LA
ESPINITA/ TRES CANCIONES.
Toda
su vida recordaría como se sentió aquellas mañanas de verano
después de haber pasado cinco minutos con él. Esa sensación de
ser ingrávida, de flotar, de resplandecer. De camino a su casa iba
riéndose sola , sin importarle la gente a su alrededor. Tenía 19
años y estaba enamorada.
Todos
los días de aquel verano se reunían, junto a otros compañeros de
facultad, en una biblioteca pública. Allí estudiaban juntos
aquella asignatura que se les había atravesado a todos en su primer
año de carrera. Entre problemas, las horas pasaban volando.
También había tiempo para las risas, esas risas que siempre e
invariablemente provocaban que el bedel de turno se pasará a
llamarles la atención, lo que no hacía mas que aumentar la
hilaridad general. Cuando terminaban, caminaban todos juntos un
trecho y, cuando se despedían del grupo, se quedaban los dos solos
durante cinco minutos. Eran solo eso, cinco minutos, pero, como en la
canción de Te recuerdo Amanda, a veces, la vida es eterna en
cinco minutos y así quedaron para siempre, congelados en su memoria,
como uno de esos momentos de la vida de perfecta felicidad.
Llegó
septiembre y aprobaron todos. Los años de universidad pasaron
rápidos, intensos y felices, iluminados por aquella ilusión de
verlo todos los días. Pero su relación nunca pasó de ahí, no
pasaron de ser buenos amigos y compañeros. Durante mucho tiempo se
reprochó no haber sido más lanzada, no haberle dado alguna señal.
Era en esa época demasiado ingenua e inexperta. Se le quedó clavada
esa espinita y la sensación agridulce de lo que pudo haber sido y
no fue.
Los
años fueron pasando. Tenía un trabajo que le encantaba. Conoció a
Fernando y tuvo un noviazgo feliz y un matrimonio complicado, con los
altibajos propios de todas las largas convivencias. Llegaron los
hijos, que fueron sus grandes amores. Vivió días felices y momentos
duros. Y ahora, recien inaugurada la madurez, se sentía tranquila y
en paz consigo misma. Sin embargo, él seguía apareciendo en sus
sueños y lo recordaba con frecuencia, preguntándose qué habría
sido de su vida, cómo sería ahora y fantanseando con un encuentro
entre ambos.
Y
he aquí, que un día, ese encuentro tantas veces soñado y
planificado, se produce realmente. Ambos van solos. Se reconocen
enseguida, se saludan con cariño. Con la excusa de un café para
ponerse al día, se van contando sus vidas.
Mientras
él habla, ella tiene tiempo de pensar que todas sus fantasías se
están cumpliendo. A él la madurez le sienta bien, le dice que la
hubiera reconocido en cualquier parte, que apenas ha cambiado. Le
cuenta que se divorció hace unos meses y que le pesa la soledad. Se
le ve con ganas de iniciar una relación y se muestra claramente
interesado por ella.
Es
su oportunidad y, sin embargo, sin saber ni siquiera por qué lo
hace, cuando le llega el turno de hablar, boicotea deliberadamente
toda posibilidad de que aquel reencuentro dé lugar a algo mas. Le
muestra una imagen idealizada de su vida, le habla de una pareja
unida en la común tarea de sacar a la familia adelante, de unos
hijos que aún la necesitan mucho. Él capta el mensaje y, aunque
intercambian los contactos, nunca la llama y ella tampoco lo desea.
¿Por
qué actuó así? ¿Le pasó como a la Penélope de la canción
de Serrat y decidió proteger su hermoso recuerdo de su peor enemigo:
la realidad? ¿Fue cobardía? La conclusión a la que llega es que
,sin pensar, instintivamente, hizo lo que hubiera hecho de todas
formas, era la opción lógica de una mujer madura que no podía, no
quería ,jugarse lo que le había costado toda una vida construir por
un espejismo de juventud.
A
veces, ya sin nostalgia, mira su foto de perfil , junto a ese chat
que siempre permanecerá vacío. Comprende que mas que recordarlo a
él , añoraba esos cinco minutos que la hicieron florecer, pero
tiene muy claro que no se puede volver a tener 20 años. Se alegra
del encuentro, ahora ha sido su decisión. Se ha quitado la espinita.
Ana
María Cumbrera Barroso.
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