Era
un domingo de final de enero, cerca del mediodia. El Hospital
Provincial recibía muchas visitas ese día, y los pasillos del mismo
era un ir y venir de familiares y amigos queriendo visitar a sus
parientes enfermos.
La
familia de Silvia esperaba pacientemente a que saliera el médico de
la habitación. Sus tres hijos, acompañados de las esposas, se
miraban entre si, preocupados porque todo presagiaba el final de la
vida de su madre. El más pequeño se rebelaba más si cabe ante esta
situación. No la consideraba justa, tan llena de vida hace apenas
unas semanas ...
Por
fin, el doctor salió de la habitación con gesto grave, y miró
fijamente al primero de los hijos que lo abordó ... "su
situación es muy grave. Les recomiendo que estén localizables
porque no creo que soporte una noche más ...".
Pasaron
al interior de la habitación, y todos sacaron fuerzas de flaqueza
para ofrecerle a su madre un pequeño halo de esperanza. A Silvia,
sin embargo, mujer avezada en la vida, y que se tuvo que hacer cargo
de sus hijos una vez terminada la guerra, no le hacía falta casi
nada para saber que sus dias de lucha y entrega se acababan ...
Silvia
se dirigió a su hijo mayor, y con su voz cansada le preguntó quién
fue quién la acompañó esta última noche. Él le contestó que
había estado él, y que su cuñada María estuvo la noche anterior.
¡No!,
insistió Silvia. Recuerdo a una mujer alta, muy delgada, vestida
como si fuera una novia, con un vestido blanco precioso.
¡Mamá,
no te habrás confundido con alguna enfermera! ¡Para nada!, contestó
ella. La enfermera hubiera encendido la luz, sin importarle nada que
hora fuera. Pero esta mujer estuvo conmigo, a mi lado, hablándome
sobre vosotros, sobre mis nietos, y haciendome recordar días felices
de mi infancia y mi juventud con vuestro padre ...
Los
hijos se miraron entre ellos. Posiblemente, fruto de la medicación
administrada para aliviarle los dolores, tuvo alguna alucinación o
sueño demasiado real.
¡No
me mireis asi, como se estuviera loca! Recuerdo muy bien cómo me dió
varios besos en la mejilla, y su voz era dulce, muy dulce.
Su
hijo mayor se le acercó, y besándole suavemente en la frente, le
dijo que si, que tenía razón, pero que él no salió nada más que
a tomar café apenas15 minutos, y que no recordaba a nadie más junto
a su madre.
El
reloj de la fachada principal del hospital marcaba las 9 de la noche,
y comenzaron a advertir por la megafonia que las visitas tenían que
marcharse. Una de las nueras se quedaba aquella noche y, siguiendo el
ritual acostumbrado, acompañó a Silvia al cuarto de baño, la
acomodó con cariño en su cama, le quitó sus gafas, y se despidió
de ella deseándole buenas noches, antes de apagar la débil luz que
alumbraba el cabecero. Al poco rato, ambas dormían placidamente, y
sólo se escuchaban algunos enfermos, en escapadas furtivas para
charlar un rato, apurando con culpabilidad un cigarrillo antes de que
la enfermera de planta los descubriera ...
La
noche transcurría lentamente, y apenas se escuchaba el ruido de
algún coche saliendo del aparcamiento. Silvia languidecía,
debílmente, moviéndose de forma agitada a un lado y a otro. En
aquel instante, alguién con un ramo de flores abrió la puerta,
lentamente, dejando tras de si un pequeño hilo de luz procedente del
pasillo del hospital.
Silvia
enarcó las cejas, y, sonriendo, se alegró de ver nuevamente el
rostro de aquella mujer. Movió timidamente su mano derecha,
diciéndole que se acercara. Ella, llevándose el índice de su mano
derecha a sus labios, en ademán de que no hablara, puso las flores
sobre la pequeña mesilla y, mientras con una mano apretaba
dulcemente la de Silvia, con la otra cerró sus ojos bañados en
lágrimas, ya carentes de vida.
José María Vázquez Recio
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