miércoles, 13 de noviembre de 2019

Recuerdos de Ansterdam:



... Una persona puede nacer en un día, y puede comenzar a morir en varios. Me invadía este pensamiento cuando, sentada en la parte posterior de la iglesia, veía cómo varios hombres portaban su cuerpo, después de un breve responso, hacia la salida ...

Me levanté ayudada por una de mis amigas, y ambas nos abrazamos compugidas, llorando, sin posible consuelo. En aquellos momentos, mis recuerdos me llevaron a unos meses antes, a mi llegada a Amsterdam para realizar mi último curso de la carrera. Fueron las primeras semanas muy azarosas, conociendo a compañeros y profesores nuevos, y con días a los que les faltaban horas entre clases y salidas nocturnas ...

En una de ellas lo conocí. Prácticamente forzada por una amiga, que me insistió en que en aquel bar podríamos comer algo mientras jugábamos al billar, juego que, por otra parte, detestaba. Para no contradecirla, y también porque no me apetecía pasarme el resto de la noche estudiando sola, accedí.

Era uno de esos antros llenos de estudiantes, con poca luz y demasiado humo de fumadores poco respetuosos con las necesidades de respirar ajenas. Encontramos un pequeño hueco en una barra atiborrada de gente pidiendo cerveza. No sin esfuerzo, conseguimos un par de jarras y nos dispusimos a buscar alguna compañia masculina. No había gran cosa para elegir, y mi amiga no dejaba de señalarme con la mirada a uno o a otro, cuando ahí estaba él ...

Al principio creía que no me miraba a mi. Aparté la mirada, y al instante, volví mi mirada en su dirección. Ahí seguía, mirándome fijamente. Al ver que me fijaba en él, sonrió. Creí entenderle algo que me decía, pero fué más su gesto de invitación a que salieramos fuera del local lo que me hizo asentir y acercarme a él. Me dispuse a avisar a mi amiga, pero ésta estaba con otro chico riendo y pensé que tampoco sería una preocupación para ella que me fuera ...

Al salir, me lo encontré de espaldas, apoyado en un coche y fumando un cigarrillo. Volvió a sonreirme, y en un inglés poco fluido me preguntó mi nombre. Yo le contesté que mi nombre es Elena, que era estudiante, y española. No hizo falta más. Me besó dulcemente en los labios y cogiéndome suavemente de la mano, me llevó a un coche. Estuvimos un buen rato en el aparcamiento. Cuando más disfrutabamos ambos de nuestros respectivos encantos, un fuerte golpe sacudió nuestros corazones. Una chica, muy nerviosa, intentaba en vano abrir la puerta del vehículo sin conseguirlo. Le entendí entre sollozos que qué significaba aquello, y con quién la estaba engañando. Él, sin mediar palabra, arrancó el vehiculo sin dirección aparente.

Yo me acomodé en mi asiento y, al cabo de unos minutos, le pregunté quién era ella. Él no me contestó inmediatamente, pero al tiempo me dijo que era una antigua amiga. Yo me imaginé que sería algo más que eso, pero no le quise preguntar más. Me dejó en la puerta de la residencia sin mediar media palabra más. No supe en ese momento decirle algo, si volveriamos a vernos, su número de móvil, pero no ví oportuno nada. Le dije adiós, y me fui a mi habitación.

Durante buena parte de la noche mi pensamiento no se apartaba de él. Le daba vueltas y vueltas a la cabeza, y no acertaba a determinar que era lo que más me convendría. Pensé en acudir al mismo bar al día siguiente, pero no estaba convencida de que fuera lo mejor ...

Al día siguiente, entre horas de clase y la vuelta a mi rutina diaria, me lo conseguí quitar de la cabeza. Mi amiga me propuso que tomaramos algo en la cafetería y, después, aprovecharamos la tarde escuchando música. El día era frio y desapacible, e invitaba al recogimiento. Yo asentí, y nos dispusimos a seguir ese plan. Pero a la vuelta, allí estaba él ...

Llovia torrencialmente, sin nadie más en la calle. Su figura, alta y espigada, aguardaba pacientemente en la puerta. Una vez que me reconoció sonriéndome, me saludó. Yo también le saludé, y con un sonrisa cómplice mi amiga se marchó. Sólo las buenas amigas saben que hay momentos en que es mejor dejar el campo libre ...

Sin mediar palabra, y agarrándome fuerte por la cintura, me besó. Me hubiera gustado preguntarle en mi escaso inglés que pasó el día anterior, pero no me dió oportunidad. Con un gesto de la mano, me invitó a subir al coche.

Al poco rato, llegamos al amplio aparcamiento de un bar. Se escuchaba música alta y gente cantando. Lo miré y, ante su mirada inquisitiva de que mé parecía el lugar, asentí. Me cogió de la mano, y nos dispusimos a tomar algo.

No pasaron ni cinco minutos, cuando un chico llamo deliberadamente mi atención. Se nos quedó fijamente mirando, y con gesto algo airado, avanzó con grandes pasos a nuestro encuentro. Él estaba aún distraido pidiendo unas copas y él, sin media palabra, le llamó tocándole el hombro. Al volverse, el ruido de un gran bofetón rompió el alegre ambiente que había. Todos se volvieron a ver la escena, que indudablemente prometía, pero para mí, que era la segunda vez que era testigo de estos encuentros, me empezaba a contrariar bastante. Ví lo suficiente cómo para imaginar la historia, y el amargo sabor del despecho que desprendía todas las palabras que le estaba diciendo.

Creí que era oportuno salir de allí. No quise volverme a mirar cómo terminaba esta historia, porque, entre otras cosas, me resultaba muy ajena, o así quería yo interpretarlo. Cogí un taxi y, al querer dar mi dirección, el apareció de la nada y, sujetando la puerta, me pidió que le esperara.

No sabría decir porque lo hice, pero lo hice. Tras dar una generosa propina y pedirle disculpas al taxista que me miraba entre cínico e irónico, lo esperé en la puerta del bar. Al poco salió nervioso, con prisas, y, agarrándome de la mano, me llevó al interior de su coche.

De camino de vuelta a mi residencia apenas habló. Era la segunda vez que me veía en una de estas, y ya sólo quería llegar a mi habitación, ducharme y acostarme. Al día siguiente esperaba otro día duro de clase. Mi amiga, al verme entrar, no vió oportuno decirme nada. Yo se lo agradecí, con un gesto de contrariedad en mi cara y lágrimas en los ojos.

Al día siguiente, el ruido de una llamada telefónica nos despertó. Apenas eras las 7 de la mañana. Al otro lado, alguíen me preguntó si conocìa a Jerry. Al principio, aún aturdida, no sabía de quién me estaba hablando. Al seguir escuchándole con atención, las lágrimas saltaron en mis ojos. Jerry, el chico de mis últimos encuentros y desencuentros, había aparecido muerto la noche anterior en su habitación. Me preparé lo más rápidamente que pude, con una mirada icrédula de mi amiga cómo despedida ...

Al llegar a su habitación, la puerta estaba abierta, y llena de curiosos. Encima de la cama, semidesnudo y cubierto por una fina sábana, yacía él. Al fondo, un médico forente le decía a un responsable de la residencia algo en voz baja. Buscando respuestas, me fijé en otra chica que, sentada en su cama, lloraba.

Al verla, creí reconocerla. Ella también me reconoció y, sin mediar palabra, me abrazó, buscando en mi el imposible consuelo. Nos invitaron a ambas a salir de la habitación, ya que se disponían a sacar su cuerpo. Su imagen, cubierta con una sábana, sería un recuerdo imborrable para el resto de mi vida, que me llevaría a preguntarme quién fue él realmente ...

José María Vázquez Recio

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