...
Una persona puede nacer en un día, y puede comenzar a morir en
varios. Me invadía este pensamiento cuando, sentada en la parte
posterior de la iglesia, veía cómo varios hombres portaban su
cuerpo, después de un breve responso, hacia la salida ...
Me
levanté ayudada por una de mis amigas, y ambas nos abrazamos
compugidas, llorando, sin posible consuelo. En aquellos momentos, mis
recuerdos me llevaron a unos meses antes, a mi llegada a Amsterdam
para realizar mi último curso de la carrera. Fueron las primeras
semanas muy azarosas, conociendo a compañeros y profesores nuevos, y
con días a los que les faltaban horas entre clases y salidas
nocturnas ...
En
una de ellas lo conocí. Prácticamente forzada por una amiga, que me
insistió en que en aquel bar podríamos comer algo mientras
jugábamos al billar, juego que, por otra parte, detestaba. Para no
contradecirla, y también porque no me apetecía pasarme el resto de
la noche estudiando sola, accedí.
Era
uno de esos antros llenos de estudiantes, con poca luz y demasiado
humo de fumadores poco respetuosos con las necesidades de respirar
ajenas. Encontramos un pequeño hueco en una barra atiborrada de
gente pidiendo cerveza. No sin esfuerzo, conseguimos un par de jarras
y nos dispusimos a buscar alguna compañia masculina. No había gran
cosa para elegir, y mi amiga no dejaba de señalarme con la mirada a
uno o a otro, cuando ahí estaba él ...
Al
principio creía que no me miraba a mi. Aparté la mirada, y al
instante, volví mi mirada en su dirección. Ahí seguía, mirándome
fijamente. Al ver que me fijaba en él, sonrió. Creí entenderle
algo que me decía, pero fué más su gesto de invitación a que
salieramos fuera del local lo que me hizo asentir y acercarme a él.
Me dispuse a avisar a mi amiga, pero ésta estaba con otro chico
riendo y pensé que tampoco sería una preocupación para ella que me
fuera ...
Al
salir, me lo encontré de espaldas, apoyado en un coche y fumando un
cigarrillo. Volvió a sonreirme, y en un inglés poco fluido me
preguntó mi nombre. Yo le contesté que mi nombre es Elena, que era
estudiante, y española. No hizo falta más. Me besó dulcemente en
los labios y cogiéndome suavemente de la mano, me llevó a un coche.
Estuvimos un buen rato en el aparcamiento. Cuando más disfrutabamos
ambos de nuestros respectivos encantos, un fuerte golpe sacudió
nuestros corazones. Una chica, muy nerviosa, intentaba en vano abrir
la puerta del vehículo sin conseguirlo. Le entendí entre sollozos
que qué significaba aquello, y con quién la estaba engañando. Él,
sin mediar palabra, arrancó el vehiculo sin dirección aparente.
Yo
me acomodé en mi asiento y, al cabo de unos minutos, le pregunté
quién era ella. Él no me contestó inmediatamente, pero al tiempo
me dijo que era una antigua amiga. Yo me imaginé que sería algo más
que eso, pero no le quise preguntar más. Me dejó en la puerta de la
residencia sin mediar media palabra más. No supe en ese momento
decirle algo, si volveriamos a vernos, su número de móvil, pero no
ví oportuno nada. Le dije adiós, y me fui a mi habitación.
Durante
buena parte de la noche mi pensamiento no se apartaba de él. Le daba
vueltas y vueltas a la cabeza, y no acertaba a determinar que era lo
que más me convendría. Pensé en acudir al mismo bar al día
siguiente, pero no estaba convencida de que fuera lo mejor ...
Al
día siguiente, entre horas de clase y la vuelta a mi rutina diaria,
me lo conseguí quitar de la cabeza. Mi amiga me propuso que
tomaramos algo en la cafetería y, después, aprovecharamos la tarde
escuchando música. El día era frio y desapacible, e invitaba al
recogimiento. Yo asentí, y nos dispusimos a seguir ese plan. Pero a
la vuelta, allí estaba él ...
Llovia
torrencialmente, sin nadie más en la calle. Su figura, alta y
espigada, aguardaba pacientemente en la puerta. Una vez que me
reconoció sonriéndome, me saludó. Yo también le saludé, y con un
sonrisa cómplice mi amiga se marchó. Sólo las buenas amigas saben
que hay momentos en que es mejor dejar el campo libre ...
Sin
mediar palabra, y agarrándome fuerte por la cintura, me besó. Me
hubiera gustado preguntarle en mi escaso inglés que pasó el día
anterior, pero no me dió oportunidad. Con un gesto de la mano, me
invitó a subir al coche.
Al
poco rato, llegamos al amplio aparcamiento de un bar. Se escuchaba
música alta y gente cantando. Lo miré y, ante su mirada inquisitiva
de que mé parecía el lugar, asentí. Me cogió de la mano, y nos
dispusimos a tomar algo.
No
pasaron ni cinco minutos, cuando un chico llamo deliberadamente mi
atención. Se nos quedó fijamente mirando, y con gesto algo airado,
avanzó con grandes pasos a nuestro encuentro. Él estaba aún
distraido pidiendo unas copas y él, sin media palabra, le llamó
tocándole el hombro. Al volverse, el ruido de un gran bofetón
rompió el alegre ambiente que había. Todos se volvieron a ver la
escena, que indudablemente prometía, pero para mí, que era la
segunda vez que era testigo de estos encuentros, me empezaba a
contrariar bastante. Ví lo suficiente cómo para imaginar la
historia, y el amargo sabor del despecho que desprendía todas las
palabras que le estaba diciendo.
Creí
que era oportuno salir de allí. No quise volverme a mirar cómo
terminaba esta historia, porque, entre otras cosas, me resultaba muy
ajena, o así quería yo interpretarlo. Cogí un taxi y, al querer
dar mi dirección, el apareció de la nada y, sujetando la puerta, me
pidió que le esperara.
No
sabría decir porque lo hice, pero lo hice. Tras dar una generosa
propina y pedirle disculpas al taxista que me miraba entre cínico e
irónico, lo esperé en la puerta del bar. Al poco salió nervioso,
con prisas, y, agarrándome de la mano, me llevó al interior de su
coche.
De
camino de vuelta a mi residencia apenas habló. Era la segunda vez
que me veía en una de estas, y ya sólo quería llegar a mi
habitación, ducharme y acostarme. Al día siguiente esperaba otro
día duro de clase. Mi amiga, al verme entrar, no vió oportuno
decirme nada. Yo se lo agradecí, con un gesto de contrariedad en mi
cara y lágrimas en los ojos.
Al
día siguiente, el ruido de una llamada telefónica nos despertó.
Apenas eras las 7 de la mañana. Al otro lado, alguíen me preguntó
si conocìa a Jerry. Al principio, aún aturdida, no sabía de quién
me estaba hablando. Al seguir escuchándole con atención, las
lágrimas saltaron en mis ojos. Jerry, el chico de mis últimos
encuentros y desencuentros, había aparecido muerto la noche anterior
en su habitación. Me preparé lo más rápidamente que pude, con una
mirada icrédula de mi amiga cómo despedida ...
Al
llegar a su habitación, la puerta estaba abierta, y llena de
curiosos. Encima de la cama, semidesnudo y cubierto por una fina
sábana, yacía él. Al fondo, un médico forente le decía a un
responsable de la residencia algo en voz baja. Buscando respuestas,
me fijé en otra chica que, sentada en su cama, lloraba.
Al
verla, creí reconocerla. Ella también me reconoció y, sin mediar
palabra, me abrazó, buscando en mi el imposible consuelo. Nos
invitaron a ambas a salir de la habitación, ya que se disponían a
sacar su cuerpo. Su imagen, cubierta con una sábana, sería un
recuerdo imborrable para el resto de mi vida, que me llevaría a
preguntarme quién fue él realmente ...
José
María Vázquez Recio