domingo, 4 de marzo de 2018


Había una vez.

Había una vez una niña que tenía miedo.

Miedo de la oscuridad.
De las noches, cuando se iba a dormir y se apagaban las luces.

Todas las luces.

Y la negrura lo envolvía todo, la envolvía a ella, se la engullía y la dejaba inmóvil, convertida en estatua de mármol, pétrea y helada, contando los minutos, las horas.... hasta el amanecer.

Miedo de los sonidos.

Del canto de los pájaros, de su fuerza, de su vuelo al surcar los aires del cielo inmenso en el que se perdían.

Miedo del agua de la lluvia, del viento y del sol.

Miedo.

Miedo a la indiferencia,

a no sentir alegría ni tristeza,

a no sentir emoción,

ni la ternura de un beso, ni la calidez de un abrazo.

A pasar sin pena ni gloria,

a pasar de puntillas por la vida.

Sin amor

Sin sentir la calma que cura la herida, el aliento que te sostiene firme.


Y así vivía, triste, atormentada por el miedo, en soledad.

En silencio.

Hasta que un día descubrió un resquicio en el cristal de la ventana, por el que se colaba un minúsculo rayo de sol.

Con curiosidad se acercó en un movimiento suave, apenas perceptible.

Fue su luz plena y cálida la que le devolvió el reflejo de su rostro en el ventanal.

Un espejo improvisado en el que contempló su mirada desprevenida.

Detrás de ese rayo de luz había una vez un ángel que le tendió la mano y se llevó los miedos

Todos sus miedos.

Para siempre

Maribel de la Fuente.

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