo encaminaron, sin saber por qué, a su casa, la calle San Vicente. Se paró enfrente, había gente entrando y saliendo, aprovechó un hueco y entró. Nadie lo paró hasta el patio, allí conoció a la hija mayor, tenía su misma cara.

-         Lo siento mucho, ¿cómo está tu madre?

-         Muy afectada, ¿quién es Usted?

-         Un viejo amigo, ¿la puedo ver?

-         Ahora se ha tomado un calmante, mejor mañana en el entierro.

Se fue muy decepcionado y esperó hasta el día siguiente, la Plaza del Salvador estaba repleta, desde lejos pudo verla, pero estaba rodeada de sus hijas y de gente que él no conocía, desistió de verla.

Esperó dos días y empezó a pasear la calle, sabía que ella saldría en algún momento, y no tardó en encontrársela tan elegante como siempre. Al principio no le reconoció, los años no pasan en balde, pero cuando lo hizo, su cara denotaba sorpresa, pero no desagrado. Tras un momento, empezaron a hablar, como si no hubieran pasado veinte años, como si sus padres no les hubieran separado, como si la política, siempre la política, no hubiera estado entre ellos.

El momento fue muy emocionante para los dos, después de tantos años se estaban hablando, pero ya no era como hacía años. Su tono de voz era muy cansado, la vida la había vencido y tras el café al que la invitó en un recóndito bar de una bocacalle a la espalda del Museo, le dijo adiós.

-         No es posible, lo pasado, pasado.

     Tantos años imaginando ese encuentro, tantos años odiándose por haberse ido, odiando a quien le obligó a irse, odiando a todos y a todo y ahora que la veía, ese odio se diluyó, simplemente la vio alejarse con esa buena figura de la que siempre había presumido y muy triste pensó que no se puede volver a donde se fue feliz…

         José Luis Álvarez Cubero

7 de octubre de 2017

La nieta

Esa mañana los pájaros de la plaza que iniciaba la ancha avenida volaban tranquilos. Mientras llevaba de su mano a su nieta, le iba contando sus historias de la guerra, ella era muy pequeña entonces, pero recordaba perfectamente los bombardeos, el tableteo de fusilada, los cristales rotos. Parecía tan real, aunque lo había vivido hace mucho tiempo, pero ahora que iba perdiendo la memoria de lo presente, solo recordaba el lejano pasado, quizás en estos últimos años lo que le quedaba por vivir era solo ese triste pasado.

La abuela sabía que su nieta siempre la miraba con admiración o interés, aunque también sabía que había un interés oculto, al final del paseo siempre la debía recompensar con algo, un helado, un juguete, o cualquier capricho de las tiendas aledañas.

Es curiosa la relación entre una abuela y una nieta, pensaba mientras se adentraba en la avenida, solo el cariño existe, pues la responsabilidad de educar no era suya, de eso ya se encargaría la madre, su hija. Ella la veía con sus ojos de abuela, aunque le parecía que nunca cambiaba esa niña, que siempre estaba igual de linda.

Esa mañana de agosto, no sabía por qué, la abuela estaba especialmente melancólica, recordaba tantas caras angustiadas, no solo de la guerra, sino también de los tiempos de la posguerra, del hambre indefinible, de la angustia que llegaba como un eco de sus mayores, de sus padres, tíos y  vecinos.

Ahora en 2017 era diferente, reflexionaba cuando veía tanta gente andando por la avenida, un régimen democrático había hecho olvidar los rencores del pasado, o, al menos, a ella le parecía que era así. Una especie de Pax romana había entrado en Europa y el mundo y la seguridad de la pobre paga le hacía vivir tranquila.

Se acercó entonces a un árbol de aquel paseo rodeado de tiendas y bares, de aquella Rambla y a través de la imagen de su nieta tocó el árbol junto al mercado donde la maldita furgoneta blanca la había atropellado.

José Luis Álvarez Cubero

17 de agosto de 2017

Un día de agosto del 36

Cuando vi a la muchacha acercándose en su rosa bicicleta no podía sospechar lo que traía en su trasportín. Llevábamos dos días en que no había habido noticias, ni de un bando ni de otro, parecía que estábamos en tierra de nadie. Todo el día de hoy había intentado coger la emisión de Radio Unión Sevilla para ver qué decían del avance de las tropas, pero siempre con una manta por encima para que no se escuchara, y esto en agosto era una tortura.

Me había asomado a la terraza para con los prismáticos antiguos de mi tío otear el horizonte, los que habían estado mandando no parecían estar y en el camino de Llerena solo sonaban los suspiros. Desde que hace dos días nos obligaron a abrir la iglesia para ver si estaba llena de fusiles, amenazándonos de muerte si los encontraban, no nos habían vuelto a molestar. Al asomarme hacia la calle mi sombra hizo que la niña mirara arriba, en seguida me hizo un gesto para que bajara, su expresión desvelaba un gran miedo.

Rápidamente bajé las escaleras del doblado y me planté en la puerta, de su trasportín surgió algo envuelto en trapos muy sucios, me lo dio sin decir nada y salió corriendo. Miré a derecha e izquierda y nadie aparecía, por lo que volví a cerrar, teniendo la precaución de poner la tranca que desde hace un mes siempre estaba puesta.

Mi tío Luis vestido con su sotana, a pesar del calor, decía que si iba a morir mejor hacerlo bien vestido, me había visto bajar a toda velocidad y vino a ver qué era. Desenvolvimos el hato y nos encontramos con el cáliz de consagrar que habían robado en el registro los del otro día. Sin duda, alguien que no se atrevía a traerlo lo encontró tirado y mandó a la niña pensando que ella no levantaría sospechas. Parece que en su huida no sabían muy bien lo que perdían. Quizás en estos días aciagos era la única alegría que íbamos a tener.

De repente, sonaron disparos por el camino de Guadalcanal, se acercaban. Con mis prismáticos subí a la azotea de nuevo y a lo lejos vi nubes de polvo.

¡Ya están aquí!, ¡Ya están aquí!

Meses de incertidumbre habían llegado a su fin, en unas dos horas aparecieron por las calles del pueblo un grupo de boinas rojas. Mi tío y yo salimos a recibirlos, ellos, al ver su sotana, le besaban la mano y él casi llorando después de tantas penalidades, les bendijo.

Esto leía el sobrinonieto de ese cura reflexionando sobre cómo un millón de personas murió en una guerra fraticida donde todos los bandos fueron perdedores y solo algunos lograron tener un poder omnímodo que se perpetuó por cuarenta años y deseando que los nietos del hombre que escribió esta historia no lleguen  a conocer algo así nunca más.

                                                                                                                             José Luis Álvarez Cubero

Lebrija 3 de junio de 2017

jueves, 12 de octubre de 2017

 Cómo no podía ser de otra forma, este fin de semana no íba a ser distinto. Toda la semana trabajando mañana y tarde le confieren al domingo un papel de día deseado, y por otro la confirmación y seguridad de ser un día más entre tantos ... o por lo menos eso creía yo ...

Salí de casa cómo de costumbre. Había quedado con Julián para tomar algo, almorzar, y después disfrutar de nuestras sobremesas futboleras. Cogí el autobús de linea que me llevaba siempre cerca de la alameda, para después desplazarme por las calles angostas de sevilla hasta mi destino.

Allí estaba Julián, apoyado en uno de los bancos de la plaza de la encarnación. Al principio no reparé, pero lo empecé a notar más y más nervioso conforme me acercaba ...

  • ¡que tal julián! ¿por dónde comenzamos hoy nuestra ronda?.
En ese momento tiró el cigarro, con algo de desgana. Lo vi enfadado, casi irascible.
  • ¡Pedro! Ven rápido. Necesito que me ayudes ...
  • ¿que pasa Julián?
  • ¡ven conmigo!
Me llevó a un lugar un poco más apartado y ahí fué más explícito.
¡!Pedro; esta mañana hemos tenido un accidente ...!
¿hemos? Le pregunté ...
Si, ella ... Clara ... ya sabes, la chica con la convivo desde hace unos meses ...
¡Ah si! Le contesté. Y que todavía no has tenido narices de presentármela ... es que eres duro para mantener un compromiso ...
¡no estoy para bromas, Pedro! Ven conmigo ...
Comenzó a correr en dirección a la plaza de San Pedro y, a la altura del tremendo de santa catalina, torcer por la calle alhóndiga a un paso demasiado apresurado ...

¡Julián, tranquilo! le dije tartamudeando, ya que seguir su paso me resultaba cada vez más imposible ...

Llegamos a su pequeño apartamento en la calle Santiago, un lugar que para cualquier otra persona tendría un aspecto de "picadero" más que de residencia formal ...

Entramos por la puerta y allí la ví ... estaba caida en el suelo, junto a un pequeño charco de sangre y semiinsconciente ...

¿que ha pasado Julián?

Pedro se llevó nerviosamente los nudillos a la boca para mordisqueárselos ... temblaba y tartamudeaba a la vez, sin decir nada coherente.

Me acerqué y pude observar que aún respiraba.

¡Clara! ¡Clara!

Al no responderme, opté por lo más lógico. Cogí mi móvil y me iba a disponer a llamar a urgencias, cuando pedro me detuvo.

¿pero que haces? ¡estás loco! Parecerá que hubo una riña entre ambos y me echarán la culpa de todo ...
Pude tomarle el pulso al Clara y, aunque tenue, todavía daba señales de vida.

¡Echame una mano Julián!. Intentabamos entre los dos levantarla y poder acostarla en el pequeño sofá de la salita. Le puse un pañuelo en la herida, de la que parecía que habia dejado de sangrar. Y en ese momento empezó a recuperar el conocimiento ...
¡Clara, clara! ¿que ha pasado?

Balbuceaba palabras poco comprensibles, y poco a poco se fue reanimando.

¿quién eres? Me preguntó.
Hola, soy Pedro, amigo de Julián. ¿que ha ocurrido?
No lo sé, me contesto Clara. Estaba sentada aqui. Julián había salido a hacer unos recados, cuando alguien llamó a la puerta. En ese momento, al querer abrir la puerta, noté un fuerte empujón y me caí. No recuerdo nada más.

Miramos a izquierda y derecha, y ellos no echaron nada de menos ... o casi nada ...
¿dónde está el pequeño jarrón de la mesita de noche?, preguntó clara.

Julián seguía aturdido, y prácticamente no acertaba en tomar una decision.

Vamos a ver, pregunté a ambos- ¿echais algo mas de menos? ¿que había en ese jarrón?

Se miraron nerviosos ... y por fin clara se explicó:

Teniamos algún dinero ahorrado para nosotros ... lo escondiamos ahí para algún gasto extra ... tú ya sabes ...

¿te acuerdas de su rostro?.

No. Lo que si creo recordar es que tenía sombrero ... poco mas ...

¡pues busquemoslo!, inquirió Julián. Espero que tengamos suerte ...

Bajamos los escalones hasta la entrada, y salimos corriendo en la primera dirección que se nos ocurrió. Llegamos a la plaza de la Pila del Pato, y posteriormente por la plaza de la alfalfa, bar sopa de ganso, encarnación ...

Julián siguió por la avenida, en dirección a campana. Clara iba detrás y yo terminaba el grupo corriendo cómo hacia tiempo que no lo hacia ...

¡ahí está! Gritó Clara llevándose las manos a la boca en un gesto entre sorpresa y miedo.

¡Ese hombre con sombrero está sentado en la cafetreria de la campana leyendo en el periódico las necrológicas".

¡Julián, espera! Mi amigo no se lo pensó dos veces, y de un gran salto cogió por el cuello a este sujeto. Los dos rodaron por medio de las mesas de la cafeteria, ante el estupor de los allí presentes.

Llegué junto a Clara y entre los 3 intentamos retener al sujeto, que luchaba denonadamente con los tres. Yo le tenia sujeto por un brazo, Clara por una pierna y
a duras penas conseguimos tirarlo al suelo. A todo esto, Julián consiguió arrebarle su jarrón. ¡lo conseguimos!

La policia acudió por la llamada de una mujer que se hallaba en la cafeteria. Los tres presentamos declaración en la comisaria pero ... a pesar de que todo habia acabado bien ... o no

El agente que me habia interrogado departía con un compañero suyo, y me animé a preguntarle ...

Disculpe agente, ... me gustaría preguntarle algo ...
El se volvió y, con gesto divertivo, me dijo que quería ...

Me gustaria saber que interés podría tener el ladrón en un viejo jarrón dónde mis amigos tenías unos pocos ahorros ...

¡un pobre jarrón! ¿no saben realmente el valor del jarrón que tenían sus amigos en su casa? ¡es una pieza de una colección muy valiosa valorada en varios miles de euros!

José María Vázquez
... las 3 de la mañana. No dejaba de dar vueltas y vueltas sobre la cama. La noche se estaba haciendo larga, muy larga. No conseguia conciliar el sueño. El día había sido cómo cualquier otro día de vacaciones en la playa ... salir a dar un paseo por los pinares ... acudir a hacer los recados diarios ... visita breve a la piscina ... en fin, cómo cualquier otro día de playa ...

Me ajusté los auriculares para buscar el enésimo podcast al que aferrarme en esta noche de incomnio cuando crei escuchar algo. Agudicé el oido, y al momento parecía que lo que único que imperaba era el maravilloso y envolvente silencio nocturno. Sin embargo, me levanté y crucé el pequeño patio al lado de mi dormitorio. La puerta de la verja estaba semiabierta ... ¡que extraño! ¡juraria que la dejé cerrada cómo todas las noches!. Me acerqué a cerrarla cuando vi una pequeña sombra ... me quedé inmovilizado. La sombra estaba quieta, y era de una persona sin ningún tipo de dudas ...

Me quedé parado sin sabe que hacer, y al momento me arrepentí de esta reacción infantil. Sería algún vecino que había llegado más tarde a la urbanización, posiblemente con algún problema de retención de líquidos, y me asomé con toda naturalidad para saludarlo y cerrar mi portal ... sin embargo, al asomarme para para saludarlo, me dí cuenta que no había nadie ...

Ya francamente alterado, cerré la verja y cuando me iba a dar la vuelta, noté la inconfundible sensación de que alguíen estaba a mis espaldas ...me volví lentamente, con toda la parsimonia que podía hacer gala aunque los nervíos empezaban a dominarme ... y en esto me volví repentinamente ...

¡No había nadie!. Bastante nervioso, me apresuré a cruzar lo más rápidamente que pude el espacio entre la puerta del patio y la de la casa ... y alli estaba ...

Al lado del la pequeña higuera, en un poste que servía para sujetar el toldo que nos suavizaba las largas horas de sol del día, estaba ella. Su imagen era poco clara, pero su cabello se agitaba con la escasa brisa de la noche. Me acerqué a ella lentamente, intentando escudriñar en la oscuridad las facciones de esa imagen que se me ofrecía pero que no terminaba de vislumbrar con claridad ...

Al llegar escasamente a un par de pasos, su rostro estaba mirando a un lado. Era una chica joven, o eso me pareció ver. Sus rostro aún segúia siendo un misterio para mi, ya que su cabello, suave y suelto, no me permitía verlo. En ese momento, ví cómo se volvía lentamente, y sus ojos, al clavarlos en los míos, me provocó un intenso escalofrío ... y un grito de terror procedente de su garganta me hizo salir huyendo hacia el interior de mi casa ...

Entré lo más rápidamente posible en mi casa, no sin observar que ella me seguía con un rapidez que yo no podía superar. Noté su aliento detrás, con un olor dulzón que me embriagaba. Al llegar a mi dormitorio, quise buscar algo con lo que defenderme, y sin embargo notaba que algo me sujetaba mi brazo derecho. No sin esfuerzo, conseguí deshacerme de lo que me tenia preso, y entonces ...


¡me encontré caido al lago de mi cama con una lamparilla en mi mano! ¡todo había sido una mala pesadilla!

José María Vázaquez

Inspiración:

El reloj de la vieja estación marcaba las diez en punto cuando el viajero descendió del tren. Lo primero que observó fue la luz deslumbrante del día. Era una mañana luminosa, casi cegadora y en el cielo, de un azul purísimo, no había ni una sola nube.

Como siempre que visitaba su ciudad natal, comenzó el día recorriendo los lugares que habían sido escenario de su infancia. ¡Su ya lejana niñez!- pensó-aquellos pocos años que tanta impronta dejaban en el alma, hasta el punto de que siempre llevamos dentro de nosotros aquel niño que fuimos. Esa etapa de la vida, tan corta, pero con esa otra noción del tiempo, que haces que recuerdes los días largos, los veranos interminables y las lentas horas. Reflexionó en cómo quedaban impregnados en la memoria no solo vivencias, sino también olores, colores y texturas ; sensaciones e imágenes con las que, una vez mas, se reencontraba.

Acompañado de sus pensamientos, como siempre, se vio a a si mismo de niño. Fue un niño solitario y seguía siendo un hombre solitario, aunque , durante unos breves y dichosos años, hizo una parte del trayecto acompañado. Siempre añoraría esos años, pero amaba su soledad y no renegaba de ella, era una parte de si mismo.

Su nostálgico paseo terminó en el mismo sitio de siempre, aquel café en el centro de la ciudad que era el favorito de su madre. Se acordó de ella, de cuanto le habría gustado venir y le pareció verla, tan joven y bonita, llevándolo a él de la mano cuando era pequeño .Le parecía ver sus ojos, tan brillantes como los suyos propios, ante el magnífico escaparate lleno de deliciosos dulces.

Tomó asiento en el exterior, buscando refugio en la sombra del sol del mediodía y el camarero, solícito ,le acercó un café y el periódico del día.

Era uno mas de los muchos hombres con traje oscuro y sombrero que descasaban un rato en aquel concurrido lugar. No era muy amante del bullicio que le rodeaba, pero tenía la capacidad de aislarse y seguir con su continuo diálogo consigo mismo.

Abrió el periódico y en seguida encontró lo que buscaba. Allí estaba, en un lugar destacado, la esquela del buen amigo de su padre. Asistir a su sepelio era el motivo de su visita. Pero él prefería recordarlo de joven, cuando visitaba a su padre. Los dos se encerraban en el despacho y allí divagaban, en una eterna conversación, sobre la vida, los sueños y su pasión común. Él se colaba a escondidas y podía pasarse las horas muertas escuchándolos.

Recuerdos, ensoñaciones, los aromas del aire , la claridad del día y sobre todo, el recuerdo de su padre...su querido padre. Todo daba vueltas en su mente, hasta que fueron tomando forma de palabras. Y sus versos, sus amados versos, fluyeron de su corazón a su cabeza . Sacó el lápiz que siempre llevaba consigo y en los márgenes de aquel periódico, escribió:

Esta luz de Sevilla... Es el palacio
donde nací, con su rumor de fuente.
Mi padre, en su despacho.—La alta frente,
la breve mosca, y el bigote lacio—.

Mi padre, aun joven. Lee, escribe, hojea
sus libros y medita. Se levanta;
va hacia la puerta del jardín. Pasea.
A veces habla solo, a veces canta.

Sus grandes ojos de mirar inquieto
ahora vagar parecen, sin objeto
donde puedan posar, en el vacío.

Ya escapan de su ayer a su mañana;
ya miran en el tiempo, ¡padre mío!,
piadosamente mi cabeza cana.


Durante los instantes en los que está escribiendo se abstrae totalmente del ambiente exterior. Cuando termina, satisfecho con el resultado, se levanta y paga. El camarero, un hombre bonachón y simpático que lo conoce de ocasiones anteriores, lo despide con un jovial:
-¡Hasta pronto, don Antonio!


Ana Mª Cumbrera Barroso.

domingo, 8 de octubre de 2017

Silencios:

La otra historia de la calle Sierpes.

A Pepelu.

Esta espléndida mujer que charla y gesticula en la calle Sierpes es Doña Ernestina Queipo de Llano Martí. Tiene la elegancia que dan el poder, el dinero y sus 33 años. Acaba de salir de la sombrerería Maquedano y se está despidiendo de sus amigas doña Amalia y doña Josefina. Las tres hablan, sonríen y agitan sus brazos como si algo les impidiera percartarse del ambiente de angustia que asola la ciudad en estos días de julio de 1940.
Doña Ernestina luce un vaporoso vestido azul y, aunque es temprano y el sol no está aún en todo lo alto, su cabeza va elegantemente equipada con una pamela del mismo color, con tres flores rosas y una redecilla de hilo fino. Sus amigas parten hacia arriba, en dirección a la Plaza de San Francisco, mientras que ella marcha en sentido contrario hasta que decide sentarse en uno de los veladores de la plaza de la Campana. El atento camarero sabe lo que ella tiene decidido tomar: un corto de café con una nubecilla de leche. Un periódico extranjero ha sido olvidado en la pequeña mesa redonda. Ella apenas le dirige una leve mirada, pero le es suficiente para poder leer las grandes letras negras que dicen: “La Lozère, un vrai désastre!”.
El camarero deposita cuidadosamente la taza de café sobre la mesa y pregunta: “¿Algo más, doña Ernestina?”. “No, gracias, Mariano. Es suficiente.” El camarero gira sobre sí mismo y se adentra en la cafetería por la puerta que da a la misma plaza de la Campana. En ese instante una señora de unos cincuenta años aparece en la plaza. Viene de la misma calle Sierpes y se detiene de pie junto al velador, frente a la propia doña Ernestina. El contraste no puede ser mayor. Va vestida toda de negro: falda larga y blusa. Lleva, recogiéndole el pelo, un pañuelo también negro en la cabeza. Sus ojos son grises y sus manos arrugadas. Mira fijamente a doña Ernestina. Parece reconocerla. Parece también que está deseando hablar. No se decide. Se gira, camina dos pasos hacia la calle Velázquez, se para, se vuelve a girar y finalmente comienza a hablar desde algo más de dos metros de distancia.
“Yo la conozco, doña Ernestina. Por favor. Usted puede ayudarme. Por favor. No es por mí. Es por mi hijo, por favor. ¡Es tan joven! Él no ha hecho nada. Se tuvo que marchar, pero fue por error. Él quiere volver y usted tal vez pudiera hacer que lo haga. Por favor, doña Ernestina. Aún no tiene usted hijos, pero pronto los tendrá y sabrá lo que duele un hijo.
(Silencio)
Estoy preparada para visitar la tumba de mi hijo. Estoy preparada para yacer junto a él. Pero no sé cómo vivir con este silencio, con esta ausencia. No he vuelto a saber de él. Hace un año. Hágase cargo, por favor.
(Silencio)
¿Podría ahora reconocerlo, su rostro, su voz? ¿Cómo le habrá cambiado la guerra? ¿La soledad? ¿El hambre?
(Silencio)
En su última carta me decía que echaba de menos los paseos por el río, y los labios y los susurros de Azucena, su prometida.
(Silencio)
Hace dos semana tuve un sueño. Soñé que esperaba a mi hijo, que él tardaba, que no venía. Y entonces me lo traían en una camilla unos milicianos. Llevaba las manos delicadamente colocadas sobre su barriga. Lo depositaban en el suelo y de pronto el suelo era el de mi cocina y él incorporaba su cabeza, sonreía y decía: “Ya llegué, madre”.
Tal vez no fuera un sueño y fuera una broma.
(Silencio)
De pequeño decía que quería ser radiotelegrafista. El maestro indicaba en sus notas que era muy aplicado. Años más tarde intentaba entrar en la Escuela Superior de Ingenieros, pero la guerra lo truncó todo. Por favor, doña Ernestina, haga que todo vuelva a ser como antes. Usted podría hablar con su padre o, tal vez, con su suegro. Era tan feliz. Le iba todo tan bien. De niño, las noches le daban miedo. ¿Tendrá miedo ahora a las noches? Entonces me llamaba y me agarraba de la mano. Eso parecía tranquilizarlo. ¿Y ahora? Entonces se dormía con sus manitas entre las mías.
(Silencio)
A veces también sueño que alarga sus manos hacia mí y me dice que tiene hambre. En mis sueños suelo verlo pequeñito, hambriento, humillado.
Envidio a esas madres que han visto volver a sus hijos ofendidos o mutilados. O a aquellas que saben de ellos, aunque estén lejos o escondidos.
No odio. Por eso puedo perdonar. Tal vez usted también pudiera...
Envidio incluso a las madres que enterraron a sus hijos. Yo le llevaría flores a su tumba y me sentaría a su lado y le hablaría.
(Silencio)
Con sus hermanos era diferente, pero con este mi segundo hijo... de niño era tan obediente, tan dócil, me agarraba de la falda y se pegaba a mis piernas. Me necesitaba tanto.
Es un idealista que no entiende nada de la vida real. La culpa fue mía. Una tarde lluviosa me dijo: “Nada de lo que me has enseñado existe”. “Nada es real”. “¿Qué será de mí?” Pasamos toda la tarde sentados en silencio frente a la ventana de la cocina.
(Silencio)
Estaba enamorado de la Antigua Grecia y un día, cuando era un muchachito, vino a mi lado y me dijo que quería ser filósofo. Su padre le respondió: “Hoy día, en nuestro país, ser filósofo es difícil. Si dices la verdad acabarás en el manicomio... o en la cárcel”. Más tarde se enamoró de Italia. Después, años después, me dijo: “No me preguntes nada mamá, pero me he apuntado con los milicianos”. Hace más de un año que no sé nada de él. Marchó a Francia. Tal vez usted pueda hablar con el padre de usted y dejarlo volver. Es bueno. No ha matado a nadie. No hubiera podido. Es demasiado débil y bueno. O con su suegro, tal vez. Usted también tendrá hijos. Por favor. Dígame que sí. Que lo intentará al menos. Dígamelo.
(Silencio)
No puede durar tanto un exilio.
No puedo seguir viviendo sin saber de él.
No necesito vivir sin él.
(Silencio)
“Tú me has educado, madre. No me digas ahora que nada de lo que me enseñaste era verdad”. “Me educaste bien, sólo que no calculaste con acierto el número y el poder de los fanáticos. Ellos no podrán evitar que exista todo lo sublime que me enseñaste.”
¿Qué le podía decir yo entonces? ¿Que la patria no lo merecía? ¿Qué la mejor de las ideas no vale la sangre que se pierde? ¿Es digno que una patria condene a muerte a sus mejores hijos?
No sé qué me pasó entonces, pero no pude dejar de llorar. Hasta hoy no he podido dejar de llorar. Por favor, doña Ernestina. Usted puede ayudarme.
(Silencio)
Las vecinas murmuran. Ya ni se molestan en cerrar las ventanas para que yo no pueda oírlas. Yo les pregunto: ¿por qué vosotras sí tenéis a vuestros hijos a vuestro lado? ¿Por qué yo no sé nada del mío?
Sólo me interesan sus cosas, sus cartas, sus libros. Me encierro en su habitación y allí paso las horas. No puedo más. Estoy desgarrada. Mi hijo es mío y no vuestro. Hace un año que me muero. No estoy enferma, pero me muero. Si no me he quemado en la calle, si mi marido no ha salido aún a matar o a martarse, es porque ya estamos muertos. Solo que nadie se ha dado cuenta, ni nosotros mismos.
(Silencio)
Cuando nació era muy pequeñito. Menos de dos kilos y medio. Parecía una niñita y me daba miedo cogerlo en brazos. “Vida mía”, le decía estrechándolo en mi pecho. Después creció muy bien, delicado, pero bien. A los cinco años me dijo: “Mamá, una ola me dejó en la orilla”. Nunca entendí lo que le pasaba, lo que quería. ¡Pero es tan cariñoso! Una ventosa noche, agarrándome la mano, me preguntó: “¿quién llora ahí fuera?”. “Tengo miedo, mamá”, dijo.
(Silencio)
Volvió de su primera campaña muy cambiado. Sus ojos no eran los mismos. Ni su voz. Parecía más recio y firme. Distante. Sus hermanos también lo notaron. Cogió a su sobrino en brazos y se quedó quieto. Frío. Le sudaba el rostro. Tenía tanto miedo.
(Silencio)
Anoche volví a soñar con él. Había una enorme extensión de arena. Era de noche. A veces fogonazos blancos se extendían por el campo. Lo veo intentando esconderse, huyendo. Explosiones. Yo corro tras él. Intento alcanzarlo. Se me escapa. Estoy a punto de agarrarlo por la espalda, pero caigo y él se marcha: no se ha dado cuenta de que era yo quien le seguía. ¿Cómo ha podido no sentir mi presencia? ¿Habrá olvidado mi voz? ¿Por qué seré tan débil? Sus pasos son tan largos.
Hace tres meses una mujer me dijo: “Si no lo hubieses educado así, todavía seguiría contigo”. No puedo quitarme estas palabras de la cabeza. Yo soy la única culpable, señora. Por favor. Pero no puedo seguir sin saber de él. Por favor, permítanle volver.
(Silencio)
(Se tira al suelo)
(Llora)
Ahora rezo, dice. Rezo todos los días. Acudo a la iglesia y rezo. Tal vez Dios y usted pueden ayudarme. Sus padres, don Gonzalo y doña Genoveva son buenos cristianos. Ayúdenme por favor.
Busco amparo. ¿No quiere usted escucharme? ¿Por qué, señora, no me atiende? ¿Acaso ya estoy muerta y aún no me he enterado de ello? Por favor, doña Ernestina. Es usted una buena señora y cristiana. Apiádese de mí, por humanidad.
Él es bueno. Marchó a Francia. En su última carta me decía que estaba en La Lozère, con los guerrilleros. Liberando a Francia. ¿Quién lucharía para liberar a una patria que no es la suya? Es tan generoso. Si usted lo viese y le mirase a los ojos no dudaría de su bondad. Él no está hecho para la guerra. Cuando se fue me dijo que volvería. Por eso aún lo espero. Porque sé que está vivo y que volverá.
(Doña Ernestina ha estado escuchando todo el discurso de la señora de negro sin moverse. Mirándo al frente con la taza de café entre sus dedos. Ahora mueve su mano para tapar el titular del periódico: “La Lozère: un vrai désastre! Des centaines de soldats espagnols sont morts. Un champ du sang”).
(Silencio hecho de otro silencio. Finalmente la señora de negro vuelve a hablar.)
Sólo fue mío mientras era pequeño. Después me lo robasteis. Ahora sólo me habéis dejado el miedo al paso del tiempo, el miedo a olvidar sus ojos, su voz. No tenéis derecho a arrebatarme mis recuerdos.
(Aprovechando el silencio más largo, doña Ernestina deja unas monedas sobre la pequeña mesa redonda. Se levanta, recoge el periódico y los paquetes, y en silencio marcha en dirección a la calle Alfonso XII. Cuando pasa junto a la señora de negro no dice nada, no hace ningún gesto.)

José Manuel Martínez Arias.


viernes, 6 de octubre de 2017

Abrió los ojos como si así pudiera escapar de la angustia que la atenazaba.
No podía moverse.
No podía hablar.
A su alrededor silencio.
Comprobó que la pesadez de su cuerpo, no podía calmar el deseo de su mente de salir de allí.
Una habitación blanca y aséptica, una luz tenue que dejaba ver la silueta de unos pocos muebles y una ventana cerrada, hermética. Bajo la ventana un pequeño sofá, y sobre él una figura de costado que le daba la espalda.
Se sentía como una mole de mármol, fría y pesada.
Recordó un paseo por el bosque, entre castaños, yendo a buscarla, como hacía siempre que podía, en el atardecer.
Y volvió a recordar, esta vez recordó los ojos que la observaban con pena, con espanto, ojos silenciosos, mientras que ella no entendía nada.
Intuía miedo y oscuridad y el camino hasta casa fue eterno.
Llegó y allí encontró más frío, un mar negro en la mirada de su padre perdido en un abismo de desesperación.
Palabras que apenas comprendía le explicaron lo ocurrido: entre sollozos, la mala suerte, justo cuando pasaba... Así es la vida.
Oía voces lejanas.
En su cabeza sólo los latidos de su corazón.
Rebosó.
Explotó y empezó a correr buscándola, llamándola anhelante, impaciente.
No quería que se fuera sin despedirse. No quería.
La vió, despistada, como era ella, como siempre, esperando el bus, distraída.
Fue en su busca hipnotizada por su calma y suspirando aliviada extendió su mano hacia ella, confiada y serena, una mano que chocó con el poste duro, impasible.
Cerró los ojos.
Ahora, mientras recomponía sus últimos recuerdos, vio una mujer que la miraba despistada, sonriente, tranquila desde la esquina de la habitación.
Serena le pareció entender casi en un susurro...
                       Yo tampoco quería irme sin despedirme.

Maribel de la Fuente (2 de septiembre).

miércoles, 4 de octubre de 2017

Desasosiegos:

La otra tercera historia de Guareschi.

Hoy vendrá. Lo sé.

No recuerdo desde cuándo tengo el don de atravesar con la mirada, pero sí la primera vez que de forma consciente lo había conseguido provocar. Tenía ocho años y estaba en el jardín de la casa de mis abuelos paternos, un jardín como este de ahora, junto a una higuera vieja.

Sola, alejada de los gritos de la familia que comenzaba a preparar la merienda, con tanta delicadeza como cuando cogía en brazos a mi nueva hermanita Inés, y sin que nadie me viera, cogí un higo entre mis manos, lo limpié un poco con los dedos, o tal vez lo frotase. Y de pronto, a través del higo comencé a ver a mi madre en la noche anterior. Estaba en el sillón del salón de la casa dándole de mamar a mi hermanita. Mi padre las miraba paciente. ¡De eso hace ya tantos años! ¿cincuenta?

Años después había empezado a comprender que no era yo la que tenía el poder de atravesar con la mirada, de ver más allá de las cosas, de recordar minuciosamente. Era al revés: las cosas evocaban en mí los recuerdos, algunos incluso nunca vividos, como cuando vi a mi hermanita en su primer día de colegio, sentada sola en una silla, esperando a que llegara la maestra, ¿o no era Inés? ¿Quién sería? Algunos objetos me provocaban visiones, recuerdos la mayoría de las veces, fantasías también, pero fantasías recordadas, sentidas como si las hubiera vivido.

Con los años también había desarrollado otro don: el de predecir por unos segundos lo que iba a ocurrir, a veces incluso por algunos minutos, antes de que realmente ocurriera. Como ahora, sentada en un banco del jardín de este balneario. Sonreía porque sabía que en unos instantes llegaría él, el más elegante de todos los hombres. Nunca vi a ningún otro al que le quedase tan bien la pajarita. Ahora estaría saliendo de su habitación o tal vez bajando ya las escaleras y pronto saldría desde detrás de la arquería que da al jardín. Me buscará con la mirada y vendrá a sentarse junto a mí. Sonriendo, sin decir nada. Así era Mario.

Ya lo veo tras las columnas de los arcos, ya lo veo cruzar hacia el jardín, ya lo veo buscarme. Ahí llega.

  • ¡Hola, Mario!
  • ¿Qué tal te encuentras hoy?
  • ¿Mejor? Ayer parecías más apagado de lo normal.
  • Sí, hoy te veo mejor... y como siempre... tan elegante...
Mario llevaba un fino pañuelo de seda blanca en el bolsillo de su chaqueta. De pronto de este pañuelo empezaron a brotar imágenes. Con Mario no había ningún problema, porque él me conocía desde hacía años y sabía de mis poderes. Al principio no les hacía mucho caso y decía que eran ensoñaciones mías, o algo parecido, pero poco a poco fue comprendiendo que no le mentía, que las cosas se dejaban transparentar por mi mirada. El pañuelo me llevó al día en que Inés conoció a Mario. Inés había ido a una tienda del centro a comprar telas para confeccionar unas servilletas y al salir de la tienda estaba él, de pie, muy derecho, como siempre, muy elegante, sonriente, como siempre, y atento. Estaba mirándola y según supe más tarde, había quedado prendado de su belleza, de sus cabellos, de sus ojos, o, como él decía, de su mirada.

Esa misma noche, en la oscuridad de nuestra habitación, Inés me habló de él. Me dijo:
  • Hoy he conocido a un joven. Me miraba de una forma extraña y ha preguntado cómo me llamaba.
  • ¿Y tú qué le has dicho?
  • Inés. Que me llamaba Inés.
  • ¿Y qué más?
  • Nada más. Me vine para casa y ya está.
  • ¿Y ya está?
  • Bueno. Me siguió hasta la esquina y ahí se quedó. Antes de cenar aún seguía ahí, pero ya no está.
  • ¡Estás loca! ¿Cómo te dejaste seguir? ¿Por qué no me has dicho nada hasta ahora? ¿Y si es peligroso?
  • No parecía peligroso. Sonreía.
Mientras le hablaba a Mario recordándole sus recuerdos y los míos, mientras veía lo que había sucedido treinta años atrás Mario callaba y sonreía como debía sonreír aquella tarde y todas las tardes de su vida.
A veces recordar es como beberse un licor muy lentamente destilado.

Mario bajó la mirada y observó el clavel que llevaba en el ojal. Yo también miré su clavel blanco y nuestras miradas se encontraron, conectaron, a través de los pétalos. Entonces no le conté lo que recordé, pero sé que él sabía lo que yo estaba viendo y también sabía por qué no se lo contaba.
Era el día en que Mario llegó a casa con un hermoso ramo de flores. Inés estaba muy nerviosa, porque intuía que Mario tramaba algo. Así fue. Mario vino a pedir la mano de Inés. Inés lloró antes de dar su beneplácito. Mi madre lloró durante aquella merienda. Yo lloré aquella tarde y muchas tardes más. Por Inés y por Mario. Por la felicidad de ambos. Cuanto más lloraba por ellos más desarrollaba el poder evocador. Ya no podía controlarlo. Todo provocaba en mí imágenes, recuerdos y recuerdos que se enlazaban con otros recuerdos más antiguos o con imágenes de recuerdos que aún no habían ocurrido. La felicidad de ellos era el motor que provocaba mis evocaciones.

Ahora todo ha cambiado.
Ya puedo de nuevo regular el orden y el caudal de imágenes.

Aquella otra tarde de hace más de veinte años Mario no sonreía. Me llegan las imágenes ahora desde el brillo de sus zapatos. Siempre tan limpios. Yo estaba muy nerviosa en la cocina de casa. Mi madre había salido cuando llegó Inés, siempre tan alegre, con un sombrero nuevo y con un vestido azul. Me preguntó que cómo me encontraba y le dije que bien, que contenta de estar en casa con ella. Me preguntó por mamá. Después de un largo silencio me anunció:
  • Estoy embarazada.
  • ¿Cómo? ¿De verdad?
Fue una enorme sorpresa. Ya empezamos a hablar de si sería niño o niña, de sus ropitas, de su cunita, de su habitacioncita...

Después tengo un vacío.
A veces recordar es como meter una mano en el fuego o como abrasarse por dentro.

Recuerdo que más tarde, cuando llegó Mario, Inés estaba sentada en el sillón con la cabeza caída sobre el pecho, parecía tranquila, como dormida. Nunca supe qué había pasado, pero el entierro del día siguiente que parece que nunca tuvo lugar, que fue un hecho irreal, inventado.

Yo me quedé muy triste después de la muerte de Inés. Tristeza que me duró meses. Gracias a Mario pude superarla. Desde entonces él nunca me ha abandonado. Aparece en todos mis recuerdos posteriores, sonriendo, elegante, alto, recto, amable. Cuando fuimos a comprar el coche, cuando visitábamos nuestro terrenito en las afueras, donde construiríamos nuestra casa, cuando salíamos al teatro con los amigos a quienes tanto queríamos y que tanto nos apreciaban,... cuando nos venimos a vivir al balneario,... nunca me ha abandonado su sonrisa, su mirada y ahora está aquí conmigo, sentado frente a mí, tan silencioso. Sabe que estoy triste, porque sabe que el brillo de sus zapatos siempre me evoca imágenes amargas. Por eso antes de que empiece a llorar alarga su mano hacia mi cara. Va a decirme “no llores, ángel”, pero nunca llega a decir nada y nunca llega a tocarme la cara. Su mano leve la atraviesa y acaricia el poste de madera que sujeta el banco en que estoy sentada. Después Mario se da media vuelta y se marcha. Todas las noches, en lo oculto de mi habitación, el mismo desasosiego: ¿vendrá Mario mañana a estar conmigo, a hablarme y a tocarme la cara?

José Manuel Martínez Arias.
... acababa de anochecer. En aquella sala de espera oscura y triste, seguíamos esperando acontecimientos. Uno de nosotrros no hacía más que entrar y salir para encender un cigarrillo, al que apenas, después de dos o tres caladas, tiraba en una muestra más de cansancio y desesperanza .. Los otros tres nos mirábamos los unos a los otros, con esa mirada cómplice del que espera tanto que le dén ánimo cómo él que quiere mantenerse entero, sin dar a entender que está tan triste y destrozado cómo ellos ...

La noche había sido muy triste y larga. El sonido del telefóno a eso de la medianoche no auguraba nada bueno. Mi mujer me miró entre extrañada y alarmada. Me puse: "¡dígame!". ¡hola! ¿pasa algo?. Por supuesto, estoy allí en media ahora ... no te preocupes que todo va a salir bien ... o eso deseábamos todos ...

No tardé ni 20 minutos, y en la sala de urgencias estaban otros dos amigos esperando. ¡que mala suerte! Espetó uno ... ¡no tendría que haber cogido el coche ... si hay taxis por doquier toda la noche ...!, comentó el otro.

Sin querer pedir más explicaciones, entré con ellos al interior. Escenas de todo tipo en la entrada ... un borracho tendido en una hilera de asientos ... dos chavales llorando el uno sobre el otro esperando acontecimientos ... algo que no se le desea a nadie ...

Al principio estábamos muy desorientados. No sabiamos a ciencia cierta que había ocurrido realmente. Las noticias que nos llegaban era de un choque frontal con una motorista, el cual había salido bien parado ... pero la hija de nuestro amigo ...

Esa misma mañana había estado preparándose para la fiesta de graduación. Se fué a la peluqueria, volvío loca a su madre demandándole continuamente su atención -mamá, planchame el vestido ... la chaqueta esta recogida del tinte ... ayúdame a plancharme el pelo ...

Terminó de estudiar tarde, porque es de las que les gusta aprovechar mucho el tiempo ... nadie podía pensar en algo así ... hasta que ocurre.

Seguimos hablando de temas triviales. Que si estoy aburrido de mi trabajo, que si no tengo tiempo para mi, que si mis hijos me adsorben el poco tiempo del que dispongo ... conversación propia de cincuentañeros con vistazos a una juventud que se nos escapó y no supimos saborear cómo hubieramos querido o podido ...

Al cabo de un rato, dormitamos un poco. Eran las 6 de la mañana y no estábamos precisamente acostumbrados ni a trasnochar ni a madrugar ... y esta largúisima espera ...

En el otro extremo de la sala, un hombre apoya los codos sobre la barandilla de la terraza, de tal forma que se proyecta la sombra de su cuerpo sobre la calle. La sombra de su cabeza se encuentra en mitad de un sendero, a la espalda del hospital. Por ese camino se acerca pedaleando en una bici una niña. Era muy joven, extraordinariamente joven, con ese aire despreocupado que tienen todos aquellos que nunca piensan que les pueda acontecer nada malo ... y sin temor a nada o a casi nada ... ¡bendita ignorancia! ¡que envidia! ¡quién pudiera estar en su lugar sin ninguna preocupación o zozobra!.

Me levanté a pedir un café. Les dirigí a todos una mirada inquisitiva, demándandoles si les apetecía. Uno me hizo un gesto de no poder con más cafeina ... otro me dijo que no quería pero que me acompañaba ... el tercero dormía apoyando su cabeza sobre el hombro de su mujer, agotado por una noche llena de acontecimientos y desesperanza.

Me comentaba mi amigo, con voz ronca por el cansancio y la preocupación, que se arrepentía de haber animado a su hija a sacarse el carnet de conducir. Yo le consolaba diciéndole que no podíamos echarnos la culpa de casi nada, si acaso, de haberle dado más de lo que se debería ... Al momento, se echó a llorar. La noche estaba llena de mucha tensión, ya había que soltarla de una vez ... ¡malditos coches!.


Cuando volvimos, un rayo de esperanza en forma de sonrisa de oreja y oreja del médico, al darnos las últimas noticias de la que era, en esa noche, hija de todos y cada uno de nosotros. Con un pronóstico aún reservado, no había daños irreversibles y en unas semanas podríamos disfrutar de ella cómo hasta ahora . ¡que maravilla! ¡que alegría!

José María Vázquez Recio. 

Remembranza

Un hombre está asomado al balcón de su casa. Su sombra se proyecta en la calle. De pronto, una chica en bicicleta cruza la calzada. El sonido de su bocina...su pelo rubio...Durante un momento, el hombre cierra los ojos y puede verla de nuevo. Vuelve a tener 15 años. El pelo de ella brilla al sol y, al pasar por su lado montada en la bici, le sonríe por un instante. Nunca fue capaz de decirle a esa chica lo que sentía por ella y, sin embargo, no ha pasado un solo día de su vida en que no la recuerde.

Todos los días, la veía pasar por delante de su casa y ella siempre le miraba y le sonreía. Por la tarde, se reunían en el pueblo y salían en pandilla. Eran muchos ,porque se juntaban los chicos del pueblo y los de ciudad, como él, que pasaban allí el verano con sus familias. Se veían en el paseo y sus miradas se cruzaban.

¡Aquellos largos veranos del final de la infancia¡ ¡cuando parecía que ibas a tener todo el tiempo del mundo¡ Por eso nunca le decía nada, pensaba que siempre habría un mañana, otro día en el que él sería más valiente y mientras tanto se conformaba con saber que ella existía, con verla cada día.

Pero un verano ,ella no volvió. Escuchó decir que veraneaba con sus padres en un lugar de la costa. Nunca más supo más de ella, mas nunca pudo olvidarla.

Cuando abre los ojos, la chica de la bici está doblando la esquina. Ha sido un instante. Ha bastado un sonido y una imagen fugaz y las vivencias de años han desfilado por su mente. ¿Por qué hace el tiempo eso con nosotros? ¿Cómo es posible que podamos recordar con tanta nitidez las sensaciones de hace 35 años y no recordemos lo que hicimos hace 5 minutos?


Pero hoy, la reminiscencia ha sido tan fuerte, que una idea cruza por su mente. Ya no tiene 15 años y , ni mucho menos, todo el tiempo del mundo. Tampoco tiene nada que perder, así que determina que nunca es tarde para las segundas oportunidades. Decidido como nunca en su vida entra en la casa y se dirige al ordenador. Después de todo, existe Facebook.

Ana María Cumbrera Barroso.