CRÓNICA DE
UN MATRIMONIO.
Juan y
Marta se conocían desde siempre. Pertenecientes a dos familias
acomodadas del Madrid de la posguerra, eran amigos desde niños.
Cuando alcanzaron la adolescencia solo a ella le confesó Juan su
secreto. La inevitable atracción que sentía por los de su mismo
sexo. Ella lo sabía y, por supuesto, no le importó, la confidencia
los unió más aún. Marta se sentía con Juan a sus anchas, no era
un posible pretendiente.
Pasada la
primera juventud ambos estaban descontentos. Él por la hipocresía
de su vida, siempre obligado a fingir lo que no era, ella por la
falta de libertad de la suya.
Contemplando
los jardines del Retiro, desde el balcón de su habitación, Marta
sentía que la vida se le iba. Había recibido una educación
esmerada que no le servía de nada, pues sus padres se opusieron
terminantemente a que ella trabajara. Sus amigas iban casándose,
algunas tenían ya hijos . En cambio, su abultado ajuar parecía
burlarse de ella. Nunca había tenido novio, los chicos de buena
sociedad se espantaban ante su inteligencia clara y su forma de
expresar ideas propias y poco convencionales. Y no es que le
importase quedarse soltera, si eso hubiese sido sinónimo de
libertad, es que para la sociedad era una solterona que de todas
formas debía permanecer en la casa familiar, en la que cada día se
sentía más asfixiada. Una idea se abrió paso en su mente, fue
tomando forma y cuanto más lo pensaba menos descabellada le parecía.
Convocó a
Juan y así, de buenas a primera se lo soltó a bocajarro:
- ¡Casémonos!- aquí tuvo que hacer una pausa pues tuvo un ataque de risa ante la expresión de él, entre pasmada y asustada- piénsalo tranquilamente, somos más amigos de lo que lo son las mayoría de las parejas. Te lo propongo como un pacto: tú serás libres para tener todas las relaciones que quieras, pero serás ante todos un hombre respetable, yo espero disfrutar de la libertad que aquí me falta. Seremos un matrimonio en público, solo amigos en privado.
Juan no
tuvo que pensárselo mucho, tras la sorpresa inicial, la lógica de
ella lo convenció. Se prometiron enseguida, para satisfación de las
dos familias, que por distintos motivos, suspiraron aliviados.
Su noviazgo
fue de lo más divertido, lo pasaron en grande decorando su nuevo
hogar y organizando la ceremonia y el convite posterior. Y, aunque no
hubo noche de bodas, también disfrutaron de una luna de miel en toda
regla, viajando por el extranjero.
Así
iniciaron una convivencia que se basaba en la amistad y en el
respeto, en la complicidad y en la tolerancia. A veces, él se
sorprendía porque le apetecía más quedarse pasando la velada con
Marta que salir por las noches, y ella, que ahora era una mujer
realizada y había seguido estudiando, disfrutaba pasando junto a él
el final del día. Tenían gustos similares y aunque no eran amantes,
eran compañeros.
Lo único
no programado en aquel pacto se llamó Javier, un niño fruto de la
única noche que la que, despues de una cena demasiado regada con
vino, compartiron la cama para algo más que para dormir. Se
arrepintieron en seguida, se lo tomaron a broma. Sin embargo, aquel
embarazo totalmente impensable los llenó de alegría.
La
experiencia de ser padres todavía les unió más. Juan no era como
los maridos de sus amigas, se implicó, la ayudó, pudo seguir
estudiando.
Con el
tiempo y la madurez descubrieron que su natrimonio era mucho más
sólido que el de sus conocidos y bastante más feliz que el de la
mayoría. Nunca se arrepintieron de su pacto. Nunca se enamoraron,
pero se querían. Si alguién le preguntaba a Juan quién era la
persona más importante de su vida, sin dudar contestaba: -Marta, mi
mujer.
Ana María
Cumbrera Barroso.