UNA
NOCHEVIEJA DIFERENTE.
Mi abuela
era la mejor narradora del mundo. Tanto como cuentista como cuando
contaba las historias de su propia vida. Sus relatos eran ricos en
detalles y diálogos. Sus numerosos nietos éramos un público fiel y
entregado que una y otra vez le pedíamos que nos contase nuestras
historias preferidas. Ella no nos defraudaba y lo hacía, tal como a
nosotros nos gustaba, sin variar nunca ni una frase, ni una palabra,
de manera que , a medida que crecíamos ,sabíamos textualmente lo
que diría a continuación. Su repertorio era amplio , desde
anécdotas infantiles -tuvo nueve hermanos y cuatro hijos-hasta sus
amoríos, pues había sido lo que se dice una mujer de bandera y tuvo
numerosos pretendientes , pasando por las historias familiares. Con
ella aprendimos lo que fue la posguerra y en sus vívidos relatos
pudimos verla, como la heroína anónima que fue, acudiendo al
mercado con su cesta vacía y enfrentándose a los estraperlista en
su misión de llevar algo de comer a su casa. Todo un carácter de
mujer. Alguna de sus “batallitas”, como las llamaba mi padre con
sorna, eran auténticamente surrealistas y arrancaban nuestras
carcajadas hasta hacernos llorar de risa.
Mi abuela
siempre vivió con nosotros. Enviudó un año antes de casarse mi
madre y, como decía mi padre, iba incluida en el lote. Siempre se
llevó bien con su yerno, aunque él se metía con ella sin piedad y
ella no se callaba una. Eso si, siempre tratándose con un respetuoso
“de usted”. Ella me enseñó a jugar a las cartas, me aficionó a
la zarzuela, cuyos argumentos me contaba entretemetiéndolos con las
canciones y me inculcó el amor a la lectura. A pesar de que la
sacaron del colegio con 9 años, siempre fue muy aficionada a leer y
lo mismo leía libros de Corin Tellado, que novelas de Galdós o las
Hermanas Bronte. El primer libro “de mayores” que leí fue Jane
Eyre, después de que ella me lo contase, como siempre, con todo
género de detalles.
Mi abuela
era el blanco preferido de nuestras bromas. Comprábamos tarántulas
o ratones de pega para ponérselos a ella expresamente. O
provocábamos su enfado y luego la grabábamos con el radio-casette.
La verdad es que nunca nos perdonó que grabásemos sus ronquidos
durante una siesta. También la que aguantaba mis conciertos de
flauta, instrumento al que cogí una desmedida afición allá por 5º
de EGB, y que siempre acababan con un despectivo: - ¡niña,deja ya
de dar la murga con el pito! Lo que se dice, psicología infantil.
En aquellas
navidades de mi infancia el día grande era la Nochevieja . También
celebrábamos su santo y el de mi madre. Ambas se pasaban los días
previos preparando exquisiteces al ritmo de un eterno soniquete: -¡Es
el último año que me meto en este jaleo! Nos juntábamos más de
veinte personas, de las que la mitad éramos niños. Todos los primos
formábamos una auténtica pandilla o patulea, como decía la abuela.
Encabezados por nuestro cabecilla Roberto, alias Rompetecho,
ideábamos todo tipo de travesuras. A las diez y media nos metían en
las camas, de dos en dos. La abuela nos adelantaba las uvas y nos
daba las campanadas con una pandereta, tras lo cual los mayores
pretendían, ingenuamente, que nos durmiéramos, para poder continuar
la fiesta en el salón. Pero, tal como se cerraba la puerta del
pasillo empezaba el jolgorio, las carreras, los sustos, los gritos y
las risas. Hasta que llegaba la abuela que, con su vozarrón y
zapatilla en ristre, amenazaba con mandarnos a la cama calentitos.
Qué gran
noche fue para los chiquillos la primera en la que nos dejaron estar
levantados hasta el final de la fiesta y por primera vez tomamos las
uvas al ritmo de la Primera Cadena, con los consabidos
atragantamientos, ataques de risa y uvas espolvoreadas por todas
partes. Luego participamos en el baile, los niños bailando juntos y
las mujeres emparejadas en los pasodobles, mientras los hombres se
dedicaban a su entretenimiento preferido: discutir. Y es que aquellos
cuñados, que se conocían desde críos y se apreciaban
entrañablemente, habían desarrollado una extraña habilidad:
bastaba que uno dijera blanco sobre un asunto, para que el otro o los
otros, opinasen que negro, aunque el asunto en cuestión les
resultase totalmente indiferente. Menos mal que nunca llegaba la
sangre al río y terminaban contándose chistes.
Y así
fueron pasando los años y los niños fuimos creciendo, pero
seguíamos acudiendo a esta cita familiar, mejor para nosotros que
cualquier cotillón.
Pero hubo
una Nochevieja diferente. La abuela estaba ingresada. Ya era mayor y
un catarro se había complicado en neumonía. Aunque ya estaba mejor,
el alta no había llegado a tiempo para celebrar la entrada del año
en casa. No hizo falta citarse ni ponerse de acuerdo. A la hora de
siempre, hijos, nietos , yernos y nueras nos reunimos en aquella
habitación de hospital, para celebrar la Nochevieja juntos, como
siempre. Fue la más especial de todas.
Mi abuela
fue el primer ser querido que se me fue y la recuerdo siempre, pero
especialmente en Nochevieja. Me la imaginó allí arriba, como un
ángel de fuerte carácter, dando las uvas con su pandereta y
poniendo firmes, zapatilla en ristre, a los angelitos revoltosos.
Ana María
Cumbrera Barroso.