Siempre deseamos volver
adonde fuimos felices.
Como si ese lugar
encerrara todas las claves, todas las respuestas a nuestras
preguntas.
Y miramos esa región
infinita, que guardamos intacta en la memoria, y a la que acudimos
prestos y ágiles con el gozo alegre de los niños cada vez que
empiezan a jugar, como nuestra fortaleza más preciada.
Pero siempre ya pronto no
podrá ser.
Dejará de existir.
En algún momento ese
refugio que me cobija desaparecerá.
Y ya no podré volver
allí.
De todo este horror que
me acecha, ese sería mi mayor castigo.
No hay salvavidas que me
aleje de la noche, del olvido.
Nadie podrá entenderlo.
Nadie comprenderá.
El frio helado que te
congela por completo cuando no sabes quién eres y dónde estás.
Hasta ahora los episodios
han sido momentáneos, fugaces y breves, apenas unos minutos de
confusión tras los que la conciencia reaparece y coloca todo en su
sitio. Sacudidas repentinas como espasmos que la luz de tu memoria
vence firme.
Pero ese intervalo que se
te hace interminable en el que estuviste deambulando, perdida en una
noche negra de incomprensión es la secuela que te dejará el olvido.
En la oscuridad no puedes
ver, pero sí puedes tocar el miedo que te agarra. Es denso y pesa.
La luz se enciende y te
trae el alivio y la calma.
Pero yo sé que un día
la luz se apagará para siempre, y no podré salir del laberinto
oscuro y me quedaré vagando entre tinieblas.
Sin saber quién soy, ni
dónde estoy.
Sin poder volver.
Por eso recordad estas
palabras que ahora escribo y no lamentéis mi decisión.
Sé lo que hago.
No quiero vivir sin luz.
Maribel de la Fuente Hernández.
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