EL DOLOR
No hay
mayor dolor que sobrevivir a los hijos. Así ha sido siempre y así
será hasta el final de los tiempos.
Yo era una
niña cuanto te pusieron en mis brazos y ya entonces lo sabía. Me
decía a mi misma que era fortunada, que eran muchas las madres que
perdían a sus hijos en la más tierna infancia. Al menos yo podía
verte crecer. Pero he vivido con el temor de que este día llegara y,
aún así, no estoy preparada. Desde por la mañana me arrastran de
un lugar a otro y yo me dejo llevar. Sé que una multitud me rodea y
puedo escuchar sus voces, pero mi alma ha abandonado mi cuerpo.
Busco
consuelo en mis recuerdos. Te veo cuando eras el bebé más hermoso
del mundo, cuanto te amamantaba a mis pechos. Entonces eras mío,
solo mío. Era a mí a quien buscabas cuando tropezabas y caías. Me
mostrabas, llorando, tus rodillas magulladas y sólo mis caricias y
mis palabras te calmaban. ¡Mío! ¡sólo mío! Ni siguiera de Él.
Fuiste
creciendo y eras mi orgullo. Tan dulce y bueno, tan especial. Sólo
yo sabía lo especial que eras. Durante estos años atesoré cada
recuerdo, cada vivencia y los guardé en mi corazón. A mí me lo
contabas todo: tus inquietudes, tus miedos, tus dudas ... El día que
te marchaste de casa, cuando te volviste y agitaste la mano, te
despedías de mí y también de tus días tranquilos y felices, de
nuestro refugio compartido.
Desde
entonces, te ví pocas veces, aunque procuraba acercarme a verte
siempre que te sabía cerca. A veces, pasabas unos días en casa,
descansando. Esos pocos días fingíamos que todo volvía a ser como
antes, pero los dos sabiamos que ya nada volvería ser igual.
Y hoy ha
llegado el día que espero con pavor desde mi más temprana juventud.
Al amanecer, aporrearon mi puerta, me trajeron hasta aquí casi en
volandas, las piernas no me sostenían,. Oigo las voces de la
multitud enloquecida y, de pronto, reconozco tus pasos. Sé que te
acercas por la calle empedrada. El pánico me domina. ¡No quiero
verte! ¡no puedo verte!. Puedo soportar mi dolor, pero sé que no
podré soportar ver le tuyo. Por eso salgo corriendo enloquecida y me
escabullo por la calle más cercana. Corro hasta que tengo que
detenerme para coger aire. Estoy sola. De lejos me llegan las voces
de esa multitud que vocifera tu nombre y, a pasar de la distancia,
sigo oyendo tus pasos por encima de todos los sonidos. De pronto, tu
ritmo se altera, siento que caes, que has caído bajo el peso del
madero que tus verdugos te obligan a llevar hasta el Calvario.
Entonces, te veo de nuevo, cómo cuando eras un niño y llorabas tras
caerte y sólo yo te consolaba. Corro de nuevo, deshago mis pasos y
te llamo: -¡YA VOY HIJO MÍO! ¡ESTOY AQUÍ! ¡NO TE DEJARÉ SOLO!
¡ESTARÉ CONTIGO HASTA LE FINAL!
(Monólogo
de María)
Ana María
Cumbrera Barroso.
Mayo de
2018.
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