Había una vez una niña que quería
estudiar.
“Había una vez una niña que quería
estudiar” ponía en aquella lápida. Nada más verla me pregunté qué significaba,
su nombre no era interesante, pero esa frase era tan rara en una tumba que no
pude dejar de fijarme. La señora que limpiaba la tumba me contó su historia,
una historia de sacrificio como tantas otras de su época:
Volvió de la escuela con la cara llena
de felicidad, la maestra le había dicho que debería ir a la capital a examinarse
de ingreso, que estaba preparada. Era raro que una niña fuera a examinarse de
ingreso, pues para sus funciones como ama de casa no era necesario, pero su
sueño era ser maestra. Admiraba a su
maestra como a nadie en el mundo, era
independiente, vivía sola, leía mucho, había viajado a la capital.
Sabía que sus padres no eran malos, pero
su mentalidad era tan anticuada, su madre nunca había deseado otra cosa que
tener hijos y su padre nunca había salido del pueblo. Al llegar esperó que
todos estuvieran sentados en la mesa, y allí lo soltó, sus dos hermanas se
rieron como si dijera que iba a dormir en Marte aquella noche, pero sus padres
no. Ni afirmaron, ni negaron, simplemente no levantaron la mirada del plato.
Ella no sabía qué hacer, ni decir, así que empezó a recoger la mesa y a lavar
los platos. Cuando estuvo a solas con la madre ella le dijo: “Carmen, no puede
ser, tienes que ayudar en la casa. Tus hermanas son pequeñas y no pueden y ya
sabes que no podemos mandarte a la capital. No insistas que haces sufrir así a
tu padre” Y ella no insistió.
A la mañana siguiente fue a decirle a
su maestra que no volvería al colegio. Ya pudo trabajar todo el día en su casa,
habían tomado huéspedes, y ella lavaba las sábanas, cuidaba de la casa, sus
días estaban ocupados por completo, por eso cuando supo que su hermana menor
quería ser maestra, la ayudó a conseguirlo, con los huéspedes había más dinero
en la casa.
Conoció a un muchacho muy bueno, que
nunca le llevaba la contraria, lo que con su carácter era fundamental y cuando se casó le dejó claro a su marido que
sus hijos estudiarían. Ella decidía y así decidió venderlo todo y mudarse a la
capital para que sus dos hijas pudieran ser maestras, su sueño frustrado. Una
de sus hijas ahora limpiaba su tumba.
Así que cuando te encuentres con algún
alumno que no aproveche la oportunidad que tiene, le podrás contar esta
historia y saber en cuánto hubiera valorado esa mujer tener la oportunidad de
haber podido estudiar.
José Luis Álvarez Cubero
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