viernes, 6 de octubre de 2017

Abrió los ojos como si así pudiera escapar de la angustia que la atenazaba.
No podía moverse.
No podía hablar.
A su alrededor silencio.
Comprobó que la pesadez de su cuerpo, no podía calmar el deseo de su mente de salir de allí.
Una habitación blanca y aséptica, una luz tenue que dejaba ver la silueta de unos pocos muebles y una ventana cerrada, hermética. Bajo la ventana un pequeño sofá, y sobre él una figura de costado que le daba la espalda.
Se sentía como una mole de mármol, fría y pesada.
Recordó un paseo por el bosque, entre castaños, yendo a buscarla, como hacía siempre que podía, en el atardecer.
Y volvió a recordar, esta vez recordó los ojos que la observaban con pena, con espanto, ojos silenciosos, mientras que ella no entendía nada.
Intuía miedo y oscuridad y el camino hasta casa fue eterno.
Llegó y allí encontró más frío, un mar negro en la mirada de su padre perdido en un abismo de desesperación.
Palabras que apenas comprendía le explicaron lo ocurrido: entre sollozos, la mala suerte, justo cuando pasaba... Así es la vida.
Oía voces lejanas.
En su cabeza sólo los latidos de su corazón.
Rebosó.
Explotó y empezó a correr buscándola, llamándola anhelante, impaciente.
No quería que se fuera sin despedirse. No quería.
La vió, despistada, como era ella, como siempre, esperando el bus, distraída.
Fue en su busca hipnotizada por su calma y suspirando aliviada extendió su mano hacia ella, confiada y serena, una mano que chocó con el poste duro, impasible.
Cerró los ojos.
Ahora, mientras recomponía sus últimos recuerdos, vio una mujer que la miraba despistada, sonriente, tranquila desde la esquina de la habitación.
Serena le pareció entender casi en un susurro...
                       Yo tampoco quería irme sin despedirme.

Maribel de la Fuente (2 de septiembre).

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