domingo, 5 de noviembre de 2017

LA ESPINITA/ TRES CANCIONES.

Toda su vida recordaría como se sentió aquellas mañanas de verano después de haber pasado cinco minutos con él. Esa sensación de ser ingrávida, de flotar, de resplandecer. De camino a su casa iba riéndose sola , sin importarle la gente a su alrededor. Tenía 19 años y estaba enamorada.

Todos los días de aquel verano se reunían, junto a otros compañeros de facultad, en una biblioteca pública. Allí estudiaban juntos aquella asignatura que se les había atravesado a todos en su primer año de carrera. Entre problemas, las horas pasaban volando. También había tiempo para las risas, esas risas que siempre e invariablemente provocaban que el bedel de turno se pasará a llamarles la atención, lo que no hacía mas que aumentar la hilaridad general. Cuando terminaban, caminaban todos juntos un trecho y, cuando se despedían del grupo, se quedaban los dos solos durante cinco minutos. Eran solo eso, cinco minutos, pero, como en la canción de Te recuerdo Amanda, a veces, la vida es eterna en cinco minutos y así quedaron para siempre, congelados en su memoria, como uno de esos momentos de la vida de perfecta felicidad.

Llegó septiembre y aprobaron todos. Los años de universidad pasaron rápidos, intensos y felices, iluminados por aquella ilusión de verlo todos los días. Pero su relación nunca pasó de ahí, no pasaron de ser buenos amigos y compañeros. Durante mucho tiempo se reprochó no haber sido más lanzada, no haberle dado alguna señal. Era en esa época demasiado ingenua e inexperta. Se le quedó clavada esa espinita y la sensación agridulce de lo que pudo haber sido y no fue.

Los años fueron pasando. Tenía un trabajo que le encantaba. Conoció a Fernando y tuvo un noviazgo feliz y un matrimonio complicado, con los altibajos propios de todas las largas convivencias. Llegaron los hijos, que fueron sus grandes amores. Vivió días felices y momentos duros. Y ahora, recien inaugurada la madurez, se sentía tranquila y en paz consigo misma. Sin embargo, él seguía apareciendo en sus sueños y lo recordaba con frecuencia, preguntándose qué habría sido de su vida, cómo sería ahora y fantanseando con un encuentro entre ambos.

Y he aquí, que un día, ese encuentro tantas veces soñado y planificado, se produce realmente. Ambos van solos. Se reconocen enseguida, se saludan con cariño. Con la excusa de un café para ponerse al día, se van contando sus vidas.

Mientras él habla, ella tiene tiempo de pensar que todas sus fantasías se están cumpliendo. A él la madurez le sienta bien, le dice que la hubiera reconocido en cualquier parte, que apenas ha cambiado. Le cuenta que se divorció hace unos meses y que le pesa la soledad. Se le ve con ganas de iniciar una relación y se muestra claramente interesado por ella.

Es su oportunidad y, sin embargo, sin saber ni siquiera por qué lo hace, cuando le llega el turno de hablar, boicotea deliberadamente toda posibilidad de que aquel reencuentro dé lugar a algo mas. Le muestra una imagen idealizada de su vida, le habla de una pareja unida en la común tarea de sacar a la familia adelante, de unos hijos que aún la necesitan mucho. Él capta el mensaje y, aunque intercambian los contactos, nunca la llama y ella tampoco lo desea.

¿Por qué actuó así? ¿Le pasó como a la Penélope de la canción de Serrat y decidió proteger su hermoso recuerdo de su peor enemigo: la realidad? ¿Fue cobardía? La conclusión a la que llega es que ,sin pensar, instintivamente, hizo lo que hubiera hecho de todas formas, era la opción lógica de una mujer madura que no podía, no quería ,jugarse lo que le había costado toda una vida construir por un espejismo de juventud.

A veces, ya sin nostalgia, mira su foto de perfil , junto a ese chat que siempre permanecerá vacío. Comprende que mas que recordarlo a él , añoraba esos cinco minutos que la hicieron florecer, pero tiene muy claro que no se puede volver a tener 20 años. Se alegra del encuentro, ahora ha sido su decisión. Se ha quitado la espinita.

Ana María Cumbrera Barroso.


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