Un día de agosto del
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Cuando vi a la muchacha acercándose en su rosa bicicleta no
podía sospechar lo que traía en su trasportín. Llevábamos dos días en que no
había habido noticias, ni de un bando ni de otro, parecía que estábamos en
tierra de nadie. Todo el día de hoy había intentado coger la emisión de Radio
Unión Sevilla para ver qué decían del avance de las tropas, pero siempre con
una manta por encima para que no se escuchara, y esto en agosto era una
tortura.
Me había asomado a la terraza para con los prismáticos
antiguos de mi tío otear el horizonte, los que habían estado mandando no
parecían estar y en el camino de Llerena solo sonaban los suspiros. Desde que
hace dos días nos obligaron a abrir la iglesia para ver si estaba llena de
fusiles, amenazándonos de muerte si los encontraban, no nos habían vuelto a
molestar. Al asomarme hacia la calle mi sombra hizo que la niña mirara arriba,
en seguida me hizo un gesto para que bajara, su expresión desvelaba un gran
miedo.
Rápidamente bajé las escaleras del doblado y me planté en la
puerta, de su trasportín surgió algo envuelto en trapos muy sucios, me lo dio
sin decir nada y salió corriendo. Miré a derecha e izquierda y nadie aparecía,
por lo que volví a cerrar, teniendo la precaución de poner la tranca que desde
hace un mes siempre estaba puesta.
Mi tío Luis vestido con su sotana, a pesar del calor, decía
que si iba a morir mejor hacerlo bien vestido, me había visto bajar a toda
velocidad y vino a ver qué era. Desenvolvimos el hato y nos encontramos con el
cáliz de consagrar que habían robado en el registro los del otro día. Sin duda,
alguien que no se atrevía a traerlo lo encontró tirado y mandó a la niña
pensando que ella no levantaría sospechas. Parece que en su huida no sabían muy
bien lo que perdían. Quizás en estos días aciagos era la única alegría que
íbamos a tener.
De repente, sonaron disparos por el camino de Guadalcanal,
se acercaban. Con mis prismáticos subí a la azotea de nuevo y a lo lejos vi
nubes de polvo.
¡Ya están aquí!, ¡Ya están aquí!
Meses de incertidumbre habían llegado a su fin, en unas dos
horas aparecieron por las calles del pueblo un grupo de boinas rojas. Mi tío y
yo salimos a recibirlos, ellos, al ver su sotana, le besaban la mano y él casi
llorando después de tantas penalidades, les bendijo.
Esto leía el sobrinonieto de ese cura reflexionando sobre
cómo un millón de personas murió en una guerra fraticida donde todos los bandos
fueron perdedores y solo algunos lograron tener un poder omnímodo que se
perpetuó por cuarenta años y deseando que los nietos del hombre que escribió esta
historia no lleguen a conocer algo así
nunca más.
José
Luis Álvarez Cubero
Lebrija 3 de junio de
2017
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