El
reloj de la vieja estación marcaba las diez en punto cuando el
viajero descendió del tren. Lo primero que observó fue la luz
deslumbrante del día. Era una mañana luminosa, casi cegadora y en
el cielo, de un azul purísimo, no había ni una sola nube.
Como
siempre que visitaba su ciudad natal, comenzó el día recorriendo
los lugares que habían sido escenario de su infancia. ¡Su ya lejana
niñez!- pensó-aquellos pocos años que tanta impronta dejaban en
el alma, hasta el punto de que siempre llevamos dentro de nosotros
aquel niño que fuimos. Esa etapa de la vida, tan corta, pero con esa
otra noción del tiempo, que haces que recuerdes los días largos,
los veranos interminables y las lentas horas. Reflexionó en cómo
quedaban impregnados en la memoria no solo vivencias, sino también
olores, colores y texturas ; sensaciones e imágenes con las que, una
vez mas, se reencontraba.
Acompañado
de sus pensamientos, como siempre, se vio a a si mismo de niño. Fue
un niño solitario y seguía siendo un hombre solitario, aunque ,
durante unos breves y dichosos años, hizo una parte del trayecto
acompañado. Siempre añoraría esos años, pero amaba su soledad y
no renegaba de ella, era una parte de si mismo.
Su
nostálgico paseo terminó en el mismo sitio de siempre, aquel café
en el centro de la ciudad que era el favorito de su madre. Se acordó
de ella, de cuanto le habría gustado venir y le pareció verla, tan
joven y bonita, llevándolo a él de la mano cuando era pequeño .Le
parecía ver sus ojos, tan brillantes como los suyos propios, ante el
magnífico escaparate lleno de deliciosos dulces.
Tomó
asiento en el exterior, buscando refugio en la sombra del sol del
mediodía y el camarero, solícito ,le acercó un café y el
periódico del día.
Era
uno mas de los muchos hombres con traje oscuro y sombrero que
descasaban un rato en aquel concurrido lugar. No era muy amante del
bullicio que le rodeaba, pero tenía la capacidad de aislarse y
seguir con su continuo diálogo consigo mismo.
Abrió
el periódico y en seguida encontró lo que buscaba. Allí estaba, en
un lugar destacado, la esquela del buen amigo de su padre. Asistir a
su sepelio era el motivo de su visita. Pero él prefería recordarlo
de joven, cuando visitaba a su padre. Los dos se encerraban en el
despacho y allí divagaban, en una eterna conversación, sobre la
vida, los sueños y su pasión común. Él se colaba a escondidas y
podía pasarse las horas muertas escuchándolos.
Recuerdos,
ensoñaciones, los aromas del aire , la claridad del día y sobre
todo, el recuerdo de su padre...su querido padre. Todo daba vueltas
en su mente, hasta que fueron tomando forma de palabras. Y sus
versos, sus amados versos, fluyeron de su corazón a su cabeza . Sacó
el lápiz que siempre llevaba consigo y en los márgenes de aquel
periódico, escribió:
Esta luz de Sevilla... Es el palacio
donde nací, con su rumor de fuente.
Mi padre, en su despacho.—La alta frente,
la breve mosca, y el bigote lacio—.
Mi padre, aun joven. Lee, escribe, hojea
sus libros y medita. Se levanta;
va hacia la puerta del jardín. Pasea.
A veces habla solo, a veces canta.
Sus grandes ojos de mirar inquieto
ahora vagar parecen, sin objeto
donde puedan posar, en el vacío.
Ya escapan de su ayer a su mañana;
ya miran en el tiempo, ¡padre mío!,
piadosamente mi cabeza cana.
Durante
los instantes en los que está escribiendo se abstrae totalmente del
ambiente exterior. Cuando termina, satisfecho con el resultado, se
levanta y paga. El camarero, un hombre bonachón y simpático que lo
conoce de ocasiones anteriores, lo despide con un jovial:
-¡Hasta pronto, don Antonio!
Ana
Mª Cumbrera Barroso.
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