CARTAS
AMARILLAS.
El día
amaneció nublado y tristón, como si quisiera casar con el ánimo de
las dos mujeres. Se reunieron en el portal, se besaron cariñosamente
y se dispusieron a cumplir el penoso deber tanto tiempo aplazado.
Luisa y
Marta cruzaron el umbral de la casa. El hogar de Luisa hasta que se
casó y donde tantas horas había pasado Marta al cuidado de su
querida abuela Lucía.
-¿Cómo es
posible-se preguntó a sí misma Marta- que, un año después, la
casa aún conserve su olor?
Ambas
dedicaron toda la mañana a la ingrata tarea de clasificar todas las
pertenencias de Lucía. Había que separar lo que conservarían y, a
cada momento, sobreponerse a los recuerdos que aquellos objetos
evocaban.
Enfrascada
en la tarea, Marta sentía que la máquina de coser de su abuela la
miraba desde el rincón. Acudieron a su memoria tantas tardes pasadas
en aquel salón al arrullo del sonido de aquel artilugio que la
abuela manejaba con destreza. Ella haciendo los deberes y Lucía
cosiendo sus vestiditos de niña, sus trajes de flamenca, su vestido
de comunión, el de su graduación...Allí se preparó las
oposiciones, mientras la abuela seguía cosiendo, infundiéndole
ánimos con la mirada.
¡Su abuela
Lucía! ¡cómo seguía echándola de menos! Había sido una mujer
dulce y buena, generosa y desprendida, la alegría de toda su familia
y siempre dispuesta a ayudar a sus hijos y a sus nietos. Una vida
sencilla, sin grandes emociones y que, solo para ellos, su familia,
había sido importante.
Al
atardecer, Marta se dispuso a embalar la máquina de coser. No
olvidaba las palabras de Lucía – Marta, que no se te olvide que
la máquina de coser será para tí cuando yo falte-. Nunca
entendió su insistencia- ella no sabía coser- pero pensaba respetar
su voluntad y la máquina de coser encontraría un lugar en su casa,
aunque fuese como objeto decorativo. Al quitar la funda para
limpiarle el polvo, cayeron al suelo un puñado de cartas
amarilleadas por el tiempo. Marta no le comentó a su madre nada
sobre su hallazago y se las llevó a su casa.
Aquella
noche se la pasó en blanco, rodeada de aquellas cartas amarillas que
le descubrieron una parte de la historia de la abuela que todos
ignoraban. El remitente de las misivas se llamaba Ricardo. Su abuela
y él habían sido novios. Se conocían desde niños e iban a casarse
cuando la guerra truncó sus planes y sus vidas. Ricardo huyó, para
no tener que alistarse a la fuerza . Durante años, Lucía no tuvo
noticias suyas y, finalmente, lo dió por muerto. Llevaba dos años
casada cuando recibió la primera carta de Ricardo. Vivía en
América y buscaba la forma de reencontrarse con ella. No volvieron a
verse, pero durante todos aquellos años habían mantenido una
correspondencia en la que se iban contando sus vidas. A través de
aquellas cartas, Marta descubrió a una mujer desconocida, una mujer
que había amado con pasión, que escondía secretos y que no había
olvidado a su primer amor. Cuando leyó la última carta, descubrió,
alarmada, que Ricardo no sabía nada del fallecimiento de su abuela y
que se preguntaba el por qué de su silencio. Decidida, se encaminó
al ordenador y escribió a aquel desconocido que, durante toda su
vida, había seguido queriendo a su abuela.
Unos meses
después, un anciano de pelo blanco y una joven rubia se dan la mano
junto al andén de un tren. Él ve en la chica el reflejo de la mujer
a la que tanto amó. Ella lo sabe. Se funden en un abrazo que llega
con cincuenta años de retraso.
Ana María
Cumbrera Barroso.
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