La
vida no pasa.
La
vida te pasa a ti.
Hay
un momento en que descubres que no eres un mero espectador, eres un
protagonista.
Mi
abuela siempre me hablaba como a un adulto, como si yo, una niña de
apenas unos pocos años pudiera entender todas las cosas que me
contaba, y lo hacía con naturalidad y con decisión.
Esa
forma que tenía de tratarme, y que mantuvo a lo largo de toda su
vida, hizo que yo me sintiera importante y segura. Hizo que yo fuera
la persona que ahora escribe estas palabras mientras pienso en ella.
Era
una mujer seria, pero yo notaba su amor por mí, lo percibía, aunque
debo reconocer que su apariencia estaba lejos de la de otras abuelas
dulces y extraordinariamente cariñosas que miraban a sus nietos con
una paciencia infinita.
Ella
era diferente.
Y
aún así yo adivinaba todo su amor por mí.
Lo
comprendía.
Lo
deseaba.
Lo
agradecía.
Me
hacía completamente feliz.
Recuerdo
su gesto duro e inflexible, y aún así destilaba un amor tan grande
que me colmaba por completo y que reconocí desde el primer instante
en que la vi.
Ella
no me fallaría.
Me
trataba como a un adulto, me inundaba de amor y me hablaba con
respeto, con mucho respeto. Siempre. Ejemplo constante de mujer
respetuosa, y ahora debo sonreír... porque ese respeto se mantenía
incluso cuando yo lograba subirme a su preciada y cómoda mecedora y
empezaba a balancearme, a columpiarme (ese era mi objetivo principal,
creo recordar), con tal fuerza y potencia que alguna vez llegué a
pensar que saldría despedida hacia el espacio sideral (que por otro
lado era un hermoso espacio en el que perderse).
Incluso
entonces se dirigía a mí serena y respetuosa, y mirándome con la
cabeza ladeada me preguntaba: ¿pero tú que quieres, salir volando?
Yo
le devolvía una mirada pícara mientras intentaba, lentamente
desacelerar aquel artilugio en que convertí su refugio favorito de
la casa.
Las
llaves del pensamiento, miles de llaves diminutas que en ocasiones
descubrimos por casualidad, hilos invisibles que abren puertas
escondidas.
Son
los recuerdos, parte de nuestra vida, tan reales como el presente y
que una vez instalados en nosotros ya no nos abandonarán jamás.
Pero
olvidamos esa certeza y buscamos la compañía que nos acerca al
amor, entonces creemos que hay objetos que encarnan ese amor, y como
niños caprichosos los buscamos y los atesoramos con pasión.
La
mecedora no resistió el paso del tiempo, ni mis embestidas...
tampoco.
Pero
la máquina de coser sí.
Sólida
e imponente sí se salvó y asumió dignamente el paso del tiempo,
como
sin duda lo habría hecho su dueña.
Y
tras un periplo deambulando de acá para allá, herencia entrañable
por las manos que la hicieron trabajar durante tantas horas y tantos
años, acabó en mi casa, destino efímero pero feliz.
Desde
el rincón me mira y siento una felicidad similar a la que sentía en
aquel columpio improvisado que me llevaba junto a las estrellas.
Maribel de la Fuente.
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