Sonó el
llamador y se hizo el silencio.
El
día no empezó del todo bien. El café se terminó y tuve que tomar
cacao, fruncí el ceño resoplando y tras un desayuno frugal sin mi
codiciado y necesario café matutino me dispuse a darme una ducha.
El
equipaje ya estaba preparado y solo faltaban por guardar las toallas
de playa.
Mientras
tanto Toni apuraba el tiempo paseando por el mar que tanto le
fascinaba.
De
repente la luz se fue y el termo, que era eléctrico, dejó de
funcionar, me esperaba, pues, una ducha fría, así que me armé de
valor y afronté este segundo contratiempo de la mañana con
optimismo moderado.
Nada
podía turbar mi satisfacción, la segunda parte de nuestras
vacaciones estaba aún intacta, pero empecé a percibir como señales
todo lo que me estaba ocurriendo.
¿Serían
estos leves percances presagio de algo más?
Nada
podía turbar mi ilusión pero una tenue nube de intranquilidad
empezó a rondarme por la cabeza.
Y
así fue como Toni y yo nos dispusimos a continuar nuestro periplo en
dirección a un bonito pueblo andaluz en el que poder disfrutar de la
semana santa. Pero como no hay dos sin tres, durante el camino
ocurrió lo que no nos pasaba desde hacía años, a saber: pinchamos
la rueda.
Aquello
me desquició, demasiadas casualidades juntas. ¿Qué hacer?
Continuamos.
Una
pareja de extranjeros expectantes y llenos de curiosidad, rojos por
el sol, empecinados en conocer y descubrir recónditos lugares y
exóticas costumbres de Andalucía. Equipados con chanclas, bermudas
y camisetas de colores, conduciendo una furgoneta vieja y ruidosa de
la que cuelga un sin fin de objetos que alguna vez alguien pensó que
pudieran ser útiles, este par de forasteros equivocados se presentan
de esta guisa el jueves santo en el centro de un pueblo con solera y
devoción que llenaba sus calles de mantillas, sombreros, trajes
negros, seriedad y silencio.
Fue
detener el vehículo y una procesión de penitentes portando imágenes
apareció en la plaza en la que nos encontrábamos. Todas la miradas
se dirigieron a nosotros. Incluso los ojos del Cristo se mostraron
sorprendidos ante nuestro desaliño. El silencio de la plaza fue
rotundo. Todos estaban más pendientes de este par de guiris que de
la procesión esperada. Hasta dos veces tuvo el capataz que llamar a
los costaleros. A veces los presagios son señales celestiales: nunca
hubiéramos imaginado que podríamos convertirnos en los
protagonistas de la fiesta que pretendíamos conocer.
Maribel de la Fuente Hernández
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