La pareja
protagonista de nuestra historia se conoció en Semana Santa y empezó
a salir en feria. Si a ésto añadimos que sucedió en Sevilla, puede
sonar a tópico, pero así fue.
Una tarde de
martes santo los presentó una amiga común. Aunque apenas hablaron
esa tarde, a ella le cayó bien aquel chico simpático y dicharachero
del que ya tenía referencias por sus amigas. Volvieron a quedar en
grupo el martes de feria. Esta vez comenzaron a hablar nada más
reunirse en la Calle Asunción y así se inició para ellos la que
sería la mejor feria de sus vidas. Salieron todas las noches,
comieron poco, bebieron algo más y bailaron mucho, rematando con los
fuegos artificiales aquellos días festivos e inolvidables.
Como se
decía entonces, empezaron a salir e hicieron lo que hacen todas las
parejas del mundo en sus inicios : contarse sus vidas , descubrir
aficiones comunes y ofrecer la mejor versión de ellos mismos. Fue
una etapa feliz. Todo iba sobre ruedas hasta que una tarde de sábado
él le hizo una proposición inesperada:
-¿Te vienes
mañana conmigo al estadio a ver el partido del betis?
A ella el
fútbol no es que le gustase poco ni mucho, es que no le gustaba nada
en absoluto; es más, lo odiaba cordialmente. Para ella iba asociado
a las tristes tardes de domingo con la eterna cantinela de Carrusel
deportivo como banda sonora, las machaconas cuñas de Pepe Domingo
Castaño -como olvidar lo de “Soberano, es cosa de hombres”-
y los desagradables pitidos que anunciaban aquellos goles cantados de
forma estridente. No había visto una partido televisado en su
vida... ni el España Malta cuando iban por el décimo gol. Para
colmo, el muchacho era bético y en su familia eran todos sevillistas
desde hacía varias generaciones y aunque ésto también puede sonar
a tópico, en Sevilla es poco más o menos como ser Montescos y
Capuletos en Verona.
Todo ésto
pasó por su cabeza en un segundo, pero bueno, estaban empezando y no
quería ser desagradable. Después de todo ¿qué podía perder?
Así que al
día siguiente se arregló y se puso un vestido rojo -que conste que
sin la menor mala intención o doblez- y salió de su casa
sintiéndose bastante culpable tras la mirada de desilusión y
reproche que le lanzó su padre, en plan ¿¡cómo puedes estar
haciendo ésto! ?¡Su
padre! que siempre se bajaba al bar a ver los partidos para dejar que
las cuatro mujeres de su casa pudieran ver la película en el salón
y que ahora tenía que aguantar que a su hija le saliera un novio
bético y que encima se fuese con él al fútbol.
Cuando
entraron en el estadio y se instalaron, aquello era peor de lo que se
imaginaba. Cerca de dos horas de pie, la gente gritando enloquecida,
botando absurdamente -sevillista el que no bote- y cantando
consignas. Detrás suya un hombre echándole todo el humo de un porro
y lo peor de todo, aquel chico, hasta ese momento tan amable y
educado, de pronto era el que más gritaba, el que más botaba, a la
vez que sapos y culebras salían de su boca.
Aquella
tarde de fútbol fue un punto de inflexión en su relación. Fue
el final de la etapa de idealización. Era cuestión de dejarlo
correr o aceptar el famoso dicho de nadie es perfecto. Era
el momento de poner en una balanza lo bueno y lo malo y decidir si
seguir o no juntos. Evidentemente ganó lo bueno, porque hoy, 30 años
después, siguen juntos. Eso si, ella al campo no volvió.
TÍTULO:
Su “única” tarde de fútbol.
Ana María
Cumbrera Barroso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario