Javier
llevaba toda su vida enamorado de Cristina. Y lo “de toda la vida”
no era metafórico, sino literal. Eran del mismo barrio y coincidían
en clase desde pequeños. Ya con cinco años, aquella niña brillaba
con luz propia, era el astro rey de su pequeño mundo.
Cuando la
miraba y veía como la querían, tanto los adultos como los otros
niños, se acordaba del cuento de La Bella Durmiente, también unas
hadas pequeñitas debieron tocarla al nacer con sus varitas mágicas
para otorgarle toda clase de dones. A su corta edad ya se planteaba
Javier la injusticia del don de la belleza, recibida gratuitamente
por unos y negada a otros, pero el afortunado poseedor de la misma
atraía, sin ningún esfuerzo, las simpatías ajenas.
Él era un
niño invisible, que no destacaba en nada. Ella la mejor estudiante
de la clase y la más popular, siempre rodeada de amigas y, al llegar
la adolescencia, de chicos, con los que salía alternativamente. Sus
vidas transcurrían igual que dos líneas paralelas. Él la veía
brillar de lejos.
El
bachillerato inclinó un poco la balanza a favor de Javier. Se
matriculó en Informática, asignatura entonces nueva y desconocida,
y por primera vez empezó a destacar en algo. Dejó de ser el chico
invisible para pasar a ser el rarito cerebrito. Por su parte,
Cristina se graduó con el mejor expediente de la clase.
Durante los
años de Universidad se vieron ocasionalmente por el barrio. Él
siguió con la Informática y para su sorpresa, encontró trabajo
nada más terminar los estudios.
Y allí, en
la planta baja de una gran empresa, el destino volvió a unir sus
caminos. Más de cien auxiliares trabajaban en diminutos cubículos,
separados por mamparas de medio cuerpo, como había visto en las
películas americanas. Cristina se incorporó a la plantilla unos
meses después. Estaba más guapa que nunca.
Su éxito
con los estudios, lo bien que le iba en el trabajo y la amable
sonrisa de ella cuando se cruzaban, le dieron a Javier el valor
necesario para encaminarse un día a su mesa en las vísperas de
navidad. Y después de una charla intrascendente se lanzó de cabeza.
- Cristina ¿qué te parece si vamos juntos a la fiesta de la empresa?
Ella, con
la soltura propia de quien está acostumbrada a declinar
invitaciones, le contestó :
-Lo siento
Javier ,es que estoy muy liada, cualquier mañana quedamos para un
café ¿vale?
A la fiesta
fue con el Jefe de Sección de la 2ª planta, la primera de una serie
de conquistas que se sucedieron en los años siguientes. Siempre
esporádicas y siempre jefes de lo que fuera. Él nunca más le
propuso quedar.
Durante
esos años Javier fue cambiando de puesto. En aquel edificio subir
de planta también suponía subir en el escalafón laboral, y su
titulación y su valía le llevaron muy alto en poco tiempo. Ahora
rara vez veía a Cristina, que continuaba en la colmena de la Planta
Baja.
Una mañana
se cruzaron en el ascensor y ella, en un instante ,volvió a
deslumbrarlo con una encantadora sonrisa.
- Caramba Javier, desde que estás en las alturas no te acuerdas de los amigos de la infancia. ¿Qué tal si quedamos este sábado para cenar y recordar viejos tiempos?
Durante una
décima de segundo Javier supo que solo había una respuesta posible,
también supo que después se arrepentiría, pero a pesar de su
brillo, pudo ver a la chica que ya rozaba la treintena, que había
salido con todos los jefes de sección sin que ninguna relación le
cuajara y que estaba aburrida de su monótono trabajo. Así que, con
todo el dolor de su corazón, le dijo:
- Lo siento mucho Cristina, pero es que ahora ando muy liado. Cualquier mañana de estas quedamos para tomar un café ¿vale?
El astro
rey, que ya no brillaba tanto, salió del ascensor y de su vida, con
la contrariedad reflejada en el rostro de la que no está
acostumbrada a recibir calabazas.
Javier supo
que había hecho lo correcto, que ni siquiera el primer amor podía
pesar más que el amor propio. Era hora de arrinconarla en algún
lugar de su memoria, donde habite el olvido.
Ana María Cumbrera Barroso.