LA
EXTRAÑA PASAJERA.
La
historia transcurre en los años cuarenta, en un transatlántico con
destino a Estados Unidos. Hay que imaginarlo todo en un hermoso
blanco y negro.
Era
una mujer hermosa, de edad indeterminada. Todo en su porte y en su
exquisita indumentaria revelaban a la dama, a la mujer de mundo. Los
otros viajeros la miraban con respeto, intrigados por aquella mujer
sofisticada que viajaba sola, pero a la que no parecía pesar la
soledad.
Acodada
en la barandilla de cubierta, sólo ella sabe la verdad de su pasado.
Su elegancia y su aire refinado son un disfraz que ocultan a la mujer
insegura que sigue siendo, la que contempla con temor el regreso al
hogar. Ese hogar donde había desperdiciado su juventud, ahogada y
oprimida por una madre dominante y castradora, que había alimentado
sus complejos, con el egoísta objetivo de retenerla a su lado para
siempre, con tal de asegurarse compañía y cuidados en su vejez.
Gracias a la intervención del médico de la familia, había
ingresado en un sanatorio, donde se había recuperado de la profunda
depresión en la que se había sumido. También fue él quien
aconsejó el viaje por Europa, el viaje del que ahora regresaba y
donde había adquirido ese aire elegante que ahora todos admiran.
A
pocos pasos, en esa misma barandilla, un hombre de aspecto
distinguido la contempla con admiración. También él se siente
intrigado por la extraña pasajera. Ambos contemplan la puesta de sol
en silencio, hasta que él lo rompe, atreviéndose a iniciar una
conversación. Lo que empieza como un diálogo banal sobre los
lugares que han visitado, termina siendo una comunicación profunda
entre dos almas que se reconocen. Ambos son sinceros. Él no le
oculta que está casado, atrapado en un matrimonio infeliz, pero del
que no puede escapar. A ella no le importa. El amor ha tardado mucho
en llamar a su puerta y no piensa tenerla cerrada.
Ambos
disfrutan de cada uno de los días y de las noches que pasan en mutua
compañía. Para ellos no existe nada más que el presente. Viven un
amor sereno pero en el que no falta la pasión, una pasión que
ninguno de los dos había conocido hasta entonces. Duermen poco,
porque sus momentos preferidos son ver amanecer y anochecer en ese
barco que , inexorablemente, se acerca a su destino.
En
su último día, acodados en la barandilla en la que se conocieron,
Michelle miró por la borda y divisó el puerto. Apretó su mano y se
cobijó bajo su brazo, consciente de que pronto se separarían. Sin
embargo, no se sienten apenados, es mucho lo que han ganado. Lo
vivido juntos es más de lo que algunas personas tienen en toda una
vida. Ella, al sentirse amada, ha adquirido la seguridad en sí misma
que le faltaba, así como la fuerza y el valor para enfrentarse al
resto de su vida. Él, ha conocido por primera vez el amor y la
ternura de una mujer. Ambos contemplan el amanecer y no pueden evitar
que en sus almas haya un débil rayo de luz: la esperanza de que,
algún día, su amor sea posible en este mundo.
Ana
María Cumbrera Barroso.
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