El coche de Miguel discurría, como todos los domingos por la mañana temprano, por la carretera comarcal que llevaba a la residencia. En ella esperaban su otros dos hermanos, Juan y Ángel, con sus esposas. Juan, como no podría ser de otra manera, hecho un pincel, fuera a dónde fuera, con esos zapatos de charol llamativos, y con una corbata de dudoso gusto, aunque su mujer se esforzara en demostrarle lo contrario. Era la liturgia semanal, que a su esposa, Margarita, la importunaba sobremanera.
¡Es que no terminaré de entenderte Miguel!, le decía su esposa, con un gesto adusto. ¡Todos los domingos a mediodía, ver a tu madre, y tener que soportar tanto a tus hermanos como a tus cuñadas!.
Miguel intentaba centrarse en el camino, Siempre había oído decir que los despistes y las discusiones no son buenos amigos del conductor. Observó, aliviado, una señalización que recordaba que apenas, en unos pocos kilómetros, llegarían por fin a su destino ...
Entre algún reproche más y alguna subida de radio para evitarlos, llegaron a la puerta de la residencia. Era un enorme edificio, antigua hacienda con varias hectáreas para cultivar, consiguiendo aparcar en la misma entrada. Un poco más adelante, se percató de que uno de sus hermanos discutía acalaradamente con su cuñada. Parece ser que esa íba a ser la nota del día.
Tras los oportunos besos y abrazos, avanzaron hasta la entrada, dónde su otro hermano Juan, los esperaba.
"Tendremos que esperar algunos minutos. Una enfermera me acaba de decir que están terminando de desayunar".
Juntos esperaron en una sala de espera. En pocomás de 10 minutos, un bedel les advirtió de que los familiares podían subir a las habitaciones.
Cada vez que entraban por los interminables pasillos que conducían a las habitaciones, Miguel no dejaba de recordar su niñez con sus hermanos. Su padre, sin ningún tipo de remordimiento, los abondonó a su suerte por una compañera 15 años más joven, y su madre, ama de casa hasta ese momento, se hizo cargo de la situación con 3 pequeños, entre 6 y 10 años. Recordaba como todas las mañanas los levantaba y, tras darles de desayunar, los acompañaba a la parada del bus escolar, que puntualmente los recogía y los devolvía. Mientras, su madre íba a varios domicilios dónde se dedicaba, dada su falta de formación profesional, a limpiar escaleras ...
... recordaba también, como no, esas largas noches de copas de ginebra ante la pequeña mesilla ante el televisor, dónde su madre, consciente o insconcientemente, ahogaba frustraciones y malos ratos, para no hacernos párticipes.
Y recordaba, como no podría ser de otra manera, que al final de estas solitarias veladas, terminaba entrando en una de nuestras habitaciones, especialmente la de Juan, el pequeño, escuchando su quejas ante los continúos besos. Eran noches de algún que otro arrumaco excesivo, con final compartiendo colchón y almohada con mi hermano. Noches que entre los vapores del alcohol se dibujaban algunas quejas del pequeño, que no comprendía algunos gestos de excesiva atención de su madre ...
Recordaba como, entrando prácticamente los 3 en la pubertad, tuvo que lidiar con unos varones en plena efervescencia juvenil, consolando los desamores, intentando alegrarnos o quitarles importancia a nuestros escarceos amorosos. A su vez, nos daba lo poco que podría darnos, que eran mucho, para que pudieramos salir con nuestros amigos, mientras que ella renunció a tener una vida para que la tuvieramos nosotros.
Ensimiasmado en esos pensamientos, llegamos a su habitación. Un televisor, a un volumen demasiado bajo, emitía un programa de entretenimiento. Frente a él, mi madre, sentada en una silla de ruedas, con la cabeza caida y la mirada pérdida, hizo una mueca parecida a una pequeña sonrisa, a modo de saludo.
Todos se acercaron en tropel para besarla, pero Miguel prefirió esperar. No quería abrumarla, y sus hermanos y cuñadas no dejaban de hacerlo. Mi mujer, muy pendiente de mis gestos, esperó también paciéntemente, dándole su mano. Sabía, por que era evidente, que estas visitas representaban tanto una gran alegría para él como un mal trago. Los efectos del coma y posterior derrame cerebral sufridos unos años atrás no habían sido piadosos con ella.
Una vez pasado los primeros momentos, Miguel se dirigió a su madre. Siempre le hablaba de los nietos, que le mandaban muchos recuerdos, de él, y de su trabajo. Su madre siempre quiso que fuera médico, y entre una temprana vocación y para satisfacerla a ella, se decidió a serlo. Su madre siempre estuvo muy orgullosa de sus hijos, que con gran esfuerzo salieron adelante, pero de Miguel, su Miguel, más si cabe.
Al rato, la acompañaron a los jardines de la residencia. Era el momento más agradable, ya que los jardines que rodeaban la residencia eran, amén de bonitos, muy espaciosos, permitiendo a todas las familias disfrutar de espacio y privacidad.
En um momento en que tanto Margarita como mis cuñadas distraían a mi madre con su conversación, decidí que era el momento de hablar con mis hermanos. La residencia era un buen lugar, pero algo frío. Mi queja no era por desatención, sino por las horas que, frente a un televisor, podía pasar sin que nadie le preguntara como estaba, sin que nadie le hablara, o le ofreciera alguna actividad. Mis hermanos intentaban disuadirme, ya que sabían perfectamente mi pretensión. Les dije que podríamos plantearnos tenerlas por meses, o por quincenas, y que si alguno de ellos tuvieran un imprevisto durante el tiempo que les correspondiera, yo me ofrecía a echarles una mano.
Ellos, consciente o insconcientemente, me escuchaban con desgana. Era algo más que asumido, pero no daban su brazo a torcer. Los niños, el excesivo trabajo y, por que no decirlo, las pocas ganas de sus mujeres a tenerla en su casa, lo hacían prácticamente una misión imposible. Yo argumentaba la indignidad de tal situación, y que su madre, la madre de todos, merecía otro trato.
En esas estaban cuando llegó, algo más de dos horas después, el aviso para el almuerzo de las residentes. Todos acudieron a darles, no sin cierta frialdad, besos de despedida. Yo me acergué, y enjugando mis lágrimas, le prometí que intentaría volver después. Mi madre, no sé si consientemente o no, me dirigió una mirada, suplicante, cansada de esta vida que no lo era. Margarita, viendo que se me estaban saltando las lágrimas, me dió un beso en la mejilla y me cogió del brazo para dirigirnos al coche.
De regreso, mis hermanos no hacían más que bromear con lo que íban a hacer el resto del domingo. Fútbol o cine, irse de copas, era el futuro más inmediato que les aguardaba. Margarita me observaba, y sabía lo que estaba pensando. Nunca entendí la frialdad con la que salìan de ver a su madre, ni pretendía entenderlo.
Con un protocolario adiós, y hasta la semana próxima, nos fuimos de vuelta a la ciudad. Una vez dentro del coche, no dejaba de rumiar esta situación, sin verle ninguna salida. A Margarita le argumenté varias veces que a su madre la atendimos hasta el final de sus días, pero para ella nunca fué suficiente razón. Con su madre ella era más joven, y ahora, con nuestros hijos ya mayores, decia no poder atender a mi madre como ella merecía ...
Al llegar a casa, no había nadie. Los niños habrían salido, y mi mujer, cambiándose de ropa, se propuso a ver un rato la televisión. Yo prefería salir a la terraza, y me fumé un par de cigarrillos mientras seguía pensando en esta situación.
Aproximadamente una hora más tarde, Margarita se levantó perezosamente del sillón. La película estuvo muy bien, y prácticamente no se había percatado que Miguel no se encontraba en casa, ni recordaba que se hubiera despedido, Encima del escritorio, una carta, de destinatarios, ella y sus hijos ... volveré pronto. No esperadme para cenar.
Miguel tomó una decisión, su decisión. Descolgó el teléfono e intercambió unas palabras con alguíen de la residencia, preguntándole si podía ir fuera del horario de visitas a verla. Colgó, y cogiendo un jersey para combatir el frio, ya que comenzaba a anochecer, se montó en su vehículo. No había mucho tráfico, y mientras se dirigía a su destino, pensaba si era justo, o injusto, hacer algo que lo atormentaba desde hacía demasiado tiempo ...
Porque llegar a la residencia, a un hora poco usual, podría estrañar o resultar muy raro. Porque la recepcionista, al verlo llegar, nunca se le podría ocurrir que estaba haciendo allí. Porque, una vez que superó este escollo, se dirigió a la habitación de su madre, a riesgo de que le sorprendieran en horas tan intepectivas por los pasillos de la residencia. Porque, al abrir la puerta de la habitación de su madre, pudo divisar ante su sorpresa, extrañamente, unos zapatos de charol, apoyados en la cama de su madre, que parecía profundamente dormida. En la almohada, dos cabezas compartían una almohada, como hacía mucho tiempo en mi casa, con lágrimas cayendo sobre la misma, no se sabe si de pena o culpa, Lágrimas inertes que bañaban las mejillas de mi madre, resignada a su suerte. Lágrimas compartidas en un final de una relación extraña en una vida poco justa con ambos.
Junio 2024. José María Vázquez Recio.