Querida Catalina:
Espero que al recibo de la presente estés bien, así como
todos los de la casa, yo bien, aunque hace mucho calor en esta Andalucía.
Me
preguntas en tu carta anterior por qué no me gustaría ahora viajar por mar, no
hay una sola razón, el mar terminó para mí cuando miré por la borda y divisé el
último puerto. Tenía tantas ganas de llegar esa vez, que recordé la primera vez
que vi el mar, huyendo de la sentencia por haber herido a aquel indeseable. “Miguel”
gritó, cuando le hundía el acero en las costillas. Recuerdo que, en medio de la
carrera que emprendí, me pregunté por
qué me llamaba Miguel, la excusa que me
dio mi madre de que había nacido el 29 de septiembre, San Miguel, nunca me la
creí del todo. Amaba leer, e imaginé una historia para mi nombre, que no
recuerdo, pero sí recuerdo que no me gustaba la escuela, y nunca llegué a la
universidad. Todo está ya tan lejano, pero recuerdo aquel duelo con Antonio de
Segura, el que había ofendido a mi hermana Andrea, como si fuera ayer. Pensar
que me condenaron en rebeldía a perder la mano es muy irónico, cuántas vueltas
da la vida.
Mi
primer viaje por mar fue la huida a Italia, enrolado como soldado sin dar mi
nombre verdadero. ¡Cómo me impresionó Roma cuando la vi, después de desertar! Con
la recomendación de mi pariente el cardenal Gaspar, me presenté en el palacio
de aquel otro joven cardenal. Acquaviva se llamaba y me trató bien, pero yo
necesitaba aventuras. Y quise embarcarme de nuevo. Así navegué por todo el Mediterráneo
gracias a Nuestro Señor y al capitán Urbina, no he conocido mejor compañía que
aquella, ¡qué felices éramos mi hermano Rodrigo y yo en aquella galera
Marquesa! Me rebosaba el orgullo cuando me hicieron cabo y nos dirigimos con la
flota al mando de Andrea Doria al golfo de Lepanto, un lugar que no conocía
nadie hasta entonces. Aquella mañana amanecí con calentura, pero no me quise
quedar en la enfermería y me mandaron a defender el esquife, la embarcación
auxiliar, la posición más difícil, con mi arcabuz y mis doce hombres. Dos
disparos de arcabuz me dieron en el pecho, pero yo seguí en mi puesto, creo que
quería morir por Dios y por mi rey. La verdad es que estaba tan entusiasmado
con la batalla que solo noté un pequeño dolor en el brazo, pero, cuando el humo
de la pólvora se disolvió, ya no podía mover la mano.
En
cambio, la convalecencia fue tan maravillosa en Messina con aquellas mujeres y
amigos, perdóname amada Catalina, todavía no te conocía. Navarino, Corfú y Túnez me vieron después,
pero ya no era lo mismo que conseguir
derrotar al Turco. Y me entró la
nostalgia, quería ver mi tierra y pedir patente de capitán.
De
nuevo en otro viaje por mar, ¡Qué alegría volver con mi hermano Rodrigo a
España! Tantas ilusiones…, las cartas
personales de don Juan de Austria y el Duque de Sessa me aseguraban un puesto
en la administración, pues trabajar manualmente no podía con mi mano
anquilosada, tú ya lo sabes. Aquella galera El Sol era tan marinera, pero
la tormenta nos separó del grupo y
aparecieron las velas de Arnaut Mamí, el pirata argelino, cuando ya veíamos la
costa catalana. Y allí empezó la pesadilla.
Cinco
años en aquella ciudad con calor de horno, cinco años intentando escaparme,
pues sabía que mi familia no tenía dinero para rescatarme, cinco años añorando
escuchar español y no árabe. En ese tiempo luché por mis compañeros y si no
hubiera sido traicionado por aquel dominico, que el Cielo confunda, habría
conseguido escapar. Solo hubo una mujer, de la que te hablé en la carta anterior,
pero ya no existe, quedó en Argel para siempre, ya solo tú estás en mi corazón.
Y
finalmente allí estaba otra vez en el mar, viendo el puerto español doce años
después de que me fui, manco, viejo y sin futuro, ¿qué me quedaría por ver? Tan solo aquello que me gustó toda la vida, leer,
leerlo todo e imaginar historias para escapar de las desventuras que me han
tocado vivir. Por eso no me volveré a embarcar, no saldré de Esquivias, contigo,
en la Mancha, donde no puede haber aventuras, sino las imaginadas por mí…
Recibe
un beso de tu marido que te ama.
En la ciudad de
Sevilla en el año de Nuestro Señor de 1589
Miguel de
Cervantes
José Luis
Álvarez Cubero
Mayo 2018
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