martes, 12 de diciembre de 2017

UNA NOCHEVIEJA DIFERENTE.

Mi abuela era la mejor narradora del mundo. Tanto como cuentista como cuando contaba las historias de su propia vida. Sus relatos eran ricos en detalles y diálogos. Sus numerosos nietos éramos un público fiel y entregado que una y otra vez le pedíamos que nos contase nuestras historias preferidas. Ella no nos defraudaba y lo hacía, tal como a nosotros nos gustaba, sin variar nunca ni una frase, ni una palabra, de manera que , a medida que crecíamos ,sabíamos textualmente lo que diría a continuación. Su repertorio era amplio , desde anécdotas infantiles -tuvo nueve hermanos y cuatro hijos-hasta sus amoríos, pues había sido lo que se dice una mujer de bandera y tuvo numerosos pretendientes , pasando por las historias familiares. Con ella aprendimos lo que fue la posguerra y en sus vívidos relatos pudimos verla, como la heroína anónima que fue, acudiendo al mercado con su cesta vacía y enfrentándose a los estraperlista en su misión de llevar algo de comer a su casa. Todo un carácter de mujer. Alguna de sus “batallitas”, como las llamaba mi padre con sorna, eran auténticamente surrealistas y arrancaban nuestras carcajadas hasta hacernos llorar de risa.

Mi abuela siempre vivió con nosotros. Enviudó un año antes de casarse mi madre y, como decía mi padre, iba incluida en el lote. Siempre se llevó bien con su yerno, aunque él se metía con ella sin piedad y ella no se callaba una. Eso si, siempre tratándose con un respetuoso “de usted”. Ella me enseñó a jugar a las cartas, me aficionó a la zarzuela, cuyos argumentos me contaba entretemetiéndolos con las canciones y me inculcó el amor a la lectura. A pesar de que la sacaron del colegio con 9 años, siempre fue muy aficionada a leer y lo mismo leía libros de Corin Tellado, que novelas de Galdós o las Hermanas Bronte. El primer libro “de mayores” que leí fue Jane Eyre, después de que ella me lo contase, como siempre, con todo género de detalles.

Mi abuela era el blanco preferido de nuestras bromas. Comprábamos tarántulas o ratones de pega para ponérselos a ella expresamente. O provocábamos su enfado y luego la grabábamos con el radio-casette. La verdad es que nunca nos perdonó que grabásemos sus ronquidos durante una siesta. También la que aguantaba mis conciertos de flauta, instrumento al que cogí una desmedida afición allá por 5º de EGB, y que siempre acababan con un despectivo: - ¡niña,deja ya de dar la murga con el pito! Lo que se dice, psicología infantil.

En aquellas navidades de mi infancia el día grande era la Nochevieja . También celebrábamos su santo y el de mi madre. Ambas se pasaban los días previos preparando exquisiteces al ritmo de un eterno soniquete: -¡Es el último año que me meto en este jaleo! Nos juntábamos más de veinte personas, de las que la mitad éramos niños. Todos los primos formábamos una auténtica pandilla o patulea, como decía la abuela. Encabezados por nuestro cabecilla Roberto, alias Rompetecho, ideábamos todo tipo de travesuras. A las diez y media nos metían en las camas, de dos en dos. La abuela nos adelantaba las uvas y nos daba las campanadas con una pandereta, tras lo cual los mayores pretendían, ingenuamente, que nos durmiéramos, para poder continuar la fiesta en el salón. Pero, tal como se cerraba la puerta del pasillo empezaba el jolgorio, las carreras, los sustos, los gritos y las risas. Hasta que llegaba la abuela que, con su vozarrón y zapatilla en ristre, amenazaba con mandarnos a la cama calentitos.

Qué gran noche fue para los chiquillos la primera en la que nos dejaron estar levantados hasta el final de la fiesta y por primera vez tomamos las uvas al ritmo de la Primera Cadena, con los consabidos atragantamientos, ataques de risa y uvas espolvoreadas por todas partes. Luego participamos en el baile, los niños bailando juntos y las mujeres emparejadas en los pasodobles, mientras los hombres se dedicaban a su entretenimiento preferido: discutir. Y es que aquellos cuñados, que se conocían desde críos y se apreciaban entrañablemente, habían desarrollado una extraña habilidad: bastaba que uno dijera blanco sobre un asunto, para que el otro o los otros, opinasen que negro, aunque el asunto en cuestión les resultase totalmente indiferente. Menos mal que nunca llegaba la sangre al río y terminaban contándose chistes.

Y así fueron pasando los años y los niños fuimos creciendo, pero seguíamos acudiendo a esta cita familiar, mejor para nosotros que cualquier cotillón.

Pero hubo una Nochevieja diferente. La abuela estaba ingresada. Ya era mayor y un catarro se había complicado en neumonía. Aunque ya estaba mejor, el alta no había llegado a tiempo para celebrar la entrada del año en casa. No hizo falta citarse ni ponerse de acuerdo. A la hora de siempre, hijos, nietos , yernos y nueras nos reunimos en aquella habitación de hospital, para celebrar la Nochevieja juntos, como siempre. Fue la más especial de todas.

Mi abuela fue el primer ser querido que se me fue y la recuerdo siempre, pero especialmente en Nochevieja. Me la imaginó allí arriba, como un ángel de fuerte carácter, dando las uvas con su pandereta y poniendo firmes, zapatilla en ristre, a los angelitos revoltosos.


Ana María Cumbrera Barroso.

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