La
nieta
Esa mañana los pájaros
de la plaza que iniciaba la ancha avenida volaban tranquilos. Mientras llevaba
de su mano a su nieta, le iba contando sus historias de la guerra, ella era muy
pequeña entonces, pero recordaba perfectamente los bombardeos, el tableteo de
fusilada, los cristales rotos. Parecía tan real, aunque lo había vivido hace
mucho tiempo, pero ahora que iba perdiendo la memoria de lo presente, solo
recordaba el lejano pasado, quizás en estos últimos años lo que le quedaba por
vivir era solo ese triste pasado.
La abuela sabía que su
nieta siempre la miraba con admiración o interés, aunque también sabía que
había un interés oculto, al final del paseo siempre la debía recompensar con
algo, un helado, un juguete, o cualquier capricho de las tiendas aledañas.
Es curiosa la relación
entre una abuela y una nieta, pensaba mientras se adentraba en la avenida, solo
el cariño existe, pues la responsabilidad de educar no era suya, de eso ya se
encargaría la madre, su hija. Ella la veía con sus ojos de abuela, aunque le
parecía que nunca cambiaba esa niña, que siempre estaba igual de linda.
Esa mañana de agosto,
no sabía por qué, la abuela estaba especialmente melancólica, recordaba tantas
caras angustiadas, no solo de la guerra, sino también de los tiempos de la
posguerra, del hambre indefinible, de la angustia que llegaba como un eco de
sus mayores, de sus padres, tíos y vecinos.
Ahora en 2017 era
diferente, reflexionaba cuando veía tanta gente andando por la avenida, un
régimen democrático había hecho olvidar los rencores del pasado, o, al menos, a
ella le parecía que era así. Una especie de Pax
romana había entrado en Europa y el mundo y la seguridad de la pobre paga le
hacía vivir tranquila.
Se acercó entonces a un
árbol de aquel paseo rodeado de tiendas y bares, de aquella Rambla y a través
de la imagen de su nieta tocó el árbol junto al mercado donde la maldita furgoneta
blanca la había atropellado.
José Luis
Álvarez Cubero
17 de agosto de 2017
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