sábado, 7 de julio de 2018


CARTAS AMARILLAS.

El día amaneció nublado y tristón, como si quisiera casar con el ánimo de las dos mujeres. Se reunieron en el portal, se besaron cariñosamente y se dispusieron a cumplir el penoso deber tanto tiempo aplazado.

Luisa y Marta cruzaron el umbral de la casa. El hogar de Luisa hasta que se casó y donde tantas horas había pasado Marta al cuidado de su querida abuela Lucía.

-¿Cómo es posible-se preguntó a sí misma Marta- que, un año después, la casa aún conserve su olor?

Ambas dedicaron toda la mañana a la ingrata tarea de clasificar todas las pertenencias de Lucía. Había que separar lo que conservarían y, a cada momento, sobreponerse a los recuerdos que aquellos objetos evocaban.

Enfrascada en la tarea, Marta sentía que la máquina de coser de su abuela la miraba desde el rincón. Acudieron a su memoria tantas tardes pasadas en aquel salón al arrullo del sonido de aquel artilugio que la abuela manejaba con destreza. Ella haciendo los deberes y Lucía cosiendo sus vestiditos de niña, sus trajes de flamenca, su vestido de comunión, el de su graduación...Allí se preparó las oposiciones, mientras la abuela seguía cosiendo, infundiéndole ánimos con la mirada.

¡Su abuela Lucía! ¡cómo seguía echándola de menos! Había sido una mujer dulce y buena, generosa y desprendida, la alegría de toda su familia y siempre dispuesta a ayudar a sus hijos y a sus nietos. Una vida sencilla, sin grandes emociones y que, solo para ellos, su familia, había sido importante.

Al atardecer, Marta se dispuso a embalar la máquina de coser. No olvidaba las palabras de Lucía – Marta, que no se te olvide que la máquina de coser será para tí cuando yo falte-. Nunca entendió su insistencia- ella no sabía coser- pero pensaba respetar su voluntad y la máquina de coser encontraría un lugar en su casa, aunque fuese como objeto decorativo. Al quitar la funda para limpiarle el polvo, cayeron al suelo un puñado de cartas amarilleadas por el tiempo. Marta no le comentó a su madre nada sobre su hallazago y se las llevó a su casa.

Aquella noche se la pasó en blanco, rodeada de aquellas cartas amarillas que le descubrieron una parte de la historia de la abuela que todos ignoraban. El remitente de las misivas se llamaba Ricardo. Su abuela y él habían sido novios. Se conocían desde niños e iban a casarse cuando la guerra truncó sus planes y sus vidas. Ricardo huyó, para no tener que alistarse a la fuerza . Durante años, Lucía no tuvo noticias suyas y, finalmente, lo dió por muerto. Llevaba dos años casada cuando recibió la primera carta de Ricardo. Vivía en América y buscaba la forma de reencontrarse con ella. No volvieron a verse, pero durante todos aquellos años habían mantenido una correspondencia en la que se iban contando sus vidas. A través de aquellas cartas, Marta descubrió a una mujer desconocida, una mujer que había amado con pasión, que escondía secretos y que no había olvidado a su primer amor. Cuando leyó la última carta, descubrió, alarmada, que Ricardo no sabía nada del fallecimiento de su abuela y que se preguntaba el por qué de su silencio. Decidida, se encaminó al ordenador y escribió a aquel desconocido que, durante toda su vida, había seguido queriendo a su abuela.

Unos meses después, un anciano de pelo blanco y una joven rubia se dan la mano junto al andén de un tren. Él ve en la chica el reflejo de la mujer a la que tanto amó. Ella lo sabe. Se funden en un abrazo que llega con cincuenta años de retraso.

Ana María Cumbrera Barroso.

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