Había una vez.
Había
una vez una niña que tenía miedo.
Miedo
de la oscuridad.
De
las noches, cuando se iba a dormir y se apagaban las luces.
Todas
las luces.
Y
la negrura lo envolvía todo, la envolvía a ella, se la engullía y
la dejaba inmóvil, convertida en estatua de mármol, pétrea y
helada, contando los minutos, las horas.... hasta el amanecer.
Miedo
de los sonidos.
Del
canto de los pájaros, de su fuerza, de su vuelo al surcar los aires
del cielo inmenso en el que se perdían.
Miedo
del agua de la lluvia, del viento y del sol.
Miedo.
Miedo
a la indiferencia,
a
no sentir alegría ni tristeza,
a
no sentir emoción,
ni
la ternura de un beso, ni la calidez de un abrazo.
A
pasar sin pena ni gloria,
a
pasar de puntillas por la vida.
Sin
amor
Sin
sentir la calma que cura la herida, el aliento que te sostiene firme.
Y
así vivía, triste, atormentada por el miedo, en soledad.
En
silencio.
Hasta
que un día descubrió un resquicio en el cristal de la ventana, por
el que se colaba un minúsculo rayo de sol.
Con
curiosidad se acercó en un movimiento suave, apenas perceptible.
Fue
su luz plena y cálida la que le devolvió el reflejo de su rostro en
el ventanal.
Un
espejo improvisado en el que contempló su mirada desprevenida.
Detrás
de ese rayo de luz había una vez un ángel que le tendió la mano y
se llevó los miedos
Todos
sus miedos.
Para
siempre
Maribel
de la Fuente.
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