Mientras
me alejaba despacio procuré no volver la vista atrás, sentía su
mirada sobre mí, sentía su ternura y su fuerza.
Lo
imaginaba sin esfuerzo, los codos apoyados en la barandilla, la
sonrisa tenue en sus labios, mientras me veía partir feliz y libre.
Llegó
la hora de la despedida, llegó también con ella la hora de la
esperanza, esa que fuimos construyendo juntos.
Aprendí
de él, en todo este tiempo que los adioses no son tristes; son parte
del camino que emprendimos un día. Son parte de la vida.
Ya
estaba llegando a la estación, un sol resplandeciente inundaba la
fachada.
Fue
entonces cuando me crucé con Ana, fugaz, en su bicicleta azul.
Me
pitó con gozo, con estruendo, muchas veces.
Cascabeles
en mis oídos y una vocecita vital y espléndida que me gritaba:
¡adiós, que llego tarde al cole! Adiós repetí en un susurro.
Maribel
de la Fuente
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